sábado, 14 de octubre de 2023



La maravillosa historia de Henry Sugar
(2023)
 
Wes Anderson

 

Mucho tiempo después, el titiritero más famoso de Texas -ese ambicioso cineasta indie reconvertido en fastuoso animador y posteriormente, en diseccionador ficcional- ha encontrado un equilibrio en su desmesura minimalista con una serie de cortos (4 en total) que han ajustado cuentas estéticas con su éxito banal. Amado por todo espíritu moderno que se precie -por no usar aquello de lo cultureta- Anderson se fue convirtiendo en el cineasta de referencia de una serie de generaciones muy ligadas al pensamiento postmoderno, ansiosas de mundos fantásticos e infantiles, eso sí, de corte capitalista. Todo en Anderson es artesanía de lujo, ilusión millonaria. Cada plano de sus producciones cuesta lo mismo que demasiadas películas humildes. Se trata de un mundo caprichoso y artificial donde su mirada es omnipresente y sus movimientos mecánicos de cámara se han convertido en su estilo cerrado, una forma alusiva al cómic, a lo teatral, al museo de cera. 

Desde Fantástico Mr. Fox (2009) no se le recordaba algo tan acertado: el lector se alarmará ante tal afirmación, pero entendida detenidamente, va dejando de ser una boutade y se convierte en una reflexión poco errada. Los argumentos y planteamientos de contenido de sus películas son tan irrisorios que comparados con sus esplendorosas formas, sólo consiguen generar aburrimiento. La artificialidad y los movimientos mecánicos de sus imágenes sólo consiguen industrializar la experiencia estética de los ojos, la agonía nihilista de la mente. Wes Anderson es un estético con muchos recursos y mucho prestigio; un Warhol paisajista. Sus películas desde Moonrise Kingdom (2012) hasta Asteroid City (2023) son ejercicios estetizantes poco recomendables para el disfrute. Se trata, sin duda, de obras masturbatorias llenas de narcisismo y poder. Wes Anderson es en sí mismo una metáfora de una mente hipercapitalista disfrutando del flujo de la materia en espíritus hambrientos de Nada. Sus películas están vacías y sus chistes son demasiado tontos pero, por una extraña razón, el atractivo inicial de sus imágenes es tal que el público parece callar lo obvio. La estética hiperkitsch desarrollada en su filmografía indica una intención meramente aparente de su oficio, malgastando titánicos esfuerzos en la ilusión de un mundo que en realidad sólo sirve para ofrecer una mirada superficial de las cosas, del mundo. Su cine es un escaparate de juguetes, de hecho, la secuencia final de Asteroid City es bastante elocuente al respecto. Su cine es un quiero y no puedo, un  intento de literatura en movimiento que deja frustrada a la emoción. Entonces, ¿qué ha ocurrido con su último experimento? La cosa ha cambiado o mejor dicho, ha vuelto a su lugar con La maravillosa historia de Henry Sugar, una especie de cuento borgiano escrito en los 70' por el escritor inglés Roalh Dahl. Se trata de una fábula fantástica dispuesta en tres niveles de narración, repartidas en tres voces: Ralph Fiennes, Bennedict Cumberbatch y Ben Kingsley. Se trata de una compleja historia que mezcla el dinero, el yoga y el ilusionismo, todo embadurnado de una innecesaria moralina buenista final. La cosa es que Anderson ha elegido el formato del cortometraje para adaptar esta narración breve, encerrándola en un aspecto cuadrado, sacrificando sus alargadas ambiciones de pantalla, regresando sin querer a un lugar del que nunca debió marchar. Ha querido concentrarse en un ring. De hecho, la esencia del film va un poco de eso: de la falta de concentración ante las cosas, de ver sin los ojos, de ir más allá con la mente, de trascender lo común. Al mezclar este fondo argumental con su estilo kitsch industrial, y al ser de menor duración, el público siente la experiencia de otra manera, disfruta, conecta. Hay estilos que admiten largos alientos y otros, en cambio, que piden recorridos cortos. Después de esto se confirma que el grandilocuente estilo de Anderson cobra sentido en lo pequeño, en lo concreto y no en la totalidad, ese gran pecado del texano que tal vez, se apartó demasiado de la esencia cinematográfica, obsesionado por lo virtual, por el decorado. Si el cine de Anderson desea sobrevivir con salud, debe comprender mejor los formatos y los tiempos, pues no todo experimento es repetible ad infinitum, pues no todo puede ser copia impecable. Nada debería serlo y si no, revisiten Copia certificada (2010) de Kiarostami. La maravillosa historia de Henry Sugar es por el momento su pieza más lograda, ya que sus efectos son por primera vez eficaces. Ya se sabe, el arte trata -más allá de lo pueril- de ser tan eficaz como la muerte; algo inevitable y catártico. Hasta ahora -salvando muy pocas excepciones- el cine de Wes Anderson ha sido mera pasarela de estrellas -un poco lo que le pasa al de Álex de la Iglesia-, puro control caprichoso, fatal onanismo respaldado por un público anestesiado por su lenguaje capitalista, materialista, cínico, vaciado. Ni una sola idea recorre su cine excepto la del juego inútil, la del juego artificioso que ni los niños disfrutan. Su cine, un teatrillo caprichoso y millonario, parece sanar momentáneamente al unirse a narraciones originales que intentan hacer cosquillas a la mente, otra de las sagradas funciones de un arte verdadero.


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