viernes, 20 de marzo de 2020




EL TABÚ ALMODÓVAR




Parece ser que a estas alturas del partido, nadie tiene dudas de ciertas cosas, de ciertas realidades y de la calidad de ciertos autores. Uno de ellos es el director español más laureado de la historia, el señor Almodóvar. No es este un comentario ácido sobre su cine o su persona, sino un pequeño apunte sobre el fenómeno de la gloria de un artista y la incidencia del mismo sobre su obra. El presente texto tampoco pretende ser una reflexión sobre el factor de la celebridad, sino más bien una cierta aclaración sobre el criterio.
Cuando Almodóvar, en 1978, filma su primera película,  Folle... folle... fólleme Tim! (después de rodar más de una decena de cortometrajes desde 1974) nadie daba un duro por él, al pertenecer al minoritario mundo underground, en una España casposa y alertagada llena de represiones y mentiras petrificadas. Partiendo de las bases warholianas de lo cool y el grunge visual, de la sinvergonzonería y la lascivia, de la música dionisíaca y el humor picante, Almodóvar desarrolla hasta 1987 (La ley del deseo) una especie de laboratorio de diversiones freudianas de lo más esperpénticas, donde va generando una caterva de personajes variopintos como monjas lisérgicas, toreros necrofílicos y todo tipo de amantes perturbados, ansiosos de pasión y delirio. En estos años 80', además de conquistar un terreno personal y una cierta originalidad de formas, el cineasta manchego consigue tal vez, lo más importante de este oficio: vivirlo. La pasión y la obsesión quedan sellados en esta primera década salvaje que, si por un lado puede estimarse como un bello gesto artístico, también puede valorarse en la distancia como un puñado de ejercicios de medio aliento. Me explico: si uno observa con atención películas tan llamativas como Matador (1986) o Entre tinieblas (1983), se irá dando cuenta que las imágenes que en un principio poseen con intensidad a los ojos, van defraudando al espectador a medida que se termina el metraje, como si una extraña promesa inicial se evaporase hasta desaparecer. Ambas películas son ejemplos perfectos que representan la absoluta indisciplina cinematográfica del director, una estética en todo caso significativa por el riesgo, pero pobre en su efecto. Un artista debe ser valiente y peligroso, debe ir más allá de lo convencional y ser capaz de generar algo nuevo en la infinita cadena del arte pero, sólo eso, sin un resultado análogo, no justifica su valor. Hasta 1987, Almodóvar no recibe ningún premio; de hecho, aquel año, con La ley del deseo -después de diez títulos-, sólamente consigue  el premio Teddy en el Festival de Berlin, un premio para temáticas LGTB.
Tal vez su filosofía del exceso y los pocos apoyos encontrados en su país, le llevaron a un estado de aislamiento, producido quizás por su exagerada subjetividad y su particular deformación de los tópicos, o simplemente por el caos generado en sus ficciones, irritantes para la crítica. Hasta este punto, se puede decir que tanto las fantasías sexuales, como parte de las narrativas e imaginarios, se habían hecho realidad para él, pero no para el público común: su constante fragmentación de líneas argumentales sólidas, la desmesura de sus barrocos collages pop, sus personajes desdibujados, su pretensión de realizar ficciones corales sin concierto alguno, la ausencia de protagonistas puros, su falta de ritmo y su gusto por lo telenovelesco y melodramático, apartaban aún al gran público de sus bellos monstruos, pero en 1988 estrena Mujeres al borde de un ataque de nervios, una comedia hitchconiana y absurda con un tinte más comercial que las anteriores, más homogénea, más ligera y tal vez, más aburguesada, lo cuál no afecta a su frescura. La película tuvo un éxito sin precedentes en su país y en el extranjero, acumulando innumerables premios que consolidaron al director como una gran promesa. A partir de esta armónica película -que funciona casi como una parodia de La soga (1938) y que será la base de artefactos tan brillantes como The Man from Hollywood (1995) de Tarantino-, el espectador solidifica una idea del cine almodovariano y empieza a creer en un estilo que crecerá en progresión y calidad, pero los años 90' -digamos, desde Átame (1989) hasta Carne trémula (1997)- Almodóvar se estanca en un retorcido género mutante de comedia insulsa, telenovela y drama barato, experimentando con sus chistes y frivolidades, sus fetiches populares y su mala baba, apartándose de Mujeres..., volviendo a su laboratorio particular de horrores y placeres, a ese mundo del inconsciente fílmico donde se siente vivo, pero que adolece de una mirada nueva, talentosa y universal; su cine vive la ausencia de la chispa. Mientras, la crítica sigue su trayectoria y es nominado en numerosos festivales, mas sin conseguir nuevos honores.
Once años después de su primer éxito -como si de un ciclo perfecto se tratase-, llega el segundo: Todo sobre mi madre (1999), un film noir lleno de glamour e intriga, de milagros inesperados, de vida. Parte de un motivo clásico de Mankiewicz (All about Eve, 1950), continuando su nueva costumbre -durante los 90'- de introducir en sus películas referencias fílmicas de los 50' (Kika, 1993 - The Prowler, 1951 / Carne trémula, 1997 - Ensayo de un crimen, 1955), finiquitando así una segunda fase de su cine, con una pieza más idealista, más depurada, más madura, más emocionante. Almodóvar consigue así su segundo hito y superará el reconocimiento obtenido una década atrás, hasta ganar todo lo posible que un cineasta de éxito puede soñar. Pero, ¿le volvería a ocurrir lo mismo?, ¿tras tocar la cima, regresaría a su laboratorio experimental de pasiones y laberintos sin sentido hasta volver a hundirse o perderse? La crítica tuvo que esperar tres años para ver la respuesta y en 2002 se estrenó Hable con ella, un bello drama muy depurado y ajeno a las minorías, regalado al gran público para ser disfrutado en profundidad: la película tuvo idéntico éxito  que sus dos anteriores hitos y tal vez, se puede afirmar, que consolidó definitivamente el mito de Almodóvar como cineasta para la historia. Ahora bien, ¿podría seguir el manchego con dicha racha de aciertos, distanciados en gran medida de sus antiguos popurrís desmelenados? La respuesta es negativa. Desde La mala educación (2004) hasta su último estreno, Dolor y Gloria (2019), el señor Almodóvar ha decidido abrir su tercera étapa como cineasta y desplegar una especie de serie de films autobiográficos basados en gran medida en su memoria de la infancia, antiguas represiones y miedos ocultos; se podría decir que se hace más bergmaniano, si fuese posible la comparación. O sea, en vez de abrir de par en par el rico inconsciente del que salieron sus hallazgos con las sólidas herramientas aprendidas a lo largo de su carrera, el manchego ha decidido enconarse en ficciones regresivas y formalistas carentes de alma, ahogadas en una estética vacía y publicitaria -dejándose llevar por sus caprichos fotográficos-, llenas de bellos planos sin sustancia e historias melancólicas con tintes sórdidos, poco recomendables para el disfrutre y la pasión, en resumen: lícitamente ha querido dibujar su figura sobre sus narraciones, esculpir su propio monumento narcisista, contando secretos personales demasiado manifiestos, poco originales o insustanciales, bebiendo a veces de sus pasados gloriosos y en otras ocasiones, filmando el puro tedio del entretenimiento (Los amantes pasajeros, 2013 o Julieta, 2016). Desastre y es una pena. La crítica que le encumbró le mantiene en vilo sobre un hilo de humo y cartelería divina, otorgándole el aura del falso mito, del carnero dorado, ¿hasta que punto un artista debe se adorado?, ¿hasta que punto la crítica y los festivales crean sus propios monstruos y destruyen la originalidad inocente de los artistas?, ¿hasta qué punto el espectáculo devora el alma del ser? Se trata de una paradoja: los que te premian, también te enjaulan. Por otro lado, el cansancio de un artista se refleja en el agotamiento de sus imágenes y en el endurecimiento de sus formas; Carmen Maura, al final de Mujeres... habla de la dureza del cutis de las primerizas y de cómo se les relaja, tras perder su virginidad. Almodóvar comenzó su carrera como un alegre suicida en medio de una bacanal infinita y ha acabado envuelto en una especie de niebla monjil y enferma por el paso del tiempo y los traumas; Freud ha vuelto pero en modo aburrido. Si uno se toma el psicoanálisis como una tragedia clínica, muere en el diván; si se entiende a Freud como un novilsta, un creador, la alegría regresa. Pero, ¿Almodóvar será capaz de soportar el peso de su filmografía?, ¿podrá dejar de ser un tabú dorado para regresar a la armonía?, y así, ¿debería regresar a su viejo laboratorio para refrescarse y conseguir un nuevo hito, un nuevo faro que le impulse o se quedará en cambio estancado en el propio charco dorado que él mismo urdió? Lo intentó con La piel que habito (2011) y lo ha intentado con Dolor y Gloria (2019), pero esta vez no ha funcionado; se puede decir con absoluta tranquilidad que Almodóvar lleva veinte años sin tocar el cielo, un firmamento que él ha tocado tres veces, lo cuál, para un artista, es más que un privilegio. Es muy difícil ser un verdadero cineasta y mucho más cuando el mundo entero te cuelga esa etiqueta, cuando los demás ya no sienten peligro ante tus ficciones, pero por eso hay que volver a la carretra del delirio y del cine y encontrar una nueva ruta donde perderse más allá, para volver con el fuego e iluminar la sala para siempre.