sábado, 9 de diciembre de 2023



 
 
Una historia del cine hasta el año 2000

Basado un libro de Geoffrey Macnab
 
 

 
Un inglés siempre comienza haciendo promoción de su país. El señor Macnab, cuando empieza a contar su historia de la gran pantalla, comienza con Muybridge, el inventor de la secuenciación y las carreras de caballos. Estamos a finales del siglo XIX, la fatídica época en la que el mundo industrial se abrió paso a través de lo humano. Se acabó lo humano. Luego, para ridiculizar lo francés, Macnab disfruta de una imagen de los hermanos Lumière haciendo ganchillo. Bueno, podría haber sido peor, de hecho, nadie puede negar que el mundo de la costura tuvo en aquellos días mucho que ver con la invención del cinematógrafo. De Inglaterra y Francia pasamos a EEUU, al asalto de los trenes y al ídolo empedernido de Griffith con sus fábulas sobre el fanatismo xenófobo de su país, para pasar al avaro de Edison y su estudio negro con forma de locomotora. Un reflejo de la estrella Florence Lawrence nos lleva a una postal de Mary Pickford y a una foto fundacional de la United Artist, aquella que Chimino arruinó en los 70'. Luego Joan Crawford, sellando la postura que Bardot imitará para Godard en los 60', se alinea con Capra recogiendo un Oscar; de mayor dejó el cine para perseguir extraterrestres. Viaje a los años veinte para ver a Stroheim de joven haciéndose pasar por el Duque de Baviera, rapado como un tapajoe. Del estilismo, Macnab nos sorprende al pasar a la película La Roca, éxtasis del cine noventero, untado a su vez por una estampa de Marlon Brando en Superman, con apariencia de farmaceútico jubilado. Para hablar de los años 40', inserta una imagen de Le chant de Bernadette en plan Bresson pureta, junto al rostro de la Garbo en versión orgásmica; nunca entenderé su dificultad en la transición al sonoro. Había algo más. En el estrado está sentada con chistera la Dietrich antes de parecer un monstruo alienígena. Valentino y Ginger Rogers cerrarían su idea sobre la época salvaje de Hollywood. Retrocedemos a 1902 con Mèlies hasta llegar a la Metrópolis de Lang, sólo para subir hasta la ridícula maqueta de King Kong y divisar la horrorosa tortuga gigante de Harryhausen. 
Del espacio de George Pal de los 50' vamos hasta el de Kubrick de los 60' hasta toparnos con los terribles 70' y sus Encuentros en la tercera fase -¿por qué no cuarta?- y la milagrosa Alien, de la que Ridley Scott sigue viviendo como auteur. Regresamos a 1922 con Nosferatu saliendo de la bodega de un barco donde el terrible vampiro tiene posado un ratón en su brazo. Murnau pudo haber sido el pre-Ridley Scott de los cuarenta, pero se la pegó y nunca sabremos qué tal se le hubiera dado el sonoro. Pasando de puntillas por Caligari, bajamos hasta M de Lang, la gran obra maestra de las primeras décadas del cine, hasta desmayarnos de aburrimiento a los pies de Bela Lugosi y Boris Karloff. Cat People de Tourneur es enfrentada a El exorcista de Friedkin y a la sanguinaria Toby Hooper. Avanzamos a 1925 y el carrito del Acorazado Potemkin se va al traste mientras Einsenstein no pasa de ser la gran promesa que tampoco pudimos ver relucir. James Stewart y Kim Novak vigilan a Ivan el Terrible para que no se mueva hasta que aparezca 1927 y la época del sonoro.
Al Jolson es una vergüenza absoluta al igual que DeMille o la Garbo tomando chupitos de agua. Hitchcock viaja en un vagón haciendo cameos mientras que los musicales y las chaplinadas se despliegan. Un año después, Buñuel corta la luna en dos y todo cambia o lo promete. Maya Deren se apoya en el cristal y Jean Vigo funda el cine documental. Ruttman y Vertov filman mejor que nadie y Michael Powell inventa el clasicismo. En 1930 se jode todo en EEUU con el código Hayss y las ninfas desnudas dejan de flotar en el agua. Comienza la mafia dura. Hedy Lamarr se pierde desnuda en el bosque, al igual que María Sneider y Sylvia Kristel. Las violaciones de Peckinpah, las torturas de Kubrick y las perversiones de Cronenberg dan paso a 1937 y a los bailes de Fred Astaire y Gene Kelly. John Travolta y Paul Mercurio junto a Jim Carrey y Patrick Swayze, esquematizan lo musical del séptimo arte. Un buen salto hasta 1970 nos llevará a Star Wars y una reminiscencia de Psicosis filtrada a través del Halloween de Carpenter, ese eterno cuasiautor que nunca fue. Transpointing y The Blair Wichtproject nos devuelven a 1939, a la Diligencia de John Ford; uno de los únicos clásicos que se salvan de la montonera yanki. El mundo del wenstern como la gran máscara tergiversadora del origen legítimo de lo norteamericano, la Iliada de Lincon, llega al rostro de Eastwood interpretando personajes de Leone. El señor Macnab no se corta y vuelve a 1946 donde el cine negro lo cubre todo. James Dean se mezcla con Bogart para enseñar a Elvis y a Paul Newman a disparar. En 1959, Chaplin ya está muy cansado y por eso Cary Grant corre como un poseso para evitar que le pille un avión. Regreso a 1940, a Lubitsch, Cooper y la Stanwyck, aunque Claudette Colbert es la que marca la senda. Se establece una relación entre Henri Fonda y Kevin Spacey que acaba enviándonos a 1953 donde un Cagney de los 30' golpea a una mujer durante el desayuno y Billy Wilder empieza a hacer de las suyas. Sin venir a cuento, el Al Pacino de Scarface acribilla a balazos a una mujer observada por Tom Neal. Robert Mitchum se pone la gabardina bien colocado de maría e imagina el Napoleón de Gance y al misterioso Vincent Price untado de cera. Pero pronto aparece Russel Crowe de gladiador y el volcán de Stromboli estalla; todo se va a la mierda. Todo el neorrealismo se abre paso hasta el Pixote de 1981, donde Babenco destruyó parte de la última realidad. El principio es oro. Max von Sydow juega al ajedrez con la muerte mientras Bergman dignifica el cine para que Woody Allen lo plagie. En 1960, Godard filma el fin de la cosa; después todo será una repetición, una deriva. Por eso Paris, Texas, por eso Easy Ryder. En los 50', Kurosawa saca a sus samuráis para que Kitano los copie sin gracia alguna en los 90'. Allen y Kitano son los grandes imitadores junto a Tarantino del cine-estilo, hasta que Al Pacino e Indiana Jones convierten todo en un asunto terrible. Nauseabundo. La bola cae, todo se destruye y tiene que venir un puñado de daneses perversos in extremis, a resucitar el séptimo arte, volviendo a la tragedia de las familias y las carreras de idiotas. Todo lo demás en adelante sólo será pornografía, violencia gratuita e información.
Vale.



martes, 21 de noviembre de 2023




El asesino
(2023) 
 
David Fincher 
 




Puede ser que el señor Fincher se halla hecho mayor de repente y que sin querer, desde el 2010, cuente cosas poco interesantes. Tras La red Social, sólo cautivó con algunos capítulos de Mindhunter, serie que convenció al público -aunque sólo parcialmente- de que el mejor Fincher aún no había desaparecido, pero tras la decepción de Mank (2020), nada ha saciado el hambre del espectador que un día creyó encontrar, en medio del lodo de los 90', un cineasta nuevo, una mirada estimulante. Su último intento, El asesino, es una película llena de homenajes, sobre todo dedicados a Hitchcock: el cinéfilo sensible habrá identificado rápidamente la enorme sombra de La ventana indiscreta (1954) por un lado, y la de Vértigo (1958) por otro. Vigilancias y persecuciones silenciosas llevan también a Fincher a guiñar un ojo a The Jackal (1997) y a su protagonista, Bruce Willis. Así, se trata de un mejunje entre lo clásico y lo pop, basado en un cómic francés, lo cuál le otorga un halo de ilustración, de inverosimilitud  de viñeta. No es una sorpresa que hoy la cultura de los tebeos haya asaltado Hollywood, asentando maneras de ver y de narrar en gran medida, discutibles. Tal vez por eso, El asesino es un film contado en voz en off, como si fuera una película de Bogart, introduciendo cadencias temporales dilatadas y ausencias de palabras, por momentos, muy interesantes.


Fincher se hace viejo porque ha perdido la tensión, a pesar de refugiarse en su particular mundo de asesinos y chalados, territorio familiar para sus sentidos más finos. La elección de Fassbender para interpretar al protagonista es quizá la única guinda de un pastel que se desmorona, sobre todo en la segunda parte. La cosa es que la película, fiel o no al cómic, carece de toda profundidad e intención compleja, aislando al protagonista en una trama previsible, sin una sola fascinación. Es cierto que hay una especie de tratamiento oriental en los gestos y las acciones, en las secuencias y en las ejecuciones que la hace digna de ser más grande, más poderosa, pero la verdad, sus enormes carencias la hacen ineficaz. El problema de Fincher es que se ha convertido en un esteta conformista, olvidando la densidad de Seven (1995), de The Game (1997) o de El club de la lucha (1999), artefactos de ingeniería narrativa de altos vuelos. No es la primera vez que Fincher fracasa: La habitación del pánico (2002) fue muy floja, Millennium (2011) fue terrible y Gone Girl (2014) para qué hablar.
Su única obra maestra es Zodiac (2007), una pieza brillante, enérgica  e irrepetible.
Como contraste, El asesino transmite una existencia aburrida, tediosa, depresiva. A pesar de contener muchos de los males de la actualidad, no se justifica que una ficción los adopte como características esenciales de su propia naturaleza, realizando el efecto espejo. Por otro lado, Fassbender repite su curioso papel de Shame (2011), eso sí, en versión mercenario en vez de ninfómano obsesivo. La cosa es que el hecho de matar se convierte en una nimiedad ante los ojos de un personaje sin alma que parece habitar el mundo de una manera fantasmal. La deriva de la película, más cercana a esas cintas de venganza y orgullo de trasfondo simplista de las tres de la tarde, acaba ahogando la ficción por superficial, por puro pastiche.


Fincher se ha entregado a la peor de las torturas: hacer cine sin ganas, sin ideas, sin ilusión. Sin gusto.  Son éstas simples conclusiones parabólicas, sacadas de sus imágenes, de su intención como creador, de la mirada de su propio personaje; me sean disculpadas por falta de rigor si no son ciertas. 
¿Cuánto de Fincher hay en el personaje de Fassbender y viceversa? Cuando un artista cita u homenajea sin verdaderos motivos, cuando mata sin sentido,cuando ama por costumbre y vive por inercia, el vacío se hace más grande, la pobreza aumenta y el desastre se hace inevitable. Se hace evidente que perviven destellos de talento y maneras del buen oficio, pero hoy, donde la ficción exige distinciones excelsas para separarse de la abundante morralla que asola el mundo del espectáculo, y en concreto el de las pantallas, El asesino no ofrece argumentos para no ser olvidada.
Candle in the wind...


jueves, 2 de noviembre de 2023



 
Principios de Septiembre, finales de Octubre

¿Qué ocurre con la realidad? 
 
 
 
Si uno intenta darle una nueva oportunidad al Blade Runner de Ridley Scott, o sea, al cine fantástico-comercial de los años 80', descubre en su desconsuelo que nada ha cambiado, o sea, que Harrison Ford sigue estando fuera de lugar, lost in traslation y que el megalónamo artificio del futurismo más torpe huele a caspa, huele a vacío. Mucha parafernalia, poca sustancia; será eso que define Fredic Jameson como transcendencia vacía. Ridley Scott ya es en los ochenta un artista postmoderno, o sea, un esteta de la apariencia y el pastiche. Todo lo demás es leyenda y música de Evángelos Odysséas Papathanassíou, o sea, Vangelis. Esta Vieja Superficialidad plasmada en la escritura o la trama del mismo Phillip K. Dick, demuestra que sin una forma eficaz y un contenido real, cualquier idea se desploma y no soporta la criba del tiempo; queda como algo artificial. El cartón piedra tiene el don de un primer efectismo que rápidamente se va desvaneciendo. No se consigue la ilusión completa. El cine es pura prestidigitación, no una simple mascarada o castillo de naipes. Se necesita sustancia. Por eso, hoy nadie mínimamente sensible puede leer los relatos del señor Kindred Dick ni ver las películas del sobrevalorado Scott sin sumirse en una sensación decepcionante, de gran pobreza; una escasez de intensidad tal, de miseria expandida y de agotamiento absoluto en sus propuestas, que hacen desmayarse a dos mitos postmodernos de estética apocalíptica. Y es que esto del fin del mundo ya va oliendo a chamusquina y el mercado de la pantalla ha llegado a tal abundancia de títulos versados en el temita que la ponzoña ya se ha hecho excesiva, ineficaz, indigesta. Una montaña de estiércol. Ya nadie se lo traga. Los críticos postmodernos han realzado miles de películas que deberían haberse sumido en el más profundo infierno desde su mismo estreno: por ejemplo, Adrian Martin, quien suele ser un escritor agudo y un cinéfilo de altura, publicó un morboso artículo sobre una revisión de Showgirls, reevaluando sus precariedades y ensalzando a Paul Verhoeven como un verdadero auteur. Vamos, que tuvo una revelación durante unas vacaciones aburridas en no sé donde y apoltronado en una habitación de hotel, vio esta película en el televisor doméstico y flipó, ¿tiene algo que ver la cinefilia con la circunstancia, la percepción con los años, el relativismo con el conocimiento? Al final la circunstancia no es un momento de la vida azaroso, sino un estado de las cosas llamado Capitalismo o Tardocapitalismo o como diantres le haya querido bautizar el último teórico de turno. El capitalismo obliga al sedentarismo, a la comodidad, al conformismo, al vacío afuncional. Así, por arte de magia, el entretenimiento se puede convertir en cierto punto, en aburrimiento sublime (lean a Josefa Ros Velasco, La enfermedad del aburrimiento), o sea, en cine del malo convertido en interesante, ya sea por falta de referencia o por puro tedio. El relativismo se fundó a partir de la idea de que todo podía tener valor, cualquier cosa, cualquier fenómeno, si se analizaba lo suficiente y se teorizaba sobre su categoría. De ahí que Derridá y sus ejércitos de intérpretes y lúcidos teóricos hayan copado la mente del mundo con sus infinitas posibilidades de lenguaje y hayan desplumado a todo rigor y criterio real. Todo el postestructuralismo promete utopías a partir de herramientas irreales, lo cuál suena sugerente, pero llevado a la práctica conduce a un mundo confuso sin medida, volumen ni tamaño posible. Las boutades del todo es posible y de la infinitud del lenguaje han calado en seres heridos o reprimidos con grandes capacidades intelectuales hasta el punto de haber generado la idea del cambio de paradigma, aplicable a casi todo. Todo por interés, pero ¿a quién le interesa el cambio? ¿sólo a la resistencia o es posible que el propio capitalismo aproveche este campo tierno e inocente del nuevo horizonte del siglo y como siempre, se camufle bajo una aparente revolución? 
 


En 1987, Paul Verhoeven estrena Robocop, una cinta de ultraviolencia policial que funde de alguna manera el gore con lo pop, creando un nuevo género bastante vomitivo, lleno de incongruencias silenciadas mediante tiros y desmembramientos dispares. Más de la mitad de la producción actual de las películas de acción han seguido este engendro estético que en 2014 se versionó a la milenial, en modo más clínico-tecnológico, pero con igual efecto. Animadversión. La misma mierda. El caso de Verhoeven es fundamental para analizar las barbaridades estéticas de los 90' que luego han sido sublimadas en el siglo XXI: él fue el director de la agraciada Total Recall (Desafío Total) -también obra de Phillip K. Dyck-, donde mezcla la distopía con lo mutante -recuerden ese "Jordi Pujol" saliendo de la tripa de Marshall Bell- y donde quizás se aprecia el mejor Verhoeven, más fresco, aunque  signifique sólo un simple oasis de placer, si recordamos que las películas siguientes son nada más y nada menos que Instinto Básico (1992), la mencionada Showgirls (1995) y Starship Troppers (1997), o sea, exploraciones sobre la pornografía comercial y de nuevo, la ultraviolencia a escala militar-pop. Y esto porque no se suele mencinar que Verhoeven es el autor de una película olvidada, llamada Spetters (Vivir a tope, 1980), cinta digna del peor mal gusto y una repulsión absoluta en aras de construir una crítica a la nueva juventud de esos años, perdida en la irreverenca y el salvajismo artificioso y plano. Hija de La Naranja mecánica (1971) y The Wild One (1953) y madre de Shopping (1994) y The Outsiders (1983), Spetters es la muestra de la falta de talento de Verhoeven, de su visión enfermiza de la realidad y su pobre percepción cinematográfica. Se trata de un efectista, de un pordiosero estético. Paradójicamente, se hace curioso descubrir que el mediocre Michael Douglas de Instinto Básico, sólo un lustro después protagonizase su mejor papel en The Game (1997) de David Fincher, ese realizador de videoclips que sacó tiempo para dirigir cositas como Alien II o Seven, ¿qué es un videoclip sino un fragmento pop-gore-musical de índole capitalista? Una manera de vender discos. Lejos de la música, Fincher inaugura en los 90' un tipo de thriller psicológico de compejidad, símbolo de la filosofía estética de los tiempos industriales, materialistas, antiartísticos o netamente postmodernos en la que el juego como concepto comienza a ser el único dios concebible, ¿qué desear cuando uno lo tiene todo y a pesar de la abundancia, sólo encuentra soledad vacía y aburrimiento perpetuo? El juego de la realidad. Lo real es el constructo más rico de la existencia, por su imprevisibilidad, su sorpresa. Nadie conoce su destino, todos estamos atados a la fatalidad. El protagonista de Fincher es un símbolo extremo del capitalismo avanzado, un oportunismo económico encerrado en su propio egoísmo, en su letal alienación de oro. Su transcendencia vacía, su enfermedad, se basa en la falta de realidad, en la falta de vida más allá de lo artificioso. Fíjense que desde los 80' de Ridley Scott, donde aún se tiraba de una falsa épica, se llega, dos décadas después, al abismo del cambio de siglo con una mentalidad aún más vaciada, más perversa y de una violencia implícita que ya le podemos llamar terror o masoquismo. Así, el cine norteamericano toma estos senderos, aferrado a un sistema exponencial de aburrimiento y riqueza, ¿qué descubre la ficción en el abismo del miedo? 
 

Si la película de Fincher trata de construir una simulación de la realidad dentro de la realidad, ¿cuál es la realidad verdadera?, ¿en qué realidad se queda a vivir Michael Douglas? El cine popular que siempre ha arrastrado los vulgarismos de una sociedad siempre precaria, se convierte en un desasosegante vomitorio de miedos y agresividades a través de las cuáles parece ser que puede encontrarse la paz, ¿pero qué tipo de paz? En todo caso, la paz de la producción comercial. Vamos, del imperio de lo pop. De hecho Fincher, con El club de la lucha (1999) y La habitación del Pánico (2002), demostrará que las temáticas surgidas en la dimensión comercial de los 90' siguen vigentes, a pesar de que sus derivas, siempre más estilísticas, más modernistas, acabarán saltando la valla del fracaso basuril, ¿no es el personaje de Jared Leto en La habitación del pánico una metáfora de lo real intentando violentar la ilusión capitalista de seguridad de Jodie Foster y su hija? En el siglo XXI se impone el concepto de espacio sobre el del tiempo. Todo son cuerpos, recipientes, habitáculos que exhumar o blidar, por eso en David Fincher se hace patente la importancia de la forma y el ritmo, del trabajo de la estructura y el abandono del efectismo y por tanto, su acercamiento a la realidad como un espacio encajonado, múltiple, dividido. Su obra capital, Zodiac (2007) sintetiza todas las estéticas del miedo, las conspiración y la violencia, alambicando las historias policiales en un laberinto crítico con el sistema y definitivo en el aspecto de explicar los hechos de la realidad, debido a la confusión generalizada y a la burocracia capitalista. La existencia se escapa por mucho que la forcemos: en Atrápame si puedes (2002), Scorsese firma una de sus mejores películas, fundando otro de los géneros comerciales por excelencia, el de los mentirosos compulsivos, con ejemplos tan gloriosos como Owning Mahowny (2003) o The Informant! (2009). En este tipo de películas se intuye hasta dónde una ficción puede llegar a solaparse con lo real, fusionando los deseos y los hechos con un final donde el sistema (la CIA) acaba absorbiendo las capacidades de este tipo de embaucadores. El capitalismo nunca pierde. Se retroalimenta. Lo quiere todo. En España podrían citarse títulos análogos como El gran Vázquez (2010) o la reciente Oswald, el falsificador (2022), ¿no son precisamente estos personajes disruptivos los únicos que juegan con la realidad a modo de titiriteros haciendo creer a los demás apariencias verosímiles?, ¿no es esta exactamente la función de los cineastas?
 
 
Volviendo a los 80' un instante, estaría bien destacar un film olvidado de Oliver Stone llamado Talk radio (1988) donde Eric Bogosian hace el papel de su vida siendo el fustigador de la tontería y la injusticia, castigando a la psique de la paranoia norteamericana con respuestas rápidas y contundentes ante la diarrea mental de un mundo en agonía. Talk Radio representa el final de una manera de concebir el mundo, lejos de la temida cancelación y lo políticamente correcto, un reino de yuppies y lenguas sin pelos que muy pronto, acabarían sepultadas por la publicidad y la pornografía masiva. En Umberto Eco: la biblioteca del mundo (2022) entramos en otra esfera, la vida de un ser dedicado a la lectura y a la defensa del conocimiento y la belleza. Eco, que sabía mucho de casi todo, apunta que un mundo gobernado por internet es un mundo en confusión, temeroso, acobardado, vacío. Ataca al pensamiento relativista que invita a crear un relato propio del mundo, como si el mundo por sí mismo no fuera verdadero; así la difusión de los terraplanistas, conspiranoicos y buscadores de ovnis ha pasado a un primer plano. La verdad, desde Derridá, se acaba. Desde Nietzsche, la idea de dios se termina. Entonces, se ha convencido a la masa de que si no hay verdad habrá que inventarla. Siempre han existido, desde la Antigüedad, miles de sectas que han intentado apropiarse de la espiritualidad del mundo. Hoy todo esto está en suspenso. Mientras tanto, el sistema hace soñar al público con la distopía de las máquinas inteligentes y los logaritmos milagrosos. Les prometen un futuro fácil, pagado y libre de todo trabajo, de todo sufrimiento, ¿qué hará la gente cuando tenga nada qué hacer?, ¿está preparada la Humanidad para regirse por sí misma, sin que le dicten normas ni rutinas?, ¿desea la gente convertirse en robots para ser libres? Todo lo contrario busca Robin Williams en El hombre bicentenario (1999), donde un robot ansía volverse humano para llegar a ser feliz, para sentir la realidad. Como ya se ha dicho, lo curioso es que actualmente se juega con la mente del público promoviendo lo contrario, alentando a una búsqueda de lo transhumano, como si la Humanidad ya estuviese acabada y el presente sólo fuese un cementerio en ruinas que busca una salida, sólo por que tal vez ya no se aguanta a sí mismo. El individuo es ingrato y muy influenciable. Así, la mentalidad apocalíptica es un dogma ridículo utilizado desde la Edad Media (y más allá), un mundo analfabeto que encontró en la ignorancia su mejor baza. Por eso hoy a uno le da por pensar qué carajo tiene la gente en la cabeza cuando se estrenan películas como Pandorum (2009) o Infinity Chamber (2016), ambas enfermizas por igual, una por terrible mal gusto y otra por ansiedad vacía. La depresión y el vacío se plasman en el entretenimiento como si el juego continuase sin final, como si el divertimento pudiera ser terrorífico o pornográfico, como si películas tan tontas como Chappie (2015) o In Time (2011) fueran lo único que el gran público se merece; las salas comerciales están llenas de pastiches aburridos, de copias de copias sin sentido alguno. En esos términos, estamos tan lejos de la realidad como en la película Surrogates (2009), un film de muy baja calidad que aborda la vida como si fuera virtual, una distopía donde pudiéramos utilizar la imagen que creamos de nosotros mismos, el avatar, para esconder nuestras verdaderas identidades y vivir en función a nuestros deseos. En un capítulo de la tercera temporada de la maravillosa How to John Wilson, donde se explora sobre las comunidades que fomentan la criogenia humana, una mujer confiesa sin reparos que cree firmemente en que algún día tendremos distintos cuerpos para habitar en distintas realidades.  El sistema vende esa idea: si no te gustas, sé quien quieras, invéntate a ti mismo. Inventa el mundo. Tu mundo. Aunque todo esto es imposible, vivimos en una sociedad cada vez más convencida de que lo imaginado puede llegar a ser real y por eso la cultura de los tatuajes y el bótox, y por eso la ansiedad y lo cruel, por eso las mentiras, por eso la ultraviolencia. 
 

Buscando la realidad por otro lado, se puede decir los hermanos Dardenne han trabajado mucho con las barbaridades de esta sociedad enferma, sobre todo con la de las clases bajas, estamentos donde todo acaba siendo un nido de víboras o una película de miedo. Títulos como El niño (2005), El silencio de Lorna (2008), La chica desconocida (2016) o La promesa (1996) que tratan la explotación, el chantaje y la mentira desde el lado de la supervivencia y la desesperación, sientan los pies en el terreno real, en el autoanálisis de problemas actuales, resueltos de maneras poco recomendables. Sin querer, en su afán moral de representación, los hermanos Dardenne captan cierta profundidad -que por momentos también se hace pornográfica- y acercan al público el rostro de una sociedad injusta y su consecuencia directa. Lejos de las metáforas de la riqueza y la acumulación, en Europa los hermanos Dardenne muestran la vida en toda su crudeza: desde la venta de bebés, a asesinatos en la prostitución, explotación de inmigrantes o la mafia de matrimonios falsos para conseguir papeles, ¿dónde colocan la cámara estos cineastas suizos para captar una cara totalmente distinta de la de Hollywood? La frontera se llama espectáculo. Películas como la Promesa sólo se hacen para compartir una realidad escondida o tapada, para conectar a lo humano con lo humano y abrir los ojos ante el drama cotidiano de los más vulnerables. Se podría decir que es un cine povera. Por el otro lado, directores como Fincher practican un cine que podríamos definir escuetamente como pop o gore-pop o porno-pop, por mucho que nos puedan gustar algunos de sus títulos, pero, ¿por qué son tan distintos los actores que salen en unas y en otras películas? Todo depende de la artificialidad de la cultura en boga en cada país. EEUU tiene una cultura muy particular de sesgo materialista-fanático centrada en el dinero. Europa, aún teniendo en cuenta su progresiva decadencia infringida por el aplastante imperialismo cultural yanki, mantiene un sesgo intelectual-progresista, centrado en lo humano. Cineastas orientales como Jafar Panahi o Abbas Kiarostami, pertenecientes a culturas tradicionales-espirituales (a pesar de la dictadura teocrática actual de Irán), han desarrollado un cine exclusivamente humano y de resistencia. El cine del ingenio. Todo lo valioso sigue en Oriente.

 
La misma estética de los hermanos Dardenne se utiliza en La consagración de la primavera (2023) una fábula moral firmada por Fernando Franco, donde una joven se acerca hasta el límite de un abismo humano, de un poder tal que es imposible soportarlo. De nuevo encajonamiento, aislamiento, secretos, intimidades, ¿hasta dónde eres capaz de llegar?, ¿dónde están los límites de tus prejuicios y de tus sentimientos? España, país de una profunda tradición hiperrealista, donde su pintor más ilustre es el señor Antonio López, a dado siempre a la cartelera películas con dicha intención, pero casi siempre fallidas. Fernando León de Aranoa, antes de volverse loco y decidir dedicarse a pseudoproductos comerciales, regaló a la pantalla algunas de las mejores muestras de ese cine dardennianio, -también cercano a Ken Loach- con Barrio (1998), Los lunes al sol (2002), Princesas (2005) o la fascinante Amador (2010). Montxo Armendáriz e Iciar Bollaín intentaron antes lo mismo, con escasos logros; tal vez Tasio (1984), tal vez Flores de otro mundo (1999). Los gozos y las sombras (1982) de Rafael Moreno, fue un último intento de serializar una estética que en España no se sabe tratar, ¿por qué los actores españoles no acceden al naturalismo y dejan la impostura teatral de calderón de la Barca? la ilusión es muy importante y debe eclosionar o todo lo que nacerá, lo hará muerto. 
 
 

 
Hablando de series, Sé que esto es cierto (2020) es una maravilla de Derek Cianfrance. En ella, Mark Ruffalo parece realizar su mejor papel, atrapado en la circunstancia intratable de la enfermedad mental y el problema del doble, como ida y vuelta de un diálogo imposible entre la razón y la imaginación, entre la normalidad y el desvío, ¿qué es lo verdadero?, ¿cuál de las dos es la vida real?, ¿existe la esquizofrenia tal y como nos la han explicado? Una película llamada Ray&Raymond (2022) también intenta solucionar un problema del pasado mediante dos perspectivas, a pesar de la torpeza inaudita de la película, que acaba convirtiéndose en una comedieta sin sustancia; cada vez hay más películas que parecen hechas sin ganas, terminadas sin más, desarrolladas sin ningún tipo de amor. La industria del cine se ha convertido en un carrusel de producciones que no llevan a ningún sitio más que al ronquido. Polvo de estrellas. Sin embargo, series humildes como Rapa (2022) o películas aisladas como Gran Torino (2008) amansan el océano y por lo menos, hacen olvidar todo ese barullo de feísmos que sobre todo Hollywood no para de engendrar, como si de una misión de sabotaje se tratase; en ellas la realidad se hace comercial y digerible. Quieren alejarnos de la belleza porque saben que es catártica, quieren alejarnos del conocimiento porque saben que genera conciencia, pensamiento crítico, futuro. Ellos sólo quieren presente, quieren esquizofrenia. Por eso, dejen de perder el tiempo con películas orientales como Secret Sunshine (2007), Cartas desde Iwo Jima (2006), petulancias como Tromperie (2022) -dejen por favor de ver a Arnaud Desplechin, es malísimo- o series como Persons of Interest (2011) de estética casposa telenovelesca en modo visionarius y dediquen su asueto a ver las fantásticas películas de Jafar Panahi, el documental My name is Alfred Hitchcock (2022) -que aunque no muy talentoso, hila de forma clara las ideas de la obra hitchcockniana- o el docubiopic All the beauty and the bloodshed (2022) de Laura Poitras, donde se retrata la atormentada vida de la increíble fotógrafa Nan Golding y su lucha contra las empresas farmaceúticas que, por un lado envenenan a sus clientes y por el otro, financian los museos más importantes del mundo, ¿serán las obras de arte el último subproducto de una cadena de maldades perversas?, ¿serán las películas el último eco de una realidad ya imposible de recuperar?









domingo, 15 de octubre de 2023

 

 

 DISPAREN AL PIANISTA

El oficio del escritor según Charlie Kaufman

(Adaptation, 2002)
 
 

Duplicarse es una barbaridad, una aberración; ya lo advirtió Borges en su teoría de los espejos. El mundo especular es peligroso para aquellos que no se conocen a sí mismos, pues dentro de nosotros se construye cada día un mundo lleno de vericuetos y trampas mortales donde puede esconderse nuestro más íntimo enemigo. La culpa siempre es propia, no de los demás. Las excusas no sirven. El escritor honesto se enfrenta a sí mismo en cada línea, en cada palabra que escoge. La escritura es un oficio catártico de nefastas consecuencias, un infierno fantástico en cuyo pasaje se van recogiendo prodigios, realidades. Hasta llegar al fin, el autor se convierte en una víctima de sí mismo, en una especie de masoquista neurótico que debe escindir su psique en mil trozos para que la tarta sepa lo suficientemente bien. En este hecho se basa toda la obra del polígrafo Charlie Kaufman (1958, N. Y.) por muchos conocido como un excéntrico guionista lleno de depresiones y angustias lacanianas, responsable de una de las películas más personales del siglo XXI: Adaptation (2002). Con la ayuda en la dirección de su efectista amigo Spike Jonze, Kaufman logra llevar adelante una reflexión sobre su oficio hasta un punto enfermizo, digno de un buen escritor. 

 


La literatutra es así de puta: llena de dudas, de miedos, de complejos. Nicholas Cage, encarnando seguramente el papel de su vida, simboliza a la perfección las ideas del guionista enfrascado en el proceso diabólico de crear el mundo de nuevo, en un bucle creativo que se le acaba comiendo. Entre tanto, la película continúa, se hace grande, revolviéndose en su propio fango, repitiéndose, autorreferenciándose, haciéndose autónoma, alejándose de la naturaleza. Cuanto más profundo cava un escritor, más complejo se hace el camino, por eso, al hermano gemelo del protagonista, Donald, le es tan sencillo y gracioso dedicarse a escribir, pues se dedica a redactar guiones superficiales fruto de otras películas de éxito. Donald es la parte detestable del oficio de Kaufman, la metáfora del creador comercial, superficial y rentable que llena las pantallas de los centros comerciales y las pantallas de habitación. Sin embargo Donald cae bien al público pues es la parte optimista del alma del autor. Como en el William Wilson de Poe, hay dos caras de la moneda, dos caras que se necesitan pero que son contradictorias, incompatibles. Así, Kaufman nos presenta las dos vertientes, las dos posibilidades, los dos caminos que un escritor puede recorrer: el verdadero y el falso. Pero el yin y el yang no son espacios cerrados y a estas alturas de la película, se mezclan, se interrumpen y alternan sus sentimientos, sus fracasos, ayudándose y entregándose al otro por lástima o abatimiento, por pena o impotencia. Uno de los fenómenos que Adaptation trata es el del relato incompleto, la aceptación de que las historias se han fragmentado y de que la linealidad es cosa de otra tradición, de un pasado donde aún la literatura no se había empoderado y aún claudicaba en el lector obediente que idolatraba al escritor. Hoy todo es irresponsable, salvaje, irrespetuoso y al lector no le interesa ni siquiera leer; vivimos una paradoja existencial y artística de grado superlativo. 

En dicha encrucijada, el escritor sufre una agonía mayor pues sabe que debe ser original en un mundo de copias, de repeticiones, en una cultura hiperpop que ha aceptado que nada tiene valor si es puro y que sólo sirve la mezcla efímera de elementos que se volverán a mezclar hasta llegar a la confusión de confusiones donde el tiempo se detiene y el aburrimiento es el rey de la mente. El siglo XXI sufre una crisis artística y emocional sin precedentes, un mundo que ha olvidado las ideas generales de las cosas para esclavizarse en lo particular, lo concreto, la excepción. La opinión es la partícula vencedora de este proceso histórico que ha llegado a un punto de demencia escéptica donde el alzehimer ya no es una enfermedad sino un objetivo cultural. Que todo pase, que sólo haya presente, que todo sea aparente. Los tatuajes, el lujo, la fama, el humor y la música adocenada dominan a un público esclavizado a sí mismo. Nicholas Cage también sufre esa prisión voluntaria que sólo puede solucionarse si la historia funciona. Por eso el artista tiene un atajo en su mente enferma y este atajo es la obra. Ante un mundo hostil, el escritor espía y encuentra llaves abandonadas en lugares insospechados, cuestiones comunes que los demás han dejado de lado, no han visto.

La historia central de Adaptation intenta mostrar por un lado, el mundillo editorial e industrial donde las historias se compran y se venden como naranjas, un mundo repleto de sabandijas aduladoras y gente chic que funcionan como fariseos explotadores de artistas que se juegan el pellejo en cada línea para traer al público algo nuevo. Por otro lado, nos muestra el mecanismo de una historia, el entresijo técnico: aquí es donde la trama tiene un papel importante, me refiero a la trama dentro de la trama, o sea, el supuesto texto que Cage lee para realizar una versión cinematográfica, una adaptación fiel. No quiere escribir un argumento, quiere transmitir una idea sobre la importancia de las plantas, de las flores, quiere revalorizar el mundo para que la pantalla se llene de entusiasmo, de maravillas. En ese texto, una novela escrita por una periodista del New Yorker muy pija e interpretada por Meryl Streep, se cuenta el hecho de adentrarse en un mundo de obsesión, en concreto de un personaje -tal vez el más interesante del film, interpretado por Chris Cooper- compulsivo, salvaje y de una inteligencia voraz que intenta abarcar el mundo para no caer en el vacío, en el dolor; en su furgoneta va escuchando una audiocinta de El origen de las especies de Darwin. La mente y la curiosidad como un oficio de supervivencia se instalan en el film como una necesidad para dar sentido a la vida, al tiempo, a la existencia, a la superación de las adversidades. Dicen los sabios que la Eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, o sea, que la Eternidad es lo contrario, la anulación de la sensación temporal; una quietud. Una de las maneras de llegar a ese estado es la sabiduría, ese amor exacerbado por el conocimiento que une todos los campos para dar una imagen completa de la realidad. Kaufman quiere darnos esa imagen, la imagen de su propia experiencia.
 


La realidad trabaja con la complejidad y por eso el lenguaje, cuando se interroga a sí mismo, no tiene otra opción que demorarse en digresiones y divagaciones ininterrumpidas llenas de desvíos y rizomas que agrandan el problema. Vivimos en una época de desconcentración, de distracción continua, de olvido. Aquella leyenda del río Leteo ha vuelto a su cauce. La cultura de la memoria se combate desde los algoritmos ludopáticos mandando señuelos constantes a unas mentes frágiles y cansadas, excitadas por banalidades y contenidos basura de un infantilismo y crueldad dignos de las épocas de Heródoto. Lo bueno es que existen películas como Adaptation, artefacto de reflexión y disfrute de alta calidad que nos explica cosas tan necesarias como que debemos ser mutantes -como el mismo lenguaje- si queremos vencer en este tiempo de cambios forzados, de laberintos sobrehumanos, crisis creadas, de máquinas pensantes. El ser humano sigue aquí porque ha sabido cambiar, adaptarse, dejando atrás costumbres y normas nocivas o anacrónicas, porque se ha concentrado en ciertos campos para hacer mejor el mundo, vamos, la habitabilidad del ser. Adaptation hace más grande al cine y por ende, más grande al espectador. Quizás, esta película demuestra todo lo que Hollywood podría ser si fuera verdadero, si se tomase en serio su función real. El problema es que sigue siendo una fábrica de propaganda respaldada por el gobierno, un arma política que incide directamente en la cultura mundial, la última vía del viejo imperialismo.


Cuando una obra se retroalimenta a sí misma de forma eficiente, persiste en el tiempo de forma imperturbable: es un clásico. De hecho, Adaptation ya es un clásico del siglo XXI por méritos propios, un icono del espíritu de la época, un dilema imperfecto lleno de riqueza y talento que entre otras cosas, incide en el hecho de actuar sin pensar, en dejarnos llevar por la intuición y las voces interiores, pues en realidad nadie conoce su destino y por tanto, el arte de encontrarlo se convierte en una bendición cuando uno logra abrir su mente y su corazón en pos de la aventura. Hay que dejar la prisión y salir al mundo para encontrar la solución. La complejidad es el mundo, la realidad verdadera; nuestro interior sólo es un reflejo de ese mundo. La estética kaufmaniana o kaufmaniaca es ilógica, irracional, desmembrada. Las voces salen de todos lados. Las lecturas psicoanalíticas (Lacan, Freud...), las películas clásicas (Disparen al pianista, Casablanca...), los manuales de guión (Robert McKee), las canciones pop (The Turtles)... todo se coordina de manera excéntrica hasta alambicar una gota de pureza que nos quita la sed. El hambre. El público de hoy es una masa caníbal agotada en la abundancia de alimento insubstancial.
 
La acción es la única salida ante una sociedad deprimida, plegada en sí misma. Salir al exterior y comprobar que todo sigue vivo, que el mundo es algo más que una pantalla o una hoja de papel o un problema sentimental, se hace una actividad ineludible para seguir adelante. Respirar. Hay que atreverse a hacer todas cosas que necesitemos para sobrevivir, para adaptarnos a la pesadilla en que quieren convertir la vida. Quieren que todo sea virtual, que todo sea una falacia. Que nada exista. Nos roban los recuerdos. Cultura recicle. Haciendo esto, se devalúa toda realidad, todo objeto y acabamos vaciando nuestro hogar y durmiendo en una cama de Ikea. La impersonalidad, la lobotomía, el aburrimiento y la insensibilidad son los enemigos de un mundo que se deshace y no sabe en qué convertirse, respirando en un tiempo de transición lleno de escépticos capitalistas que quieren hacer del mundo una mera transacción. Por eso Adaptation es clarividente, incluso en su tercer acto, en la parte final donde Cage (en realidad Kaufman) hace caso a su hermano Donald y sin saberlo, convierte la película en una historia de drogas, sexo y persecuciones que acaba en maldades, asesinatos y acción vacía. La película se contradice para enseñarnos lo fácil que es caer en la tentación. Lo fácil que es desviarse de la obra y acabar plagiando las formas absurdas que nos rodean como un virus tóxico, incongruente, fatal. Al final, el escritor es la víctima y sus personajes quieren matarle para que no se sepa la verdad. Sus personajes han cambiado pero no se han adaptado. El cambio por el cambio sólo trae desgracias, es inservible: un vicio. Debemos ser eficaces, seguir nuestro pálpito, no el de otros. Perseguir la fama, el dinero, el éxito, es un error que se paga con creces. Adaptarse es crear en uno mismo la llave de la siguiente puerta, es imaginar de otra manera en función a nuestras capacidades, es arriesgarse para ser eficaces y ser polinizados por otros seres que en la ignorancia nos corresponden desde el principio.

 
La ficción y la realidad se cuelan por el sumidero y en muchas ocasiones no sabemos distinguirlas. Adaptation, que comienza siendo una especie de secuela de Cómo ser John Malkovich, sin solución de continuidad, se va convirtiendo en un gusano lleno de sueños que nunca se cumplen. Por eso la frustración es uno de los protagonistas más importantes de la historia, por eso la decepción no tiene límites, por eso Cage no logra sanar hasta que se atreve a expresar sus sentimientos a pesar del fracaso. La tragedia continúa pero la mutación es más poderosa y eso es lo que nos enseña Kaufman: que una misma comedia puede llegar a ser un drama, una tragedia, una epopeya y un poema en un sólo texto y que no hay que tener miedo a que así sea pues la vida al final, siempre entrega sus dones imprevistos, hogares de la felicidad.
 

 



sábado, 14 de octubre de 2023



La maravillosa historia de Henry Sugar
(2023)
 
Wes Anderson

 

Mucho tiempo después, el titiritero más famoso de Texas -ese ambicioso cineasta indie reconvertido en fastuoso animador y posteriormente, en diseccionador ficcional- ha encontrado un equilibrio en su desmesura minimalista con una serie de cortos (4 en total) que han ajustado cuentas estéticas con su éxito banal. Amado por todo espíritu moderno que se precie -por no usar aquello de lo cultureta- Anderson se fue convirtiendo en el cineasta de referencia de una serie de generaciones muy ligadas al pensamiento postmoderno, ansiosas de mundos fantásticos e infantiles, eso sí, de corte capitalista. Todo en Anderson es artesanía de lujo, ilusión millonaria. Cada plano de sus producciones cuesta lo mismo que demasiadas películas humildes. Se trata de un mundo caprichoso y artificial donde su mirada es omnipresente y sus movimientos mecánicos de cámara se han convertido en su estilo cerrado, una forma alusiva al cómic, a lo teatral, al museo de cera. 

Desde Fantástico Mr. Fox (2009) no se le recordaba algo tan acertado: el lector se alarmará ante tal afirmación, pero entendida detenidamente, va dejando de ser una boutade y se convierte en una reflexión poco errada. Los argumentos y planteamientos de contenido de sus películas son tan irrisorios que comparados con sus esplendorosas formas, sólo consiguen generar aburrimiento. La artificialidad y los movimientos mecánicos de sus imágenes sólo consiguen industrializar la experiencia estética de los ojos, la agonía nihilista de la mente. Wes Anderson es un estético con muchos recursos y mucho prestigio; un Warhol paisajista. Sus películas desde Moonrise Kingdom (2012) hasta Asteroid City (2023) son ejercicios estetizantes poco recomendables para el disfrute. Se trata, sin duda, de obras masturbatorias llenas de narcisismo y poder. Wes Anderson es en sí mismo una metáfora de una mente hipercapitalista disfrutando del flujo de la materia en espíritus hambrientos de Nada. Sus películas están vacías y sus chistes son demasiado tontos pero, por una extraña razón, el atractivo inicial de sus imágenes es tal que el público parece callar lo obvio. La estética hiperkitsch desarrollada en su filmografía indica una intención meramente aparente de su oficio, malgastando titánicos esfuerzos en la ilusión de un mundo que en realidad sólo sirve para ofrecer una mirada superficial de las cosas, del mundo. Su cine es un escaparate de juguetes, de hecho, la secuencia final de Asteroid City es bastante elocuente al respecto. Su cine es un quiero y no puedo, un  intento de literatura en movimiento que deja frustrada a la emoción. Entonces, ¿qué ha ocurrido con su último experimento? La cosa ha cambiado o mejor dicho, ha vuelto a su lugar con La maravillosa historia de Henry Sugar, una especie de cuento borgiano escrito en los 70' por el escritor inglés Roalh Dahl. Se trata de una fábula fantástica dispuesta en tres niveles de narración, repartidas en tres voces: Ralph Fiennes, Bennedict Cumberbatch y Ben Kingsley. Se trata de una compleja historia que mezcla el dinero, el yoga y el ilusionismo, todo embadurnado de una innecesaria moralina buenista final. La cosa es que Anderson ha elegido el formato del cortometraje para adaptar esta narración breve, encerrándola en un aspecto cuadrado, sacrificando sus alargadas ambiciones de pantalla, regresando sin querer a un lugar del que nunca debió marchar. Ha querido concentrarse en un ring. De hecho, la esencia del film va un poco de eso: de la falta de concentración ante las cosas, de ver sin los ojos, de ir más allá con la mente, de trascender lo común. Al mezclar este fondo argumental con su estilo kitsch industrial, y al ser de menor duración, el público siente la experiencia de otra manera, disfruta, conecta. Hay estilos que admiten largos alientos y otros, en cambio, que piden recorridos cortos. Después de esto se confirma que el grandilocuente estilo de Anderson cobra sentido en lo pequeño, en lo concreto y no en la totalidad, ese gran pecado del texano que tal vez, se apartó demasiado de la esencia cinematográfica, obsesionado por lo virtual, por el decorado. Si el cine de Anderson desea sobrevivir con salud, debe comprender mejor los formatos y los tiempos, pues no todo experimento es repetible ad infinitum, pues no todo puede ser copia impecable. Nada debería serlo y si no, revisiten Copia certificada (2010) de Kiarostami. La maravillosa historia de Henry Sugar es por el momento su pieza más lograda, ya que sus efectos son por primera vez eficaces. Ya se sabe, el arte trata -más allá de lo pueril- de ser tan eficaz como la muerte; algo inevitable y catártico. Hasta ahora -salvando muy pocas excepciones- el cine de Wes Anderson ha sido mera pasarela de estrellas -un poco lo que le pasa al de Álex de la Iglesia-, puro control caprichoso, fatal onanismo respaldado por un público anestesiado por su lenguaje capitalista, materialista, cínico, vaciado. Ni una sola idea recorre su cine excepto la del juego inútil, la del juego artificioso que ni los niños disfrutan. Su cine, un teatrillo caprichoso y millonario, parece sanar momentáneamente al unirse a narraciones originales que intentan hacer cosquillas a la mente, otra de las sagradas funciones de un arte verdadero.


viernes, 6 de octubre de 2023

 

  Finales de verano

 


En 1986, Tom Hanks protagonizó un film fallido junto a Jackie Gleason, en esa época, una vieja gloria en su canto de cisne. Se trata de una de esas películas paternofiliales, de grietas generacionales, de lo nuevo y lo viejo luchando para nada. Hoy la película se hace tremendamente aburrida e incómoda. No tanto Father's Day (1997) de Robin Williams y Billy Crystal donde se nota que lo norteamericano comienza a superar la estética trump (casposa) del macho cabrío envuelto en viagra y dejamos atrás films vomitivos como Heartburn (1986) de Mike Nichols. Todo esto para decir que este verano ha hecho mucho calor y sobre todo en su tramo final, una temperatura que debe ser acompañada de otras gradaciones distintas para hacerse más llevadera, tal vez títulos como Bill & Ted's Excellent Adventure (1989) -donde un joven Keanu Reeves explora sus primeros viajes en el tiempo antes de convertirse en Neo-, Cradle Will Rock (1999) donde Tim Robbins hace un trabajo alucinante en la dirección y sobre todo Going in style (1979) -una de jubilados cabreados con el sistema de una finura humorística impecable- dirigida por Martin Brest. En todo caso y ya lejos de ese verano tropicalizado, lo peor que se puede hacer en agosto -cualquier agosto- es ver France (2021) de Bruno Dumont, un cineasta que desde 2014 parece haber perdido el rumbo -lo mejor es que abriese una caseta de helados- y lo mejor de lo estival, ver Private parts (1997) de Betty Thomas, un oasis en el desierto de su mediocre filmografía, recuperando esa flecha antisistema que Oliver Stone lanzó en 1988 con Talk Radio. Esta última es para vérsela por lo menos dos veces seguidas y deleitarse con los monólogos de Eric Bogosian, síntesis de todas las ideas stonianas, cristalizadas como nunca -y no en películas de quiero y no puedo como Salvador (1986)-. Así, fuera de cuestiones reivindicativas, las opciones que quedan son ver las dos primeras partes de Sólo en casa (1990 y 1992) de Chris Columbus, quien luego siguió acertando con títulos posteriores como Miss Doubtfire (1993) o la muy recomendable y poco mencionada Bicentennial Man (1999). Lo demás es basura reciclada. En caso de gustar de documentales, se recomienda echar un ojo a QT8. 21 years: Quentin Tarantino (2019) donde se desvelan algunas anécdotas sobre el gurú del cine pulp yanqui. Sobrevalorado pero interesante. Y si uno quiere estar a la última, para acabar sólo le quedan dos opciones: ir a ver la mierda que Greta Gerwig se ha inventado para comprarse la mansión, me refiero a la inmundicia de Barbie (2023) o ir a ver su némesis, Oppenheimer (2023) del fantástico Chris Nolan, uno de esos pocos directores que marcan una época en el mainstream. Sin transmitir un interés especial, la historia que recrea Nolan es rica y abundante en detalles y momentos. Tal vez demasiado condensada, tal vez demasiado diálogo, tal vez demasiada música gratuita (soup). En todo caso, cada cuál hace su película y Nolan no baja el nivel y revoluciona las pantallas con historias ambiciosas de seres ambiciosos que lo quieren todo. Nolan, el último megalómano con gusto, sigue siendo una garantía de calidad. Un hongo del verano. Por otro lado y para no perder sensibilidad, revisar Rope (1948) de Hitchcock o Chelsea girls (1966) de Warhol, nunca está de más, incluso L'univers de Jaques Demy (1995) de Agnes Vardá cobra su sentido en este mundo anecdótico y acalorado e insulso, por cierto, retratado en la última de Wes Anderson, Asteroid City. Una basura atómica. Caca.

 



 

 

 Mira para otro lado

 


Quién podría negar que el final de Being John Malkovich (1999) es sorprendentemente lírico, en suma, hermoso. En el cine contemporáneo escasean este tipo de momentos, apartados de la trama y la estética  principal, autónomos y resistentes al tiempo; casi se podría decir que se trata de un film aparte, de un poema aislado. La secuencia muestra a Emily buceando en un piscina, la hija de Maxine, mujer del personaje de John Cusack. Su nombre es un eco del principio de la película donde se evoca a la poeta Emily Dickinson. La metáfora es contundente y compleja: en ese nuevo ser infantil no sólo se esconde la vida eterna, sino también el secreto de lo poético, la intimidad del artista y por otro lado, la conciencia de Cusack, condenado a observar de forma pasiva la traición del amor a lo largo de una vida. Esa otra vida es la del espectador, la mirada ejercida desde el otro lado de las cosas, al otro lado de la red de la ficción. Así, más allá de lo lacaniano o fantástico que contiene el film, la película también funciona como metáfora de la esencia del arte cinematográfico, señalando la condición esencial del público, su esclavitud, su condena ante la omnipotente pantalla sometida bajo el poder de las historias. Un cine es una cárcel de sueños, un sueño de cárceles. Allí dentro, todos miramos aquello que otro ya ha visto, aquello que otro ya ha vivido. El cine, como todo arte, es una experiencia transmitida, un flujo de sugestiones que intenta hacernos vibrar de manera distinta, activando conexiones inesperadas, neuronas dormidas. Todos los guiones de Charlie Kaufman tienen ese tipo de ingredientes: un batiburrillo confuso por momentos, untado de grisala firma de la casa que desemboca en un momento glorioso e inesperado; la mirada de Emily resume en su simplicidad décadas de cine, listas infinitas de títulos fracasados. El poder de lo original, de lo individual, gobierna cuando brilla de forma natural.




 

Otro final curioso y poético al mismo tiempo, se halla en una película comercial de los años 80' protagonizada por Schwarzenegger y Belusi: Red Heat. Al terminar el film, algo raro ocurre y un plano secuencia se queda suspendido en la pantalla mientras pasan los créditos. De pronto, una película semicómica de policías se convierte en un artefacto visual de un alto interés. Su director, el estrambótico Walter Hill, deja un diamante final ante la sala de un público que ya cree que ha visto lo que tenía que ver. Lo bueno estaba al final. El plano es una transición de la ficción a lo documental en una sola secuencia sin un solo artificio. Cuando Schwarzenegger se despide y sale del plano, este se queda ocupado por el paisaje moscovita con paseantes en la lejanía, ignorantes de estar siendo filmados. Su belleza gana con los minutos y el mantenimiento de ese plano merece toda la admiración.

 



 

Haneke trabaja ese elemento documental en su cinta Caché (2005), ese drama antiburgués en el que a lo largo del film se mezcla la estética afrancesada comercial y una mirada documental que se hace personaje en sí misma, amenaza directa. Así Haneke nos hace colocarnos en la mirada del otro, del marginal, del dolor; el espectador se convierte en un doble espectador y el cineasta en un autor creador de empatía. Pero más allá de lo moral que la película quiera imponer, hay en el film una reflexión sobre la visión, la percepción y el punto de vista que culmina, como en el caso de Red Heat, en los créditos finales, con un largo plano fijo en el que se plantea una última pregunta al público: ¿somos nosotros los asesinos o es la cámara la única culpable, testigo voluntarioso de la realidad?