domingo, 3 de agosto de 2014





JLG/JLG -
AUTORRETRATO EN DICIEMBRE
(1995)

 Jean-Luc Godard





si hay algo de verdad en la boca 
de los poetas, viviré



La obra de Godard es un ave fénix que muere y resucita cada cierto tiempo, besando el clímax de las aventuras estéticas más radicales una y otra vez, sumiéndose en la oscuridad de las profundidades de sus propias imágenes, para renacer de nuevo. De seguro, Godard es consciente de que su cine es un pequeño milagro que le resucita de vez en cuando, dándole un hálito diferente y estremecedor de aspecto poco predecible; una catarata de luz sólo comprensible por el espíritu abierto y profético de aquellos que sepan leer el horizonte de una forma distinta a la estipulada.  
Mucho se ha escrito sobre Godard, demasiado se ha dicho ya. Se le ha intentado enemistar con Chris Marker o Truffaut, etiquetarlo como autor meramente político o narcisista, para acabar clasificándolo como una especie de gurú de la cinefilia. Se le quiso encajonar de la misma manera en el pop, en el intelectualismo, en el postclasicismo, en la nouvelle vague... pero ¿quién es él, sino finalmente un río solitario sin cauce fijo, una especie de monstruo salvaje del pensamiento que elige el cine para sobrevivir? Muchas veces se olvida el factor vital que empuja toda su obra, ese romántico leit motiv que le hace levantarse cada mañana y apretar el botón de rec de su ojo mecánico y prodigioso, muy distinto al del Vertov, a pesar de sus íntimas afinidades. Godard es tan extraño como un cóctel donde convivieran Kulechov, Warhol y Nicholas Ray en una sola voz. No hay muchos artistas que como Godard, hayan sabido sobrevivir al éxito y al fracaso y que aún así, hayan logrado crecer cada vez con más fuerza, cada vez más claros. Para un creador como él, no existe otra disciplina que aglutine todo lo que él concibe a la vez: las palabras, la música, la pintura, la danza... cada una de sus películas es una cajita de secretos chinos, un crisol de conocimientos y sensaciones que establecen la eterna lucha del arte por no someterse a la cultura establecida. El arte es una excepción, la cultura es la regla. Godard siempre luchó por la libertad y por el amor, objetivos infinitos y confusos en los que perderse con asiduidad, los cuáles ofrecen al aventurero una ruta desconocida por donde vagar. La excepción es una cuestión del arte, lo marginal reina en la invisibilidad; la verdad ronda a sus anchas en el extremo de las cosas que nadie visita, pues el arte siempre exige una sacrificio real para abrir las cosas, para seccionarlas y ver más adentro, para poder entender mejor de qué trata toda esta ficción que se ha inventado para el hombre de hoy, desde hace ya tanto tiempo.

Aquello que buscan sus películas no puede ser dicho de forma común y, aunque según el Génesis, lo primero fue el verbo, para Godard, lo primero fue el arte; es el arte. Existen las artes y existe la vida y todo ello es un pilar fundamental para comprender la existencia como algo bello y digno de experimentarse. Por eso, todo aquello que limita, todo poder autoritario y toda imposición, alaba lo comunitario para destruir la excepción; la excepción es el peligro para los que mienten, la excepción es un problema para la institución, para el gobierno, para la democracia. El sistema que hoy reina este feudalismo del XXI, en medio de esta Edad Media sin dignos cortesanos y via crucis sin sentido, teme fervorosamente las excepciones, lo distinto, el arte. Se quiere imponer una sola imagen del universo, para que como antes de Copérnico, todos crean que las cosas funcionan de una sola manera, o que sólo hay una manera de que las cosas funcionen. Han desterrado la materia, pues el espíritu se les hace demasiado vacuo, demasiado sofisticado. La materia es más fácil de falsear, es más vulgar, más sencilla, más comprensible. Ante esto, Godard propone una imagen dual -como mínimo- nacida del exiliado espíritu de los tiempos. Él coloca juntas las imágenes que encuentra, para hacer surgir realidades lejanas y justas con el cosmos que nos envuelve y nos permite seguir en la batalla.
Godard suele hablar de las confrontaciones, de los intereses, de la competición por el oro; la materia se deshace en nuestras manos, pero las imágenes permanecen. Entonces habla de la inutilidad de la creación, para emancipar una solución a los problemas del espíritu apagado de los hombres: queremos ser útiles. Los versos deben despertar a los hombres; la humanidad debe pegarse un buen susto con la pesadilla de ella misma...
El arte debe estar despierto si quiere vivir, pero el público también debe aportar su grano de arena o desierto y destruirse así mismo, para generar unos ojos nuevos que contemplen el nuevo futurolo que puede llegar, en sustitución de esta realidad monótona y aburrida en la que se ve inmersa la mayoría, donde ya sólo existe el presente; pero el presente no existe. Sólo vivimos mentalmente, sufrimos mentalmente. Somos demasiado lentos para apreciar algo que se al que nos empeñamos en llamar el ahora. Todo debe arder en una sola hoguera donde las cosas resuciten y vuelvan transformadas; el público debe aprender del arte una sola cosa: sólo resucitaremos el mundo si accedemos a quemarlo.

Godard pregunta preocupado: ¿de qué está muriendo Europa? y luego mira un retrato de Renoir, y se inventa un personaje que le cuenta trozos de la historia, mientras le arregla la habitación. Europa fue el centro del universo, la vanguardia del arte y la conciencia del mundo, pero ahora no es más que un negocio sospechoso y sucio que hace que todo esté dormido, como si reaccionar ante el sacrifico de todas galaxias, no fuese más que un vasto error.
Godard se empeña en lo contrario y sigue memorizando paisajes para escribir una historia en fotogramas que podamos ver en el centro de nuestra mente, una señal que pruebe nuestra tentación de vivir en el ánimo por respirar. Godard se toca la mano y está feliz pues la carne existe aunque no la miremos, está allí para reivindicar su valor, su importancia. Al cerrar los ojos, dentro de su mente, aparece un punto que representa lo visible; un lugar donde se forman las nuevas imágenes, los nuevos paisajes que quieren dialogar unos con otros. Allí dentro, Godard descubre una cosa curiosa: él ha desaparecido y ahora puede hablar con la voz de otros. Godard se hace consciente de su papel en esta opereta de sombras chinescas donde sólo quedan palabras y disolución en imágenes donde van pasando las estaciones, hasta que nace una ilusión de él mismo; ese es el paisaje del que nos habla sin parar.
Ha conseguido que lo veamos.
Estamos inmersos en él.
Ahora somos parte de un retrato de él mismo, que ya no es él, sino nosotros.

Godard se ha sacrificado como un poeta para que el amor exista en la Tierra. Ya no importa el retrato de Renoir, no importa el misterio de Fantin Latour, ni el de Passollini, ni Helas por moi, ni siquiera la imaginaria nouvelle vague... El acto romántico por excelencia ha sido realizado, la imagen de uno mismo ha sido consumida por el todo. Ahora resplandece un autorretrato de un hombre, nada más que un hombre. No mejor que ningún otro. Pero ningún otro mejor que él.







No hay comentarios:

Publicar un comentario