lunes, 14 de septiembre de 2020




 I'M THINKING OF ENDING THINGS
  (2020)

Charlie Kaufmann


 



Escribo sobre la confusión porque está ahí, 
porque es un sentimiento que me invade 
 habitualmente.

Ch. K.


 

Comenzaré advirtiendo que todo es mentira, que todo -o casi todo- lo que se ha dicho sobre la última película de Kaufman es sesgado, tímido y en gran medida, superficial. La razón se encuentra en el hecho de que a pesar de los halagos y las incomprensiones, del enroque en el fenómeno de lo raro, en el estereotipo de lo excéntrico y todo lo demás, en medio de todo eso, de las cifras que ha hecho o no el film en Netflix o de las retrospectivas filmográficas comentadas una y otra vez de un autor bastante asimilable por el mero hecho de su esencialidad, al personal se le ha olvidado mencionar que nos encontramos ante la mejor película del año 2020. Casi nada. En lo mejor de las redes se comentan referencias obvias de pasada, intentando comentar las conexiones con otras obras contemporáneas, siguiendo la errática tendencia crítica de la actualidad de no ser capaces de mirar atrás. Hablar de Raúl Ruiz o Alain Resnais, mencionar el nouveau roman de los sesenta, mencionar a la santa Durás, mezclado con un somero comentario sobre la terrible sociedad estadounidense, no es suficiente. Al menos, no es suficiente hoy. En la época de Susan Sontag valía con eso y con alguna broma satírica para que el artículo punzase las conciencias más insensibles y provocase el debate y la controversia, en definitiva, el movimiento de las ideas. En cambio, hoy lo veloz no es suficiente y lo breve no garantiza nada o casi nada; no todos somos Borges -y aún en su caso-. El aluvión de films que un crítico está forzado a ver hoy, supera y mucho la cantidad que necesitaba un analista de hace medio siglo para estar al día y combinarlo con su cinefilia clásica; de ahí la importancia del criterio y el olfato. Una mirada al presente y otra al pasado: no hay otra. Por eso, tal vez tenemos dos ojos y no uno o tres. Dos manos, para escribir sobre lo que pasa y otra para recuperar lo que pasó. La cosa es que -como en la película de Kaufman- hoy todo parece detenido en el mismo punto, inmovilizado, paralizado, como si el mundo sufriese una enfermedad neuronal que le hubiese dejado patidifuso. Todo está congelado, hundido, teñido de blanco. La nieve cae y al ser humano de hoy no le importa transformarse en llanura, en desierto, en nada. Por eso los grandes artistas se ven obligados a crear desde cero, desde lo subterráneo, desde la oscuridad. Así, Kaufman lo ha hecho en esta ocasión, metiéndose de lleno en la cascada más compleja de su vida. Estoy pensando en dejarlo (2020) es una película que se embarca en la llamada escuela de la dificultad, un movimiento muy yanki, muy de palimpsesto, muy posmoderno, en su mejor sentido. Me refiero a una literatuta que se realizó en el Nuevo Mundo desde los años 70' y que intentó crear la Nueva Novela Americana, un nuevo Moby Dick. Y es que toda esta corriente es hija del modernismo más ambicioso, talentoso y brillante. T. S. Eliot, Ezra Pound, John Barth o James Joyce son algunos de los creadores de esta idea de creación no apta para ilusos ni vagos redomados, vedada para escépticos y animales sin alma. Charlie Kaufman es un escritor que idea películas, que construye artefactos narrativos excelsos, versátiles y mutantes, dotándoles de una materia maleable que va cambiando de forma como si se tratase de un pulpo o una medusa. Sus films son seres de una galaxia oscura llamada cinematógrafo, lugar donde se engendran las criaturas luminiscentes más ingeniosas de la existencia. No nos vamos a poner petulantes ni insoportables, pero cuando el seno del cine da a luz algo como Estoy pensando en dejarlo, hay que celebrarlo por todo lo alto. 
Kaufman tiene claro lo que quiere: hacer una película clásica en medio de un mundo banal, senil y vulgar, por eso elige un formato en cuatro tercios, el maravilloso formato de los grandes cineastas olvidados de las primeras décadas del cine, ese área maravillosa y mítica que se acerca más al número áureo, a la armonía perfecta de la visión. "Los ojos están hambrientos", recuerda Lucy -la gran heroína de este viaje, en parte carrolliano- al espectador, mirándole a los ojos fijamente, llamándole la atención, traspasando la pantalla hasta llegar a nuestra mente. Con ello, Kaufman no sólo conecta con el primer Godard, sino con una forma de hacer cine, un espíritu marginado por la contemporaneidad, donde se dejaba aún imaginar al espectador que aquello que veían era real y verdadero. Y la realidad de los dos protagonistas -los magníficos Jessie Buckey y Jesse Plemons- montados en un coche nos llevan aún más lejos, hasta Rossellini y su Viaggio in Italia (1954), -renombrada en la península hispánica con el sugerente título de Te querré siempre-, hasta Anna Karenina (1948) de Duvivier o hasta la versión de Clarence Brown, pues aunque no salta a primera vista, con el justo detenimiento, uno se da cuenta de que la heroína se da un aire a Greta Garbo. Parecidos razonables a parte, hay que tener claro que es esta una película de ideas, no de acciones. El argumento es muy escueto y la peripecia se resume en menos de una frase, lo cuál no nos debe llevar a equívoco, pues no es sólo una película de guión ni mucho menos, pues el talento de Kaufman con las palabras o con el collage discursivo no sólo acaba en la escritura, sino que en especial en esta última entrega, se hace evidente un bello dominio del ritmo, las luces, los ambientes, la fotogenia y el instinto interpretativo. Domina y maneja el sonido a sus anchas, corrigiéndolo, silenciándolo, cortándolo, creando en ocasiones un maravilloso mutismo que nos traslada al cine mudo y a su inquietante profundidad, haciendo nacer el áura que tanto cuesta, en estos días paganos, resucitar. Kaufman decide despistar a sus personajes, secuestrándolos en una ficción sin retorno -una road movie fragmentada a base de alocados entremeses-, disfrazada de circunstancias burguesas y archiconocidas por el común de los mortales que haya establecido alguna vez una relación sentimental con alguien. Pero la cosa no se queda ahí, pues partiendo del texto original de la homónima novela, escrita por Iain Reid, Kaufman dispara su película sin saber cómo acabarla o lo que es lo mismo, simulando una improvisación ficcional donde la telequinesia, Newton, la Biblia, Sartre, Camus, Ciorán, Robert Walser e incluso el situacionismo de Guy Debord, tienen cabida. Todo se iguala bajo la nieve hasta morir. Las palabras fluyen mientras el público cree que encontrará algo en su arena, en su confusión, en su delirio... pero las palabras se las lleva un viento que, por un instante se reencarna en Lucy en medio de una anagnórisis brutal, en mitad de un ataque de autoconciencia sublime que llena de poesía la película y el corazón del que la observa y oye a estos dos titanes imaginarios perdidos en la tempestad. Al principio de la cinta se muestra un rincón de la casa donde vive Lucy, lugar donde ella tiene colgada una reproducción del famoso óleo de Caspar David Friedrich, titulado Caminante ante un mar de niebla (1818), referencia romántica muy clara que nos llevaría a justificar el idealismo de la película por un lado y los sentimientos oscuros por otro;
su presencia se hace pictórica, lo que lleva al film a surcar los universos de Rembrandt, Goya o Velázquez, bajando las luces hasta matizar las formas al extremo de convertirlas en una luz ténue que nos habla. El color es un sentimiento, una emoción; la luz trasmite dichas sensaciones de forma irreal, fantástica. Kaufman, desde sus primeras ficciones, instauró su personal estilo lúcido-depresivo-surreal -muy distinto al de Todd Solonz- que engendró joyas como Adaptation (2002) o Cómo ser John Malkovich (1999). Siempre se ha vinculado a Kaufman con ese grupito de postadolescentes infantiloides que son Wes Anderson, Spike Jonze y Michel Gondry, creadores singulares pero inmaduros y aburguesados, voces distintas que acaban por decir nada, de aportar nada, sólo pura estética, eso sí, espectacular, diferente; la decisión de Kaufman de pasar a la dirección a partir de 2008, tal vez se deba a que las colaboraciones que tuvo con los anteriormente mencionados, no llegaban a satisfacerle, a encarnar sus ideas a un nivel digno. Pero lo distinto, por sí solo nunca garantiza lo nuevo, lo importante, lo necesario: el mito de la innovación no lleva a ningún sitio por sí mismo, lo raro, tampoco. Muchos han etiquetado a Charlie Kaufman como a un cineasta extraño, raro, personal, definiéndolo así para quedarse tranquilos, para encerrar su nombre en una jaula donde no les haga daño un verdadero creador: sin lugar a dudas, Charlie Kaufman es uno de los pocos artistas que sobreviven en Hollywood o como se llame a aquel engendro industrial que hoy nadie sabe cómo definir o situar. Dice el crítico Lucas Santos que "a lo que se parece ese cine impersonal, rutinario y afectado que nutre los abismos de las plataformas digitales y las candidaturas a los Oscar es a los libros de autoayuda y a toda esa gazmoñería que parece adueñarse poco a poco del mundo" y no le falta razón. Buena síntesis. La cosa es que el gran público -por llamarlo de alguna manera- sigue sin querer darse cuenta de que algún día se convertirá en lo que ve en la pantalla y de forma irresponsable, sigue considerando y utilizando el cine -y las demás artes- como un mero entretenimiento. "Nos convertimos en lo que vemos", afirman sin vacilar los personajes de la película, avanzando en medio de la nada, cada vez más sombríos, pensando en el amor, las películas, los libros, los poetas, citando y discutiendo la realidad mental, las ideas que vienen y que van, demostrando que el cine puede proyectar un más allá de las formas y contraponer la razón y la locura de una forma equilibrada, montando a ambas en un coche para hacerlas hablar la una con la otra. Kaufman quiere decirnos muchas cosas y nada a la vez: es un amante del cine, quiere construir una película imposible como lo hacía Fellini o Buñuel, un ensayo de tinieblas donde todo quiere crecer, donde todo quiere vivir, atravesando el túnel de Alicia, obligando a sus personajes a reencarnarse  en conceptos -como en Beckett-, en entelequias, en palabras, en música, en teatro o en cotidianidad, consiguiendo convertir un coche en toda la memoria del mundo, o de su mundo particular, pensando en el final de la historia, en un cierre simple y justo para un pandemonium discursivo que crece como un rizoma y que quiere perpetuarse en el infinito a pesar de su imperfección. Exactamente ahí reside el reto de Kaufman: repetir su tentativa de la fallida Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), pero de una forma absoluta, centrándose en su parte onírica, en su potencia más brillante y llegar hasta lo hondo de lo bello a través de herramientas surreales, jungianas, lacanianas, joycianas... continuando adelante a pesar de la mentira de la existencia y de las máscaras, consiguiendo un ambiente psicoanalítico, lírico y dulce lleno de interrupciones, reflexionando sobre la deshumanización de la contemporaneidad y la universalidad de una forma sencilla, aceptando que no hay colores en el universo, ni respuestas claras, mezclando realidades opuestas, géneros esperpénticos, correcciones lingüísticas, helados derretidos y complicadas metáforas hasta atravesar la frivolidad de la evasión, los dibujos animados, el terror, la violencia, la danza y la enferma adolescencia hasta aplastar el mito de la juventud y del tiempo mediante el absurdo de Ionesco y Pirandello, observando con paciencia los intimidantes cuadros de Ralph Albert Blakelock.
Todo esto sólo es una muestra de lo mucho que se podría hablar de Estoy pensarlo en dejarlo, traducción no del todo fiel, dotada de una sibilina ambigüedad que refleja las intenciones y la postura -a estas alturas del partido- del cineasta niuyorkino. Las palabras son maleables, las imágenes también: Kaufman consigue demostrar que el cine, además de un lenguaje autónomo, es un creador de realidades capaz de llegar muy hondo y de secuestrarse a sí mismo para desnudarnos sin darnos cuenta y a la vez, de encadenarse para no poder escapar y mostrar los huesos que nos rodean, el cementerio blanco de la verdad, la emoción de la revelación y del misterio, tan sólo para llegar a un bello final digno del El principito, ese artefacto "minimal" escrito por el conde Antoine de Saint-Exupéry, otro tipo raro, inclasificable. Parece que a la crítica generalista le preocupa demasiado encasillar las singularidades para poder hablar de ellas con facilidad y llegar más fácil al lector. Es una lástima y un ejercicio inútil el hacerlo, pues para artistas como Kaufman, no sirven los clichés, ni las teorías, ni las biofilmografías sintéticas; comprender un mundo autónomo exige un sacrificio, una emoción y no información, una sabiduría y no un memoria usb; vivir en el caos es bello si uno se deja llevar por la complejidad, por la honestidad de los verdaderos autores. Es una verdadera pena que la crítica actual tenga prisa por hacer listas, clasificar, comprender y explicar en vez de disfrutar de las grandes obras de nuestro tiempo, fenómenos de los que un día se hablará largo y tendido y se los calificará de incomprendidos en su tiempo.
Vale.



 





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