sábado, 29 de julio de 2023




ROMANCERO DE JULIO
De volcanes, misterios y horteradas

 


En 1955, Alfred Hitchcock comienza a producir una serie de género negro bautizada con su propio nombre. El cineasta de Leytonstone inventó un formato que hasta ese momento sólo respondía a contenidos comerciales poco curiosos. Para el novicio en materia, advertir que lo más sorprendente de este ingenio hitchcockniano destinado para el gran público de la televisión, es que ninguno (o casi ninguno) de los capítulos está dirigido por él sino por cineastas jóvenes y desconocidos como Robert Stevenson o Don Medford. En esta época, Hitchcock acaba de estrenar a la vez Crimen perfecto y La ventana indiscreta, casi nada. Además, en 1955 realiza Atrapar a un ladrón y la única e inimitable Pero... ¿quién mató a Harry? Dos por año. Muy loco. Con todo, al director londinense amante de las latas de paté, le da tiempo a dirigir memorables prólogos para cada uno de los capítulos, pequeños chistes para abrir y cerrar la sesión. Una delicia exquisita que, les aseguro, tiene valor en sí misma. De hecho, este tipo de intervenciones influirán más allá del cine, sobre todo en la cultura performance de los años 60' y en auténticos gurús de las piezas breves de arte bufonesco como lo fue Dalí, cuya obra performática es sorprendente, por no decir muy superior a su decadente pintura. Dejando aparte extravagancias, se podría asegurar con toda firmeza que el talento que Hitchcock reunió alrededor de esta serie es muy destacable, por no decir perfecto. Capítulos como Triggers in Leash, In to thin air, The long shot o El caso de Mr. Pelham (filmado por él mismo) podrían definirse como auténticas joyas de la historia del arte. Una pasada. En 1955 se filmaron trece capítulos de excepción, pero lo bueno es que en 1956 se rodaron nada más y nada menos que cuarenta, entre los que se encuentran diamantes singulares como Una bala para Baldwin, Shopping for death, And so die Riabouchinska o Back for Christmas. Con estos 53 capítulos se cerraría la primera temporada de otras seis que se rodarían hasta 1962. Sin duda, el cineasta inglés traslada a la televisión no sólo un tipo particular de género negro sino algo mucho más complejo, el ámbito de lo fantástico, cuestión siempre de palabras mayores y mínimos autores. Este periodo de 1954 al 1962 podría bautizarse como la época dorada de lo hitchconiano, un arco temporal que además de aglutinar las siete hermosas temporadas de Alfred Hitchcock presenta, enmarca films-cúspide como Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis o Falso culpable, a parte de las ya mencionadas. Una burrada de primera. Así, para este mes de Julio que acaba, lo mejor sería ir apretando el botón de play y no parar hasta agotar los maravillosos capítulos que gracias a Hitchcock, hoy alegran la mente del nuevo público. En el panorama actual, la originalidad brilla por su ausencia y es triste, hoy, con tantos medios y una masa de espectadores dispuestos a tragarse las series que sean con tal de notar un poco, las cosquillas del cerebro. El caso es que con películas como Beau is afraid (2023) o Los intranquilos (2021) no nos llega. Son buenas propuestas pero que se van deshaciendo como la cera de las velas y uno se pregunta dónde habrá quedado todo el alegre talento de otras épocas y por qué debemos conformarnos con un cine depresivo y esquizofrénico, cuando la realidad sigue ahí, dispuesta a ser narrada de otra manera. Como decía Benjamin, la información se lo come todo porque es infinita y vacía; se sustituye a sí misma sin ofrecer una pizca de conocimiento. Debemos volver al acontecimiento, a disfrutar de la experiencia transmitida, a vivir en definitiva y dejar de pensar tanto en el money y en la casa de la playa. Ya decía Rimbaud que la riqueza es el peor de los castigos. Por eso, para este agosto que entra, a golpe de ventilador y refresquito con mucho hielo, para huir de películas-farsa como Barbie, aconsejo viajar al pasado y ver películas tan divertidas como Easy to wed (1946), un film de posguerra de Edward Buzzell que nadie se debería perder o las primeras películas situacionistas de Guy Debord, Aullidos a favor de Sade (1952) y Sobre el paso de unas pocas personas a través de una unidad de tiempo bastante corta (1959), manifiestos originalísimos de una conciencia que profetizó el futuro, que nos enseñó a vivir a los que algún día seríamos esclavos. Casi nadie se ha parado a ver estas extrañas películas, pero el que lo ha hecho y ha conectado, hoy es un ser distinto, al menos de los demás. En este cine está sintetizado un pensamiento que hoy es fundamental para enfrentarse al sistema productivo-político que asola el alma de lo humano. Hay que volver a lo humano o morir en un resort de lujo. A esto hemos llegado. Pero hay solución y todo está en nuestra mano, en elegir bien las ideas, en escuchar a la inteligencia. Por otro lado, aprovechando el verano, estaría bien revisar los años 80', un mundo de películas disímiles como 8 millones de maneras de morir (1986) o Intento de fuga (1982), ambas de Hal Ashby, una mala y otra buena. Sin lugar a dudas, Ashby es el genio del cine norteamericano de los años 70', que se disolvió en la década siguiente en la cultura de la música y la pasta, pero películas como Intento de fuga (Lookin' to Get Out) responden aún a un espíritu perdido y salvaje lleno de risas y desmadre absoluto, recomendable para una tarde calurosa e imposible. Allan Arkush es otro cineasta de los 80' a los que habría que seguir de cerca. Autor de un puñado de delirios fílmicos como Heartbeeps (1981) o Get Crazy (1983), trabajó en series de televisión (Luz de luna, Ally Mcbeal, Melrose Place o CSI), pero cuando cogía una cámara de cine era pura psicodelia. Bombazo. Por otro lado, Un grito en la oscuridad (1988) y Nada en común (1986) son ya películas de decadencia, la segunda más que la primera, que nos conducirán al agujero negro de los años 90', esa década misteriosa y alocada, inaugurada por films como Boiling point (1990) de Takeshi Kitano, una broma de casi dos horas, llena de extravagancias soñadas por un jugador de béisbol mientras reposa en un retrete, lo cuál simboliza, de alguna manera, la tendencia general del cine del porvenir: en este caso, un film muy bien rodado, muy elegante, pero de contenido nihilista e infantil, dos características que dominarán el espectáculo de los siguientes treinta años. El capitalismo salvaje convierte al público en un parvulario. El fascismo gobierna introduciendo el virus de lo infantil. Miren a su alrededor, ¿les suena? Pónganse las pilas. Películas seudoépicas como Far and away (1992) de Ron Howard, American Heart (1992) de Martin Bell, Johnny Memonic (1995), The wisdom of crocodiles o Sirens (1994) de John Duigan anuncian diferentes cosas: cine nacionalista norteamericano (mitológico), cine de Jeff Bridges (un género en sí mismo), el cine de lo virtual (videojuegos-Matrix), el cine de la violencia gratuita y por último, el cine feminista, que en el caso de Sirens, es bastante original. Una pequeña pedrada. Para terminar este Julio, también se recomienda de nuevo ver la película de Werner Herzog The fire within: a requiem for Katia and Maurice Krafft, un poema documental de una importancia impensable. Hay pocas películas en siglo XXI que merezcan un respeto mayor que este monumento que Herzog, al igual que lo hizo ya con Grizzly Man (otra de sus mejores películas), dedica a los autores desvanecidos de las imágenes mostradas, combinando este metraje de archivo de manera sin igual. Una historia sobre dos intrépidos vulcanólogos que acabaron siendo cineastas sin querer, testigos del milagro del mundo, de las entrañas de nuestra realidad. La obsesión, la valentía, la inconsciencia y la persecución de la belleza soterran el hecho científico. La ciencia sólo era una manera de financiar su locura, de financiar sus deseos estéticos. Katia y Maurice Krafft deberían ser considerados artistas de primera, pues en su vida asumieron el sacrificio de la aventura y el amor por lo desconocido. Una vez, el escultor Carl André dijo: el trabajo del artista es convertir los sueños en responsabilidades. Tenía mucha razón. Así Herzog, el gran cazador de historias de nuestra época, el eterno curioso, el amante de la hermosura del mundo -quien ya había trabajado sobre los volcanes en su Into the Inferno (2016)- se queda obnubilado con las imágenes captadas por los vulcanólogos y ofrece una lección maestra de cine, de silencio, de fuego, de vida. El fuego se lleva dentro y los artistas se reconocen entre ellos. Fascinante. Inmejorable. Un lujo de película. Pero cuidado, una última advertencia: existe otra película, estrenada también en 2022 y mucho más promocionada que la de Herzog al ser producida por National Geographic, que se llama Fire of love (2022) de Sara Dosa, una joven documentalista que se ha atrevido a hacer un montaje con otra parte de los archivos de los Krafft y a contar su historia de otra manera, generando un fenómeno especular. Los espejos siempre son peligrosos para una de las partes. Fuera de polémicas, lo bonito de esto es ver ambas y darse cuenta qué tipo de espectador eres. Aviso: una es muy buena y la otra es muy mala. Cine y cultura audiovisual no son lo mismo. Hay una brecha que cada vez se hace más grande. Todo reside en aprender a colocarse en el abismo como los Krafft y dejar todo lo demás de lado.

Como decía Hitchcock, la próxima vez volveremos con otra historia.