sábado, 26 de septiembre de 2020








LIBERTÉ
(2019)
 
Albert Serra






El marqués de Sade ha vuelto a entrar en el volcán en erupción
De donde había salido
Con sus hermosas manos todavía ornadas de flecos
Sus ojos de doncella
Y ese permanente razonamiento de "sálvese quien pueda"
Tan exclusivamente suyo,
Pero desde el salón fosforescente iluminado por lámparas de entrañas
Nunca ha cesado de lanzar las órdenes misteriosas
Que abren una brecha en la noche moral;
Por esa brecha veo
Las grandes sombras crujientes, la vieja corteza gastada,
desvaneciéndose
Para permitirme amarte
Como el primer hombre amó a la primera mujer,
Con toda libertad,
Esa libertad
Por la cual el fuego mismo ha llegado a ser hombre,
Por la cual el marqués de Sade desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos
Y acróbatas trágicos,
Aferrados al hilo de la Virgen del deseo.

 
André Breton 
 
 
 
 
Creo que el viejo André Breton lo explicó a la perfección y que Serra raptó de él su idea, también a la perfección o al menos de una forma bastante similar. Las ideas fluyen por el aire, por las páginas de los siglos y van asentándose en diferentes formas, objetos y fenómenos. Durante mucho tiempo fue la Biblia, después la pintura, la música y por fín, después de un cierto lapso de fascinación por el pensamiento político-utópico, la humanidad fue dominada por el cinematógrafo. La cultura del ver comenzó con el despertar del deseo dormido en los ojos del inconsciente; el cine perpetuó aquello que el público sediento de pasiones prohibidas vivía en los espectáculos de variedades. Se hace más que interesante notar que una de las películas que mejor encarnan ese espíritu del mal que sobrevoló el séptimo arte antes del código Hays y el establecimiento de las sociedades bienpensantes, fue un film del olvidado André Dupont titulado Varieté (1925). Así, Liberté y Varieté se conjugan mágicamente casi como una rima infantil, dos versos satánicos separados por casi un siglo, generando un hecho impuro, anticultural, antinaturalista. Destruyendo tabúes y clichés, yendo por la senda de la incertidumbre que suele llegar al valor de la verdad de una forma siempre inquietante, Serra toma el relevo de Dupont, de Stroheim, de Passollini, de Godard, de Warhol, del conde de Lautréamont, de Villiers y de los surrealistas para deformar de nuevo el mundo y darnos una perspectica diagonal de la realidad, que no es poca cosa en estos días de pobre sensibilidad y abundante banalidad. Liberté es una obra enorme pues se desborda por el desfiladero de lo simbólico cayendo en catarata dorada hacia las oscuras puertas del abismo, hasta el lugar donde los senderos se bifurcan: un bosque ponzoñoso. En este veneno erístico abonado desde su inicio por una maloliente montaña de estiércol, irán naciendo cuerpos como espíritus enfermos, sádicos, perversos y cazadores de carne, entregados al placer orgiástico como único paraíso ante la tragedia de la existencia. La película es en sí misma una evasión, un número de variedades de enorme sofisticación y pluma, llena de gritos y susurros, de hecho, podría interpretarse en cierto modo, como una superación de todo el cine bergmaniano. El público, más que ver,  escucha conversaciones en alemán, francés e italiano, idiomas de un alto grado de racionalización que intentan aludir al hecho inefable que las reúne, tal y como si se tratase de un aquelarre donde las palabras van alimentando a la imaginación, convirtiéndose en llaves evocadoras de relatos infames e imágenes violentas que contrastan con el paisaje de un oscuro bosque que representa, al fin y al cabo, el único protagonista de toda la cinta. Los seres que copulan entre hojas y troncos no son más que conejillos en celo en medio de la hermosura y el misterio de lo telúrico, por lo que sin duda, Liberté podría definirse como el primer film contemplativo de Serra, su primera conexión sublime con lo sagrado, con lo real. Este psicasténico cuento de hadas lleno de convulsión, liberación, entrega, inconsciencia y hormonas, nos propone un atlas de los supervivientes del Jardín de las Delicias, como si ciertas almas aún respirasen desde el siglo XVI para seguir alimentando la llama lúdica del alma o del reverso de esta, pues el lado tenebroso existe, aunque los curas y los brahmanes intenten deshacerlo con palabras y meditaciones, o al menos eso es lo que parece ofrecer en esta ocasión el controvertido cineasta Albert Serra, dotado de un olfato muy fino para detectar lagunas perversas repletas de polvos dorados y anatomías fantasiosas. "Estos son hombres de verdad, me pueden dar cien veces lo que tú", dice una voz. "Me dais miedo", responde otra. "Los hombres débiles merecen arrodillarse", sentencia una tercera. Como ha hecho a lo largo de todo su cine, Serra no elige -o al menos no es su gran interés el hacerlo-, sino que respeta la sucesión de los hechos, pues el cine, en gran medida, es eso: lo maravilloso acontecido por casualidad en medio de un despiste. Como en muchas otras películas, estos hallazgos se suceden sin querer en Liberté, interrumpidos por conversaciones solapadas, monjas, pelucas blancas, duques, carrozas, engendros, anormales, libertinos, inocentes y sadomasoquistas, tratados como si de una fábula se tratase, pues la insatisfacción del director ante el mundo se convierte aquí en una fatigosa chispa imaginativa que establece una dialéctica del sentido obsesionada por el espacio. Sin lugar a dudas, Liberté es el tratado espacial más riguroso del cineasta catalán, una tragedia ante el espejo llena de miseria vital -en vez de marxista, sadiana- donde el prójimo se transforma en una oportunidad de explotación, en un territorio fértil y fragmentado. Lo que vemos en la pantalla no es lo que creemos ver: aparecen partes, trozos, sugerencias y matices que el espectador une empujado por su deseo de descubrir y vislumbrar, pues las sombras siempre van más allá de los sentidos, transformándose en hechos verosímiles, cuando lo extraordinario habita la ficción y nos deja atónitos. El mundo de lo obvio y el mundo de lo elíptico se mezclan para dar como resultado una estampa terrorífica de la esencia humana, un álbum que recoje las imágenes del lado oscuro de la conciencia, construida en forma de teatro de la crueldad de una mente universal, llena de humorismo (farsa + elementos inquietantes) y deseo. Pero, ¿sólo nos queda el deseo? Deberíamos dejar hablar a Gilles Deleuze. Así, no todo el monte es siempre orégano, pues a pesar de este logro épico, Serra se enfrenta ahora a su momento más difícil: superar su idea de deshumanización, de vacío y tras culminar con Liberté su ciclo de pelucas afrancesadas y personajes vampíricos, debería empezar a llenar el vaso del significante y el significado o acabar como Paul Morrisey, o lo que es lo mismo, haciendo el ridículo; la impostura es bella pero efímera. La potencia de su última obra sella una rica veta en la cuál, si insiste, dejará de brillar. La magnífica instalación Personalien (2018) -expuesta en el Museo Reina Sofía de Madrid- y la adaptación teatral Liberté (2018) -estrenada con gran polémica en el Volksbühne de Berlin- fue la cadena de baldosas amarillas que Serra siguió para acabar filmando una obra que sella un claro mensaje: "voy a seguir haciendo lo que me de la gana." Instalado en las altas esferas de la cultura, embriagado por su naturaleza burguesa y escéptica, si no quiere quedarse encerrado en su malebolgia particular, Serra deberá partir hacia otros mundos o morir en la pesadilla de los ilustrados y los románticos que sólo conduce a la estetización y aurificación. Todo ágil cinéfilo entiende que aquí se detiene un autobús para coger otro, un autobús donde en vez d emirar por el ojo del culo, si quiere brillar, deberá elevarse... Por cierto, un atisbo de ello es mencionado por uno de sus personajes: "Dios es un perverso con el que me gustaría tratar."
















martes, 22 de septiembre de 2020

 

 

 CRACK VISIONS

 (El Crack I y El Crack II

1981 -1983

Breve reflexión sobre cierto cine de Jose Luis Garci

 



El cine posee una cualidad casi esotérica, ausente en las demás artes; me refiero al hecho documental. Cualquier película, desde las de Spielberg a las de Albert Serra, contiene en su materia esencial algo que con la virtualidad actual va perdiéndose y por tanto, empobreciendo el cine: la capacidad de sellar lo real es un milagro que nunca debería perderse. En toda ficción, por debajo del argumento y los personajes, se va escamoteando aquello que en un futuro -aunque la película no resista el paso del tiempo- acabará saliendo a flote hasta convertirse en un verdadero tesoro; se trata de aquello que como un monumento, pertenece a la vida y por lo tanto, a la memoria. Si volvemos cuarenta años atrás, nos encontraremos dos ficciones de Jose Luis Garci (El Crack I y El Crack II), propuestas sobrias de género negro que en su día mostraban unos acentos y unos donaires muy de la época postfranquista, llena de rituales lingüísticos y cotidianos desaparecidos hoy, que en el aquel momento, de seguro, se pasaron por alto al imitar los modos del pasado. Pero cuatro décadas después y al revisar esta nostálgica ficción garciana, basada en la vida de un oscuro y silencioso detective madrileño conocido como el Piojo -interpretado de forma brillante por Alfredo Landa-, los tintes casposos y cierta torpeza narrativa se ven transformados milagrosamente por el tiempo, reactualizándose por varios motivos. El primero se basa en un hecho lleno de voluntad por parte del cineasta que fue la decisión de incluir en la película numerosas postales de la vida urbana madrileña, sobre todo nocturnas y vacías o muy distantes, intentando deshumanizar lo común y mostar un Madrid mitificado lleno de brumas y nieblas, luces azules y callejones pestilentes más cercanos a la literatura de Chandler que al Madrid de los pichis. Garci intenta de forma naif, evocar en su ciudad y sus diálogos su Nueva York idealizado, la ciudad a la que le hubiera gustado pertenecer, ya que él, como es más que sabido, es un mitómano inconsolable adorador del Hollywood clásico. Por tanto, comparado con la apariencia de la capital española hoy, el Madrid de El Crack es un Madrid casi imaginario, fantástico, casi de Blade Runner, por momentos irreconocible, repleto de descontextualización y sombras chinescas. Los planos que realiza de la calle Santa Isabel, donde aparece un Cine Doré ennegrecido y abandonado -casi irreconocible- y otros donde encuadra al fondo los Cines Ideal, con apariencia de tugurio desolado, dan muestras perfectas de una idea de muerte y desencanto que sobrevuela a ambos films. Por otra parte, el segundo factor que parece redimir a la película de su estereotipo de obra casposa y reaccionaria es la de su austera estética y ritmo atemperado, similar -guardando las distancias- a la de un Kaurismaki o un Resnais. Soy consciente de que esta afirmación podría llegar a ser polémica, pero tampoco quiere decir que a partir de ahora, El Crack deba valorar como una obra resucitada de entre las cenizas para pasar directamente al parnaso, ni mucho menos, esto sólo es un pequeño apunte para advertir sobre un fenómeno que puede revertir muchas percepciones en otros muchos casos debido al aplatanamiento de la producción fílmica industrial de nuestros días. Cuando Garci realizó estas películas, ni era un novato ni un director independiente, sino un autor comercial que realizaba films personales o mejor dicho, obras llenas de gustos personales y mitomanías, eso sí, sin mucha ambición técnica, limitándose a sus talentos exclusivamente, a su territorio conocido y sobre todo, a la influencia de cierto cine localista que se hacía en España por aquella época. Pues así y aunque parezca una exageración, el tiempo a otrogado a El crack el don que sintetiza una idea simple de hacer cine que muchos siguieron en la época y que tiene diversas conexiones con cines aparentemente tan alejados del suyo como el de Almodovar, Carlos Saura o Antonioni (¿o es que no es idéntico el ambiente de El Crack al de Crónica de un amor (1950)?). Soy consciente de que es una idea exraña, pero al visionar estas películas de los 80', uno ve perfectamente cómo era un mundo que se acababa y que no sabía cómo resucitar, lo cuál es un fenómeno extrafílmico que se rebela como el gran protagonista cuarenta años después; la realidad se convierte en algo sublime cuando se transforma. Jose Luis Garci representaba por aquellos tiempos, a esa ola nueva de lo español que en realidad soñaba con ser norteamericana -al igual que lo quiso durante los 60' y en gran medida, la Nouvelle Vague-, cargada aún de complejos y callejones sin salida. Así, el mundo noir, el mundo de las películas de gansters de los años 50' (La jungla de asfalto de John Huston) y las ficciones de detectives de los años 30' (Sangre Española de Raymond Chandler) crearon la idea de esta película que rescata a su protagonista de los clichés cómicos y bobalicones del cine basura que adquirió Landa durante décadas anteriores (Un curita cañón, 1974), transportándolo a otro nivel, otorgándole una somera beatitud. Miguel Rellán (el Moro) es la otra alegría del film: un personaje moderno, divertido y liviano, un Sancho Panza que habla de una España joven, pícara y bohemia abocada al fracaso. En cambio, el Piojo es serio, triste y escéptico, pero siempre triunfa porque es como Humphrey Bogart: un ser poderoso e instintivo que nunca falla. Un superhéroe. Todos estos factores empujan al ávido espectador a pensar de nuevo ciertas películas en apariencia muertas ya por olvido, ya por mitología. Cuando uno se detiene hoy a observar estas obras tan poco revisitadas y mencionadas, tan faltas de promoción, tan llenas de polvo al considerarlas inútiles, se descubre otra cosa, un extraño paso del tiempo, un momento civilizatorio perdido en la memoria, una fantasía de la oscuridad casi inverosimil: un milagro del cine. El eterno presente al que parecen obligar las redes al mundo actual, deja improcedente a la verdad de las cosas, a las antiguas apariencias, al mundo de ayer; otras sensibilidades. Parece haberse instalado una guerra contra el pasado, un estigma contra el hecho de mirar atrás para comprender dónde estamos y dónde vivimos. Es cierto que la cultura norteamericana recoge hoy los frutos de más de setenta años de imperalismo salvaje y aunque es paradójico, es muchísimo más sencillo revisitar obras estadounidenses que españolas, lo cuál desfigura la percepción que cualquiera puede tener de una tradición fílmica como la española. El crack es una ficción más, un pequeño palimpsesto de atmósferas y una simple historia de detectives, pero también una obra que contiene una latencia especial sólo apta para aquellos que sepan ver más allá del aburrimiento y el aburguesamiento de los que hoy consta el mundo. Como hace el Piojo en la película, descubriendo la clave de sus investigaciones al descubrir que una foto está invertida -o sea, que la realidad está invertida- miremos a contraluz el panorama general e intentemos darle la vuelta para encontrar una respuesta que nunca es explícita, que nunca es obvia, pero que nos haga disfrutar de otra manera a la establecida.

















lunes, 14 de septiembre de 2020




 I'M THINKING OF ENDING THINGS
  (2020)

Charlie Kaufmann


 



Escribo sobre la confusión porque está ahí, 
porque es un sentimiento que me invade 
 habitualmente.

Ch. K.


 

Comenzaré advirtiendo que todo es mentira, que todo -o casi todo- lo que se ha dicho sobre la última película de Kaufman es sesgado, tímido y en gran medida, superficial. La razón se encuentra en el hecho de que a pesar de los halagos y las incomprensiones, del enroque en el fenómeno de lo raro, en el estereotipo de lo excéntrico y todo lo demás, en medio de todo eso, de las cifras que ha hecho o no el film en Netflix o de las retrospectivas filmográficas comentadas una y otra vez de un autor bastante asimilable por el mero hecho de su esencialidad, al personal se le ha olvidado mencionar que nos encontramos ante la mejor película del año 2020. Casi nada. En lo mejor de las redes se comentan referencias obvias de pasada, intentando comentar las conexiones con otras obras contemporáneas, siguiendo la errática tendencia crítica de la actualidad de no ser capaces de mirar atrás. Hablar de Raúl Ruiz o Alain Resnais, mencionar el nouveau roman de los sesenta, mencionar a la santa Durás, mezclado con un somero comentario sobre la terrible sociedad estadounidense, no es suficiente. Al menos, no es suficiente hoy. En la época de Susan Sontag valía con eso y con alguna broma satírica para que el artículo punzase las conciencias más insensibles y provocase el debate y la controversia, en definitiva, el movimiento de las ideas. En cambio, hoy lo veloz no es suficiente y lo breve no garantiza nada o casi nada; no todos somos Borges -y aún en su caso-. El aluvión de films que un crítico está forzado a ver hoy, supera y mucho la cantidad que necesitaba un analista de hace medio siglo para estar al día y combinarlo con su cinefilia clásica; de ahí la importancia del criterio y el olfato. Una mirada al presente y otra al pasado: no hay otra. Por eso, tal vez tenemos dos ojos y no uno o tres. Dos manos, para escribir sobre lo que pasa y otra para recuperar lo que pasó. La cosa es que -como en la película de Kaufman- hoy todo parece detenido en el mismo punto, inmovilizado, paralizado, como si el mundo sufriese una enfermedad neuronal que le hubiese dejado patidifuso. Todo está congelado, hundido, teñido de blanco. La nieve cae y al ser humano de hoy no le importa transformarse en llanura, en desierto, en nada. Por eso los grandes artistas se ven obligados a crear desde cero, desde lo subterráneo, desde la oscuridad. Así, Kaufman lo ha hecho en esta ocasión, metiéndose de lleno en la cascada más compleja de su vida. Estoy pensando en dejarlo (2020) es una película que se embarca en la llamada escuela de la dificultad, un movimiento muy yanki, muy de palimpsesto, muy posmoderno, en su mejor sentido. Me refiero a una literatuta que se realizó en el Nuevo Mundo desde los años 70' y que intentó crear la Nueva Novela Americana, un nuevo Moby Dick. Y es que toda esta corriente es hija del modernismo más ambicioso, talentoso y brillante. T. S. Eliot, Ezra Pound, John Barth o James Joyce son algunos de los creadores de esta idea de creación no apta para ilusos ni vagos redomados, vedada para escépticos y animales sin alma. Charlie Kaufman es un escritor que idea películas, que construye artefactos narrativos excelsos, versátiles y mutantes, dotándoles de una materia maleable que va cambiando de forma como si se tratase de un pulpo o una medusa. Sus films son seres de una galaxia oscura llamada cinematógrafo, lugar donde se engendran las criaturas luminiscentes más ingeniosas de la existencia. No nos vamos a poner petulantes ni insoportables, pero cuando el seno del cine da a luz algo como Estoy pensando en dejarlo, hay que celebrarlo por todo lo alto. 
Kaufman tiene claro lo que quiere: hacer una película clásica en medio de un mundo banal, senil y vulgar, por eso elige un formato en cuatro tercios, el maravilloso formato de los grandes cineastas olvidados de las primeras décadas del cine, ese área maravillosa y mítica que se acerca más al número áureo, a la armonía perfecta de la visión. "Los ojos están hambrientos", recuerda Lucy -la gran heroína de este viaje, en parte carrolliano- al espectador, mirándole a los ojos fijamente, llamándole la atención, traspasando la pantalla hasta llegar a nuestra mente. Con ello, Kaufman no sólo conecta con el primer Godard, sino con una forma de hacer cine, un espíritu marginado por la contemporaneidad, donde se dejaba aún imaginar al espectador que aquello que veían era real y verdadero. Y la realidad de los dos protagonistas -los magníficos Jessie Buckey y Jesse Plemons- montados en un coche nos llevan aún más lejos, hasta Rossellini y su Viaggio in Italia (1954), -renombrada en la península hispánica con el sugerente título de Te querré siempre-, hasta Anna Karenina (1948) de Duvivier o hasta la versión de Clarence Brown, pues aunque no salta a primera vista, con el justo detenimiento, uno se da cuenta de que la heroína se da un aire a Greta Garbo. Parecidos razonables a parte, hay que tener claro que es esta una película de ideas, no de acciones. El argumento es muy escueto y la peripecia se resume en menos de una frase, lo cuál no nos debe llevar a equívoco, pues no es sólo una película de guión ni mucho menos, pues el talento de Kaufman con las palabras o con el collage discursivo no sólo acaba en la escritura, sino que en especial en esta última entrega, se hace evidente un bello dominio del ritmo, las luces, los ambientes, la fotogenia y el instinto interpretativo. Domina y maneja el sonido a sus anchas, corrigiéndolo, silenciándolo, cortándolo, creando en ocasiones un maravilloso mutismo que nos traslada al cine mudo y a su inquietante profundidad, haciendo nacer el áura que tanto cuesta, en estos días paganos, resucitar. Kaufman decide despistar a sus personajes, secuestrándolos en una ficción sin retorno -una road movie fragmentada a base de alocados entremeses-, disfrazada de circunstancias burguesas y archiconocidas por el común de los mortales que haya establecido alguna vez una relación sentimental con alguien. Pero la cosa no se queda ahí, pues partiendo del texto original de la homónima novela, escrita por Iain Reid, Kaufman dispara su película sin saber cómo acabarla o lo que es lo mismo, simulando una improvisación ficcional donde la telequinesia, Newton, la Biblia, Sartre, Camus, Ciorán, Robert Walser e incluso el situacionismo de Guy Debord, tienen cabida. Todo se iguala bajo la nieve hasta morir. Las palabras fluyen mientras el público cree que encontrará algo en su arena, en su confusión, en su delirio... pero las palabras se las lleva un viento que, por un instante se reencarna en Lucy en medio de una anagnórisis brutal, en mitad de un ataque de autoconciencia sublime que llena de poesía la película y el corazón del que la observa y oye a estos dos titanes imaginarios perdidos en la tempestad. Al principio de la cinta se muestra un rincón de la casa donde vive Lucy, lugar donde ella tiene colgada una reproducción del famoso óleo de Caspar David Friedrich, titulado Caminante ante un mar de niebla (1818), referencia romántica muy clara que nos llevaría a justificar el idealismo de la película por un lado y los sentimientos oscuros por otro;
su presencia se hace pictórica, lo que lleva al film a surcar los universos de Rembrandt, Goya o Velázquez, bajando las luces hasta matizar las formas al extremo de convertirlas en una luz ténue que nos habla. El color es un sentimiento, una emoción; la luz trasmite dichas sensaciones de forma irreal, fantástica. Kaufman, desde sus primeras ficciones, instauró su personal estilo lúcido-depresivo-surreal -muy distinto al de Todd Solonz- que engendró joyas como Adaptation (2002) o Cómo ser John Malkovich (1999). Siempre se ha vinculado a Kaufman con ese grupito de postadolescentes infantiloides que son Wes Anderson, Spike Jonze y Michel Gondry, creadores singulares pero inmaduros y aburguesados, voces distintas que acaban por decir nada, de aportar nada, sólo pura estética, eso sí, espectacular, diferente; la decisión de Kaufman de pasar a la dirección a partir de 2008, tal vez se deba a que las colaboraciones que tuvo con los anteriormente mencionados, no llegaban a satisfacerle, a encarnar sus ideas a un nivel digno. Pero lo distinto, por sí solo nunca garantiza lo nuevo, lo importante, lo necesario: el mito de la innovación no lleva a ningún sitio por sí mismo, lo raro, tampoco. Muchos han etiquetado a Charlie Kaufman como a un cineasta extraño, raro, personal, definiéndolo así para quedarse tranquilos, para encerrar su nombre en una jaula donde no les haga daño un verdadero creador: sin lugar a dudas, Charlie Kaufman es uno de los pocos artistas que sobreviven en Hollywood o como se llame a aquel engendro industrial que hoy nadie sabe cómo definir o situar. Dice el crítico Lucas Santos que "a lo que se parece ese cine impersonal, rutinario y afectado que nutre los abismos de las plataformas digitales y las candidaturas a los Oscar es a los libros de autoayuda y a toda esa gazmoñería que parece adueñarse poco a poco del mundo" y no le falta razón. Buena síntesis. La cosa es que el gran público -por llamarlo de alguna manera- sigue sin querer darse cuenta de que algún día se convertirá en lo que ve en la pantalla y de forma irresponsable, sigue considerando y utilizando el cine -y las demás artes- como un mero entretenimiento. "Nos convertimos en lo que vemos", afirman sin vacilar los personajes de la película, avanzando en medio de la nada, cada vez más sombríos, pensando en el amor, las películas, los libros, los poetas, citando y discutiendo la realidad mental, las ideas que vienen y que van, demostrando que el cine puede proyectar un más allá de las formas y contraponer la razón y la locura de una forma equilibrada, montando a ambas en un coche para hacerlas hablar la una con la otra. Kaufman quiere decirnos muchas cosas y nada a la vez: es un amante del cine, quiere construir una película imposible como lo hacía Fellini o Buñuel, un ensayo de tinieblas donde todo quiere crecer, donde todo quiere vivir, atravesando el túnel de Alicia, obligando a sus personajes a reencarnarse  en conceptos -como en Beckett-, en entelequias, en palabras, en música, en teatro o en cotidianidad, consiguiendo convertir un coche en toda la memoria del mundo, o de su mundo particular, pensando en el final de la historia, en un cierre simple y justo para un pandemonium discursivo que crece como un rizoma y que quiere perpetuarse en el infinito a pesar de su imperfección. Exactamente ahí reside el reto de Kaufman: repetir su tentativa de la fallida Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), pero de una forma absoluta, centrándose en su parte onírica, en su potencia más brillante y llegar hasta lo hondo de lo bello a través de herramientas surreales, jungianas, lacanianas, joycianas... continuando adelante a pesar de la mentira de la existencia y de las máscaras, consiguiendo un ambiente psicoanalítico, lírico y dulce lleno de interrupciones, reflexionando sobre la deshumanización de la contemporaneidad y la universalidad de una forma sencilla, aceptando que no hay colores en el universo, ni respuestas claras, mezclando realidades opuestas, géneros esperpénticos, correcciones lingüísticas, helados derretidos y complicadas metáforas hasta atravesar la frivolidad de la evasión, los dibujos animados, el terror, la violencia, la danza y la enferma adolescencia hasta aplastar el mito de la juventud y del tiempo mediante el absurdo de Ionesco y Pirandello, observando con paciencia los intimidantes cuadros de Ralph Albert Blakelock.
Todo esto sólo es una muestra de lo mucho que se podría hablar de Estoy pensarlo en dejarlo, traducción no del todo fiel, dotada de una sibilina ambigüedad que refleja las intenciones y la postura -a estas alturas del partido- del cineasta niuyorkino. Las palabras son maleables, las imágenes también: Kaufman consigue demostrar que el cine, además de un lenguaje autónomo, es un creador de realidades capaz de llegar muy hondo y de secuestrarse a sí mismo para desnudarnos sin darnos cuenta y a la vez, de encadenarse para no poder escapar y mostrar los huesos que nos rodean, el cementerio blanco de la verdad, la emoción de la revelación y del misterio, tan sólo para llegar a un bello final digno del El principito, ese artefacto "minimal" escrito por el conde Antoine de Saint-Exupéry, otro tipo raro, inclasificable. Parece que a la crítica generalista le preocupa demasiado encasillar las singularidades para poder hablar de ellas con facilidad y llegar más fácil al lector. Es una lástima y un ejercicio inútil el hacerlo, pues para artistas como Kaufman, no sirven los clichés, ni las teorías, ni las biofilmografías sintéticas; comprender un mundo autónomo exige un sacrificio, una emoción y no información, una sabiduría y no un memoria usb; vivir en el caos es bello si uno se deja llevar por la complejidad, por la honestidad de los verdaderos autores. Es una verdadera pena que la crítica actual tenga prisa por hacer listas, clasificar, comprender y explicar en vez de disfrutar de las grandes obras de nuestro tiempo, fenómenos de los que un día se hablará largo y tendido y se los calificará de incomprendidos en su tiempo.
Vale.



 





sábado, 22 de agosto de 2020





DOCTOR SLEEP
(2019)

Mike Flanagan 
 
 



Prometía ser algo mejor, pero de todas maneras lo tenía muy difícil. Cuando un cineasta o realizador audiovisual decide versionar o crear una variación de una obra canónica, la mayoría de las veces, fracasa. Esto no justifica la macedonia tónica y genérica que plantea Flanagan, en su aparentemente flamante film. El gancho de Ewan McGregor y el prestigio de la obra de The shining (1980), parecían bastar para que la película saliera a flote, a pesar de su muerte anunciada, pero la pretensión y la falta de ingenio del director, consiguen un naufragio seguro. En el presente parecen abundar una especie de cineastas mitómanos, adoradores de la vaga idea de que con la ayuda de un voluminoso presupuesto y un equipo de técnicos a la última, todo puede ser realidad y el talento se puede suplir. Se está transformando en una superstición enfermiza el hecho del remake, del copypaste, del plagio... en la industria parece haberse extendido la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor y que si hubo un éxito hace medio siglo, ¿por qué no lo será hoy? Todo esto para explicar la carencia de riesgo y riqueza artística. Gran parte de los cineastas se agarran a un clavo ardiendo, intentando garantizar a sus productores fáciles dividendos, empleando supuestas viejas fórmulas y temas, como si fuese la piedra filosofal. La industria del cine se ha convertido en un bucle que se replica a sí mismo una y otra vez sin solución de continuidad. Nadie sabe hasta cuándo aguantará un público fiel a sagas interminables, a películas que se convierten en series inagotables, en trilogías que se multiplican como un virus. Además, todo deviene enfermizo: gran parte de la ficción mundial se basa en el macarrismo y la cultura pop (la ley del mínimo esfuerzo y el mínimo pensamiento), sentando las bases de un mundo materialista, superficial, sin ningún tipo de sentido más allá del dinero y la fama. Volviendo a Doctor Sleep, no se puede negar de que se trata de un wannabi de primera categoría, un producto hinchado con estrellas, dobles de estrellas, escenas robadas, plagiadas, mezclado con largas secuencias dignas de Buffy, cazavampiros (1997) y una apariencia de serie televisiva que en ciertos momentos echa para atrás. No es este un comentario de un defensor de la obra de Kubrick, pero sí de un defensor de la dignidad y de las cosas bien hechas. A Kubrick se le pueden echar muchas cosas en cara -pues, aunque se ha quedado con el sanbenito de mr. Perfecto, le quedó mucho para serlo-, pero nadie puede negar de que amaba el cine y practicaba su artesanía como el mejor. Hoy todo parece pasar por la virtualidad y el simulacro, mundo de falsedad y ruina emocional que amargan y estropean lo más valioso del cine: la realidad. Esto no contradice a géneros como el fantástico, al contrario: lo real ensalza lo irracional, lo imaginativo y el que esté en desacuerdo, que lea a Todorov un poquito. Hay que leer más y pasar menos horas ante la pantalla. la mayor parte de los cineastas de la actualidad son unos analfabetos que sólo piensan en la técnica y en la postproducción. El cine hay que hacer insitu para captar su esencia, para tocar sus imágenes. El cine es un arte táctil a pesar de su transparencia, un arte palpable a pesar de su fantasmagoría: todo lo que vemos debería existir, tener su duplicado en la realidad. Por eso, el desalmado de Flanagan se explaya en una cinta de dos horas y media creyendo efectuar una especie de obra maestra que no pasa de caca de vaca exprimida en un vaso con gaseosa, y lo digo en serio, sin sarcasmo. El problema de este tipo de ficciones seudo-fantásticas que juegan con el terror efectista, las persecuciones detectivescas y las conjuras demoniacas no hacen más que vaciar de humanidad al espectador, introduciéndole en un mundo infatiloide lleno de caprichos y guiños idiotas que nada significan y que acaban ofendiendo al público en general. Otros dirán que es difícil trabajar con niños y que tiene su mérito hasta cierto punto, ante lo cuál se podrían confrontar numerosos films dignos y modestos que demuestran un uso efectivo de la infancia para llegar a cotas más altas, a cotas dignas. Para no andarnos por las ramas, podemos comparar Doctor Sleep con la poco conocida Searching For Bobby Fischer (1993), una ficción hija de los temibles años 90', que poco a poco van valorándose mejor, debido a la montaña de basura en la que se está conviertiendo la gran producción industrial del siglo XXI, por culpa de directores bluff como Flanagan. Vean la película de Steven Zaillian: no se arrepentirán. Si una cosa tuvieron los 90', fue que crearon un fórmula mainstream tan perfecta, tan hitchconiana, que a veces, les salía bien.