sábado, 19 de mayo de 2018




EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD
(1935)

Leni Riefenstahl




"...es evidente que el verdadero artista de un pueblo, es aquel que extrae su creación del imperativo de la sangre; también puede ser en sus creaciones, parecido a las obras producidas por la vitalidad de razas unidas por los vínculos del parentesco, alejándose así a las producciones artísticas resultantes de una infección ideológicamente extraña a su propio pueblo. ¿Qué significan dos o tres mil años para la Humanidad? Vienen y van los pueblos, pero subsisten las grandes ramas raciales. Quienes hablan de arte oficial, se han mostrado unánimes tan solo en sembrar  la confusión, en borrar las huellas del origen común y elevar murallas entre aquellos creados por la naturaleza, a lo largo de milenios, de un único espíritu y una sola materia... Todo el arte y seudoarte de cubistas, futuristas, dadaístas... carece de raíz racial y tampoco se asienta sobre una base popular. Hay que considerarlo, como mucho, como expresión de una ideología que se afirma a sí misma, cuyo objetivo principal parece ser la mezcolanza de todos los conceptos, de todos los pueblos y todas las razas, para su mejor negación".

(Adolph Hitler. Rühle, II, pag. 311)




Nadie diría que todo empezó en las montañas, aunque antes de nada, hubo que bailar. La joven Leni Riefenstahl fue una guapa vedette de película durante los años 20'. Narcisista e impulsiva, como la juventud misma, disfrutó los primeros años de su carrera, danzando entre bambalinas y escenarios de cartón piedra. En 1925, el productor Nicolas Kaufmann le dio un papel en El camino de la fuerza y de la belleza, donde un peculiar orgullo e idolatría estética de las formas teutonas, comenzaba a manifestarse en la ficción germana. Los cuadros del pintor Adolf Ziegler o las construcciones de los arquitectos Troost y Speer, y una serie de películas racistas (El Joven Hitleriano Quex, 1933, de Hans Steinhoff), mantenían en el confuso imaginario del pueblo alemán, la esperanza de un nuevo orgullo de su raza y su destino. Por otro lado, las leyendas nórdicas, los cuentos de E.T.A. Hoffmann y un fuerte sentimiento telúrico, dotaron a otras producciones germanas de un espíritu muy distinto. Robert Wiene, Pabst, Murnau, Stenberg o Fritz Lang, crearon, en las primeras décadas del siglo pasado, una mirada fantástica de la realidad que se oponía a las ideas políticas emergentes en el país. En ese ambiente expresionista y de alguna manera, esotérico, la joven Riefenstahl, debido a su delicada belleza, encajó a la perfección. En 1926, a las órdenes de Arnold Fanck, Leni protagoniza  una película de corte mistérico titulada La montaña sagrada. En ella, Riefenstahl se obsesiona por primera vez con los riscos y las cordilleras de la región de los Dolomitas, en los Alpes orientales,
donde da sus primeros pasos como alpinista; ¿qué tipo de relación tendrán los artistas alemanes con las montañas: Thomas Mann, Heidegger, los alpinistas de Herzog en su film de 1985, Gasherbrum - Der leuchtende Berg? Descalza y sonriente, Leni aprende con facilidad a escalar todo tipo de estructuras, desplazándose como un gato entre arduos bloques de caliza. Pronto se convertirá en una especialista en el arte de trepar naturalezas y así, acabará convirtiéndose, en la industria germana, en una de las pocas actrices que se atreven a rodar a miles de metros de altura. De hecho, en algunos de sus siguientes films como Die weiße Hölle vom Piz Palü (1929), Tempestad en el Mont-Blanc (1930) o Der weiße Rausch - Neue Wunder des Schneeschuhs (1931), estará a punto de morir en una serie de avalanchas de nieve acaecidas en medio de los rodajes.
Su pasión combinada de cine, naturaleza y fantasía (muy similar a la de cineastas posteriores como el ya citado Werner Herzog) se sintetizará en su primer trabajo tras la cámara: La luz azul (1932), un enigmático film donde una bruja, interpretada por ella misma, escala los abismos de las montañas para conseguir unas mágicas piedras azules que brillan en las noches de luna llena. La película, llena de lirismo y rigurosa fantasía, obtuvo un gran éxito entre el joven público alemán que ya conocía a la valerosa actriz por su inolvidable papel en La montaña sagrada. En aquella película, Leni realizaba un sensual y espectacular baile sobre las rocas, imagen que nunca olvidarían dos jóvenes amigos entre la multitud: Adolph Hitler y Joseph Goebbels.
Cuando estos dos megalómanos llegan al poder en 1933, su primer objetivo fue construir una imagen de su poder que perdurase en el tiempo, que emocionase a las almas. Pues no se equivoquen: toda ideología es una religión y viceversa, y el nazismo fue sin duda las dos a la vez y quiso perpetuarse como tal. Los faraones utilizaron las pirámides ¿quién las construiría?, los romanos, los arcos de triunfo ¿pasaban en realidad por debajo sus ejércitos? y el cristianismo las catedrales, ¿existieron en realidad los masones?. Hitler y Goebbels eran conscientes de la urgencia con que debían construir su propio monumento, su propio icono de la gloria, pero, ¿qué es la gloria?. 
Hasta el momento Goebbels había utilizado la prensa y la radio como eficaces medios propagandísticos, pero al llegar al poder, quiso ir más lejos. No había tiempo que perder, así que ya en 1933, eligen a la joven Leni para rodar el primer film de propaganda nazi: La victoria de la fe, alejado de las artificiosas ficciones de Gustav Ucicky, Carl Froelich o Franz Seitz, ¿alguien conoce a estos tipos hoy? ¿alguien puede ver sus películas sin vomitar? Es casi como ver cine comercial norteamericano. Mucho chantaje. Sea como fuere, poco o nada se ha podido saber del primer documental de Leni hasta hace relativamente poco tiempo, pues la cineasta nunca estuvo contenta con el resultado final, achacando la culpa a la falta de medios y a la primitiva organización que aún gobernaba los primeros años del nazismo. En esa primera película, Leni se da cuenta de que los alemanes se enamoran por naturaleza del primero que sea capaz de moldearlos. Concluye que sus compatriotas son pura arcilla, un pueblo profundamente idólatra y entregado a un nuevo destino. El vacío, la frustración, los complejos... el idealismo, la soberbia, el romanticismo mal digerido... Goethe el exagerado, Hegel el mentiroso... todo al final hace efecto y si no, díganme ¿qué se incuba en la película de Haneke, La cinta blanca (2009)?
Por otra parte, Leni empieza a tener problemas con Goebbels, quien parece estar enamorado perdidamente de ella y quien la acosa en repetidas ocasiones. Según Leni, nunca ocurrió nada entre ellos dos pues Goebbels le daba asco. Por otro lado, el trato con Hitler es de una comprensión absoluta. Durante su juventud, el líder nazi intentó ingresar en la Academia de bellas Artes de Viena, pero fue rechazado. A pesar del fracaso, Hitler aprendió a pintar y estuvo un tiempo vendiendo postales que él mismo realizaba. Estas experiencias de juventud, explican el respeto del dictador por los artistas y el poder del arte. Hitler confía en que Leni filme una película que sea una obra maestra, una victoria de Samotracia con brazos que puedan envolver toda Alemania. Pero ella, aún en 1934 y tras el primer rodaje, no ve claro el film, pues ciertos miembros del partido pugnaban por el control del mismo, y la realidad que Leni encuentra es aún algo confusa, algo amateur. Al año siguiente, la cosa cambia: Hitler, obsesionado con el talento de Leni (aunque parece que nunca nadie podrá explicar las verdaderas razones que llevaron a Hitler a contratarla), vuelve a encargarle una nueva película, un film artístico, no informativo ni propagandístico. Es curioso pensar qué tipo de deforme sensibilidad recorría el interior de ese alucinado dictador del que Leni afirmaba que, con seguridad, sufría de brotes esquizoides. Sólo un alucinado, un místico o un predicador podría desviar el designio de Alemania hacia horizontes tan fanáticos y delirantes como él hizo. Muchos son los que hoy se han dado cuenta de que en realidad, Hitler no sólo quiso ser el nuevo gran emperador del mundo, sino que se enfrentó al sistema establecido (el capitalista) con idea de darle la vuelta para siempre y cambiar así la historia. En 1935, Riefenstahl intenta de nuevo filmar su visión del nazismo y esta vez sí encuentra lo que busca: a Hitler, transformado en ídolo, en dios, en nación, en mensaje, en profeta, en victoria... (una mezcla entre Moisés y Freud inventando un YO trascendente), a los miembros principales de su partido convertidos en un reparto de Hollywood, desplegados a su alrededor como si fuesen una panda de psicópatas recién salidos del manicomio y finalmente, una coreografía militar inimaginable, infinita y estrecha como una serpiente fantasmal y perfecta, la cuál recorre Nuremberg transformándose en masa, o lo que es lo mismo, en un objeto puro. Leni Riefenstahl filma esa masa, una masa que se mueve al unísono de las palabras de Hitler, una masa que ya es el rehén del dictador, que sufre el chantaje de lo falso, de una simulación que pasa por realidad. Cuando el sujeto se transforma en masa, su voluntad se anula y esta se hace maleable y entusiasta. Hitler devolvió el orgullo a los alemanes y por eso los alemanes lucharon por él, o lo que es lo mismo, Hitler inoculó una idea falsa que se fue haciendo realidad poco a poco, hasta transformarse en un hecho irracional. Por eso podemos afirmar que  Hitler tuvo la virtud de actuar como un verdadero artista, pues consiguió transfigurar las ideas y las emociones en acciones y votos. Como un viejo dios asirio (¿Baal?), supo brillar en medio del desierto germano para despertar un sueño imperial en su país. Dice Jean Baudrillard que "la sin razón vence en todos los sentidos: ahí está el principio del mal". Los discursos del líder nazi filmados por Riefenstahl, muestran ese principio irracional que infecta la mente del público, aunque según la cineasta, ella nunca quiso lanzar ningún mensaje con esas imágenes, sino sólo mostrar al hombre con sus miserias y sus dones. Pero el mal estaba implícito, aunque Spinoza diga que tal cosa sólo es un invención humana y vulgar. El sudor de su frente, sus tics, sus extravagantes gestos, su personalidad ciclotímica... Ella sostiene que en la película sólo existen dos elementos: Hitler y la gente, y que su objetivo fue encontrar una sensibilidad entre esas dos imágenes, entre esas dos realidades.
Después de cinco meses de montaje, a finales de 1935 se estrenó El triunfo de la voluntad en toda Alemania, dejando anonadados a todos en el panorama del cine mundial. La cineasta había conseguido construir una contundente película sin narración explícita, sólo basándose en el ritmo y movimiento de las imágenes: planos aéreos, travellings sobre coches, carros, banderas, estandartes, torres, edificios, tomas entre, sobre, bajo y encima de la multitud. A veces no se comenta que el film fue premiado en grandes festivales de su tiempo, y considerado como obra artística canónica por grandes cineastas, de hecho Rossellini y De Sica confesaron, años después, que tomaron de Riefenstahl sus bases para construir el futuro y prestigioso movimiento neorrealista: ¿qué es El triunfo de la voluntad, sino el gen de una nueva realidad?.
Dice también Baudrillard, hablando de la mentira, que lo más falso de lo falso es el simulacro y la ilusión. Riefenstahl filmó un material tan excepcional -no por su maniera, sino por la potencia innata del hecho que observaba tras la cámara- que pudo hacer su sueño realidad: transformar a un tipo como Hitler en una auténtica vedette del espectáculo. De alguna manera es como si, en el film, Hitler estuviese tratado como Marilin Monroe. Los carteles luminosos donde puede leerse HIEL HITLER, parecen los neones de cualquier cine de Manhattan. Los desfiles parecen cabalgatas de reyes magos y las caras sonrientes y asombradas del pueblo, transmiten inquietud y curiosidad al mismo tiempo, mascullando una pregunta: ¿quién es mi líder? ¿a qué se parece? ¿qué quiere de nosotros? Campamentos juveniles, enormes hornos industriales, trenes, juegos y buen ambiente; todo ya se prefiguraba, aunque de una manera naif. Una sociedad sana y repeinada desfila ante las lentes de la cineasta berlinesa, que goza intensamente de la experiencia, desplegando su propio ejercito de filmadores por todo Nuremberg. En medio de todo ello, la obscenidad del rostro de Hitler llega a la pornografía porque ¿qué es en realidad la pornografía sino un mundo de fantasmas que hace supérfluas las verdades más intensas de la vida?. Hitler se inventa todo lo que dice, sus discursos son dignos de artistas dadá, por eso él los rechaza. En sus palabras hay más patafísica que dogma, más surrealismo que política. La impureza que imprime Riefenstahl al rodaje, aportó una frescura desenfocada que aún hoy se siente como una de sus mayores virtudes. Su valiente actitud ante la complejidad de lo real, le hace llegar a un nivel de composición y hallazgo que sienta las bases de, por ejemplo, la fotografía callejera de mitad de siglo XX, realizada por virtuosos como Cartier Bresson, Robert Frank, William Klein o la mismísima Vivian Maier. 
El sudor en la frente de los predicadores nazis, las palas y tambores de las juventudes, las trompetas, las vengalas, las águilas de chapa que inundan las calles... el circo es un espectáculo sin igual y Nuremberg se transformó en un circo muy peculiar. La representación y la realidad se confunden en las calles. El asombro y la fe se diluyen en las miradas de una sola mirada. Viendo la película, dudamos si lo que vemos es a través del ojo de Hitler o del de su adorada cineasta. El chantaje social comienza a olerse de lejos. Los enormes y largos batallones parecen bosques infinitos y estrechos, compactos, casi monstruosos. Aunque para el espectador actual, el verdadero monstruo es Hitler, la vedette más luminosa del horror; los deliberados cortes en sus discursos nos indican una censura o manipulación por parte de la cineasta o del partido, ¿está Riefenstahl cumpliendo órdenes o esculpiendo su propio personaje? ¿le importan más los movimientos o los mensajes que se cuelan como el agua entre las imágenes? ¿cómo hubiera sido este documental si no lo hubiera hecho Leni? ¿hubiera podido existir o nos enfrentamos a una realidad tan poderosa que difícilmente podría haber pervivido de otra manera? ¿es posible filmar una realidad como el fascismo? ¿es una realidad filmable? 
Los planos cortos del dictador muestran unos ojos sin pestañeo, inyectados en puro éxtasis, lanzando cañonazos de confesión con la mirada, conjugados con movimientos epilécticos, ¿era Hitler bipolar? ¿era Hitler un actor inconmensurable? ¿se mostraba como era en realidad? Según la cineasta, Hitler era, al menos, dos personas totalmente opuestas. Una pública y una privada. La conocida era exacerbada y pasional, la íntima, sensible y generosa. Entonces ¿quién gobernaba el partido nazi, un loco o un farsante? y más aún, ¿qué era en realidad el nazismo: una estratagema, un complot, una secta o simplemente un grupo de exaltados a los que les salieron las cuentas de chiripa? 
Los gestos de Hitler dominan a las palabras y tensan las imágenes de una manera irrepetible; Hitler se manifiesta como un clown superior, un especialista en dejar que el cuerpo transmita lo subliminal y la mente haga el resto. Sus discursos son conjuros, rituales primitivos, prácticas vudú. Mientras, desde las ventanas, las viejas mujeres miran las montañas y ciertos soldados detienen su atención en la cámara de Riefenstahl, apartándose unos segundos de la ilusión por la que caminan, como volviendo a la vida, intentando detener su pensamiento por un instante para dárselo al espectador. Por un momento, alguno de los soldados parece querer hacernos un gesto, ofrecernos un guiño de complicidad, advirtiendo la broma, el simulacro, el futuro que se avecina. La sensación es de seminconsciencia, de hipnosis colectiva. Otros desfilan distraídos, sus piernas avanzan como un mecanismo perfecto, su rectitud sorprende al mismo furher; sólo piensan en volver al campamento y ser lanzados al aire en volandas. El paraíso ya está organizado y muchos se mienten pensando que su destino es habitarlo.  Por momentos, da la impresión de que Hitler no se cree lo que ocurre, lo que ve, como si estuviera viviendo un sueño, un sueño que se está filmando y que perdurará como un fantasma a lo largo de la historia. Hitler, entre otras cosas, quería apoderarse de la historia y comenzarla de nuevo, para glorificarse, para no volver a sentirse un fracasado ¿fue el III Reich una terapia para Adolph Hitler, algún tipo de psicoanálisis necesario después de haber sido un marginal encarcelado y un incomprendido lleno de frustraciones? ¿tendrá algo que ver que su padre fuese aduanero? Quién sabe. 
A los muchachos de las SS, el brazo derecho les duele de forma insoportable de tanto levantarlo y empiezan a sufrir pequeños ataques epilépticos debido a la paranoia, mientras la familia de Hitler (su madre, su mujer y su hijo), apoyada en el marco de una ventana, contempla en qué se ha convertido el delirio de éste y los saluda al pasar, ¿qué pensaban sus congéneres? ¿estarían en desacuerdo con las decisiones políticas del cabeza de familia? ¿se sintieron quizás huérfanos al ser sustituidos por Hitler, al transformarse él en el Estado y por tanto, en el padre de una nueva familia: Alemania? Si Alemania era un país ¿qué eran ellos en realidad? Si Hitler mentía a Alemania ¿también les mentía a ellos? ¿algún día les contaría la verdad? 
Hago estas preguntas pues las imágenes de Riefenstahl son infinitamente ambiguas y sugerentes. Aunque unos mantengan que ella fue claramente una colaboracionista y otros digan lo contrario, si se observa la película con detenimiento y sensibilidad, se notarán una serie de anomalías y singularidades que nunca aparecerían en una película de propaganda al uso. Empezando por el hecho de que no hay narración (voz en off), o sea, no hay un discurso explícito, y siguiendo por la cantidad de anécdotas visuales que hacen de Riefenstahl una pionera del cinema verité, el free cinema y todos los cines de vanguardia a partir de los 60', se podría dar el beneficio de la duda a una mujer que, tal vez, jugó a dos bandas con el único objetivo de filmar algo irrepetible, eliminando la obscenidad y lo falso, dejando en el metraje sólo al personaje y no a la persona, al pueblo y no a la masa, al rostro y no al estereotipo. Tal vez la temeridad de Leni Riefenstahl rebasó los límites para mostrar la fuerza del cine, ese lugar donde la verdad y la mentira se conjuran para inventar nuevos significados o simplemente, mostrar pequeñas imágenes exclusivas y fantásticas, imposibles de poder ser vistas de otra manera. En el film, la party es Hitler, Alemania es Hitler, la victoria es Hitler. El show es Hitler, el film es devorado por él, pero no por completo. Existe un secreto en esta película, un secreto sólo revelado en sus imágenes: por primera vez la historia no es real, sino que es reconstruida en la luz. Tal vez Leni venció de otra manera, una manera que quizá sólo ella pudo gozar, pero la historia le hizo pagar el precio de robar el fuego a los dioses, por acercarse demasiado a lo real, por tocar sin permiso el éxtasis de lo vivo y por filmar el mal que, en realidad, no existe ni existirá, solo es -como siempre ha sido- en nuestra imaginación.











miércoles, 16 de mayo de 2018




EL PEQUEÑO QUINQUÍN
(2015)

Bruno Dumont

  


Finalmente no hay mal, hay ser
G. D.



Apuntaba Carlos Losilla en uno de sus textos capitales: "[...] ahora se ve más allá del cine y de su relato, más allá del melodrama y de su ausencia, se observa la materia minuciosamente, lo cuál lleva a encontrar formas monstruosas". La cuestión no es irrelevante, de hecho es angustiosa: el acto de ver se convierte, en medio de la modernidad, en un largo viaje hacia el horror. Hoy, ciertos cineastas han decidido usar el cinematógrafo a modo de telescopio invertido, con la finalidad de acercarse al átomo de los rostros, al abismo del mal. Lo que en apariencia es simple materia organizada en formas mansas y familiares, se convierte -ante la insistencia de ahondar en ese fetiche humano denominado "maldad"- en presencias inimaginables y terroríficas, obcecadas en una mirada desafiante y burlona ante el asombro de un público indefenso. Tal vez la aventura de la visión estaba condenada, de antemano, a encallarse en este universo coralino y mortal del que en un futuro, habrá que ingeniárselas para zafarse y volver a navegar; quizás es uno de los sinos del arte de observar.
Cuando Bruno Dumont estrena un nuevo trabajo, el ágil espectador se ve tentado a hincarle el diente -casi como si fuera una tentación carnal- esperando toparse con aquello bautizado como lo real. Las películas de Dumont habitan un extraño mundo del mal, un infierno telúrico lleno de criaturas caprichosas y deseantes, desesperadas por el aburrimiento y el vacío. Películas como La vida de Jesus (1997), ya advertían esa original brecha que atravesaba la voluntad del cineasta francés, influido en gran medida por su admiración a la obra de Robert Bresson. Dumont imita en su cine la tendencia a  la rigurosidad de la puesta en escena que ha acabado configurado su estilo y sus temas. Las obsesiones del autor de Pickpocket (1959), encuentran un hábitat perfecto en los films de Dumont, de hecho funcionan como un continuum de la obra de su maestro. Ambos instalan su obra en eso que se ha venido llamando la ficción materialista, en la cuál el ojo de la cámara transita por las superficie de los átomos de las piedras y los rostros, esperando pillar desprevenida a la realidad. Dicha hazaña, no es empresa baladí, ni mucho menos. Abordar la realidad para desentrañar sus tesoros es más que ardua tarea y por supuesto, complejo objetivo de altas miras. Todo cineasta sabe que no hay fórmula aplicable para cazar un gramo de revelación. La cosa aparece sin más esculpiendo el tiempo, encajonándolo en el microscopio del cine, montándolo de mil y una maneras, hasta que sin saber muy bien la razón, la vida se manifiesta y se convierte en arte.
En 1999, Dumont lo consiguió en su más logrado -e insuperable- film: La humanidad, esa película que camina entre el pensamiento y la poesía de forma bestial y dulce al mismo tiempo, configura sin querer, la síntesis de la idea de Dumont sobre el cine o lo que es lo mismo, sobre el lado oscuro de la existencia. El cine de Dumont es una gran alegoría sobre el estado de las cuestiones humanas, una especie de Divina Comedia del siglo XXI, que avanza por las esferas metafísicas de la carne. No es gratuito que La humanidad se estrenase a las puertas de una centuria en la que el individuo carece de referentes y sentido alguno y que, por otra parte, clausurara otro siglo lleno de mentiras y terror. El mundo ha sido vaciado de sensibilidad y civilización y ahora deambula sin ton ni son, como un zombi, entreteniéndose en atrocidades varias, obnubilado con la violencia y el pánico. El cine de Dumont parece convencernos de que la existencia de hoy posee un signo netamente demoníaco, haciendo cada vez más verosímil ficciones como Night of the Demon (1957) de Jacques Torneur, donde el hombre se ve perseguido por sus propios demonios, abocándolo a un pavor y angustia incurables.
Así, aunque pueda parecer una paradoja, Dumont refunda una especie de cine medievalista, afrontado en épocas pasadas por Dreyer o Bresson -incluso Bergman-, aportando un toque contemporáneo y codificado para embaucar a los ojos efectistas del público actual. Su cine es en sí mismo una tentación que busca milagros entre la podredumbre. Las más bajas pasiones humanas se pasean de manera irresponsable por sus imágenes, provocando una serie de sensaciones contradictorias, hurgando con insistencia en la duda humana y las trampas de la fe. Películas como Hadewijch (2009) o Jeannette. La infancia de Juana de Arco (2017), circundan dilemas religiosos y por tanto espirituales, desde el ojo oscuro del diablo. Por momentos su cine parece poseído por una extraña fuerza, arrastránndolo hacia una serie de lugares donde habita ese ser que quiere jugar con los vivos por puro y simple placer; alguien nos imagina sin poder evitarlo. En sus films, Dumont plantea misterios que nunca se resuelven, vulgaridades que nunca se olvidan, destellos que nos ciegan los ojos para abrirnos la mente. Además de medievalista, su cine es una especie de práctica zen que enseña las virtudes de la iluminación a partir de las oscuridad. Y esa noche desgasta a los hombres, pues los misterios no están hechos de materia humana; él mismo ha tenido que claudicar y desde 2013, ha tomado una deriva distinta, tal vez por pura supervivencia, tal vez por un poder oculto. El mal quema a cualquiera y no se puede estar cerca de él mucho tiempo, pues representa una ficción que puede tomarse como verdadera, cuando es solo una idea. Una idea más, como las otras: el bien, el mal, el zoroastrismo, el budismo, el cristianismo... sólo son formas ineficaces de ordenar el caos o las energías que someten al mundo, que juegan con las almas. Asi como la moral es una compleja leyenda que los hombres se han creído para justificar sus acciones.

Los filmes Camille Claudel 1915 (2013) y La alta sociedad (2016) muestran la fórmula evasiva que ha elegido el cineasta francés para apartarse de ese mundo cruel que había creado y que estaba a punto de destruirle. Si antes su cine era un universo de libertad donde el mal andaba suelto y sin dueño, ahora Dumont se ha encerrado en un pequeño teatro de marionetas -a lo Jean Renoir- y ha histrionizando a todos sus personajes, frivolizando y empobreciendo, en consecuencia, a todos los habitantes de su mente, abandonando lo real y en definitiva, la emocionante aventura. Tras su magnífica Hors Satan (2011) -trasunto afín a un limbo o purgatorio pavoroso-, se ha entregado a un paraíso de marionetas artificiosas dirigidas por hilos invisibles que no dejan moverse con naturalidad a las almas que habitan sus fotogramas. Da la impresión, al ver sus últimas producciones, que Dumont sufre de una parálisis o una maligna posesión -que ha pasado de su cine a su cuerpo- y  que le está obligando a mostrarse como un ser ridículo y banal, un ser que ha pasado de usar el cine como un telescopio existencial a emplearlo como un mero artefacto de distensión.
En medio de dicha crisis, Dumont estrenó en 2014, una curiosa miniserie -en realidad una película larga- que parece ser un intento de síntesis de toda su estética; una especie de posibilidad de retorno al origen, como si se pudiese hacer papiroflexia con el siglo XXI y doblar una esquina del tiempo para volver a 1999. El título de la miniserie es El pequeño Quinquín, una historia minimalista sobre una serie de asesinatos investigados por el extraño comisario Van der Weyden, en las inmediaciones de un pueblo perdido en algún lugar de la Normandía francesa. Un grupo de niños, seguirá secretamente los pasos del comisario y serán testigos de pequeños oasis de horror en medio de la nada. Poco a poco, esta obra de corte paisajista y humorístico, plantea una serie de itinerarios a través de campos impolutos y verdes que irán transformando el gesto de los personajes, consiguiendo, en definitiva, desenmascarar a las metáforas andantes y revelarnos ciertas miradas que recuerdan los mejores momentos del cine de Dumont. A pesar de la innecesaria teatralidad de ciertos personajes, el film avanza con eficacia y muestra cómo la indiferencia de la naturaleza condena las cuitas humanas a la ridiculez. La figura del hombre en medio del paisaje es una broma de mal gusto en comparación con la belleza del horizonte o el misterio del viento. En El pequeño Quinquin, los chistes no funcionan y el espasmódico comisario no acaba de fraguar en la emoción del espectador. La historia,  no tiene la menor importancia y de hecho se presenta al espectador como una simple anécdota.  ¿Para qué entonces? 
La única respuesta posible parece centrarse en un alucinante personaje llamado Quinquin, un niño digno de un cuadro de George Grosz, de alarmante parecido a Aleksandr Kaydanovskiy, o lo que es lo mismo, al inquietante Stalker que Tarkovski creó en su homónima y brillante película. De hecho, invito a cualquiera a analizar la primera secuencia de la serie, donde el curioso niño lleva en la parte trasera de su bici, a una silenciosa niña; la escena es un claro homenaje a la última secuencia de la metafísica película del artista ruso. 
La geometría a la que somete Dumont a su ficción está basada, en este caso, en una serie de referencias culturales algo anecdóticas, pero que sirven de extrañamiento general, dentro de un ambiente rural donde todo se sume en el silencio y la animalidad. El hombre, parece decirnos Dumont, es un animal más, un tonto que rumia en una esquina mientras alguien se ríe de él. Así, El pequeño Quinquin funciona como una especie de Vértigo hitchconiano, como una persecución infantil, casi naif, donde las tornas se han cambiado: el mundo adulto es una absurda farsa de vodevil y la infancia, un mundo maduro donde el amor es el único alivio. Dumont se entretiene en esta película, jugando con sus nuevas marionetas, regalando secuencias hilarantes (es inolvidable la escena del teniente Carpentier -ayudante del comisario- conduciendo un coche a dos ruedas) y fundando intrigas tangenciales que una y otra vez desembocan en el rostro del niño, el paisaje humano de Quinquin, el cual, va generando un aura a su alrededor que absorberá la luz del film hasta concentrarla en sus ojos con un poder de atracción poco usual. Lo real se hace vivo en este personaje que es más que un personaje; es toda una película. Al igual que el inolvidable inspector de policía Pharaon de Winter de La humanidad, Quinquin seduce por sorpresa a un público desconcertado por la confusión y desconcierto del comisario Van der Weyden. Esta irregularidad fortuita, tal vez sea el motivo del casual acierto de Dumont al arriesgarse a filmar de una forma tan desequilibrada, usando varios tonos y varias tonalidades, en principio contradictorias; de hecho, al final, todo se convierte en un tremendo no sense
La cuestión última es definir quién es Quinquin y qué hace en la película. El enigma de los asesinatos pasa a un segundo plano frente a su presencia y por un momento, el espectador siente haber caído en una trampa que ni siquiera el propio Dumont habría calculado. Al final, cuando todo el pescado está vendido y parte del público ha tirado la toalla, Quinquin nos mira desde ese teatro de marionetas que ha montado Dumont, transmitiendo con la mirada un turbador mensaje, casi indescifrable para la mente humana. En un momento todo desaparece y una sensación de pánico recorre nuestra piel cuando, en realidad, nos damos cuenta que quizás el extraño Quinquin no sólo sea un niño, sino otra cosa más enigmática aún; tal vez un demonio, tal vez un dios enfermo que nos imagina sin razón y que no conoce la noción humana del mal.