viernes, 6 de octubre de 2023

 

 

 Mira para otro lado

 


Quién podría negar que el final de Being John Malkovich (1999) es sorprendentemente lírico, en suma, hermoso. En el cine contemporáneo escasean este tipo de momentos, apartados de la trama y la estética  principal, autónomos y resistentes al tiempo; casi se podría decir que se trata de un film aparte, de un poema aislado. La secuencia muestra a Emily buceando en un piscina, la hija de Maxine, mujer del personaje de John Cusack. Su nombre es un eco del principio de la película donde se evoca a la poeta Emily Dickinson. La metáfora es contundente y compleja: en ese nuevo ser infantil no sólo se esconde la vida eterna, sino también el secreto de lo poético, la intimidad del artista y por otro lado, la conciencia de Cusack, condenado a observar de forma pasiva la traición del amor a lo largo de una vida. Esa otra vida es la del espectador, la mirada ejercida desde el otro lado de las cosas, al otro lado de la red de la ficción. Así, más allá de lo lacaniano o fantástico que contiene el film, la película también funciona como metáfora de la esencia del arte cinematográfico, señalando la condición esencial del público, su esclavitud, su condena ante la omnipotente pantalla sometida bajo el poder de las historias. Un cine es una cárcel de sueños, un sueño de cárceles. Allí dentro, todos miramos aquello que otro ya ha visto, aquello que otro ya ha vivido. El cine, como todo arte, es una experiencia transmitida, un flujo de sugestiones que intenta hacernos vibrar de manera distinta, activando conexiones inesperadas, neuronas dormidas. Todos los guiones de Charlie Kaufman tienen ese tipo de ingredientes: un batiburrillo confuso por momentos, untado de grisala firma de la casa que desemboca en un momento glorioso e inesperado; la mirada de Emily resume en su simplicidad décadas de cine, listas infinitas de títulos fracasados. El poder de lo original, de lo individual, gobierna cuando brilla de forma natural.




 

Otro final curioso y poético al mismo tiempo, se halla en una película comercial de los años 80' protagonizada por Schwarzenegger y Belusi: Red Heat. Al terminar el film, algo raro ocurre y un plano secuencia se queda suspendido en la pantalla mientras pasan los créditos. De pronto, una película semicómica de policías se convierte en un artefacto visual de un alto interés. Su director, el estrambótico Walter Hill, deja un diamante final ante la sala de un público que ya cree que ha visto lo que tenía que ver. Lo bueno estaba al final. El plano es una transición de la ficción a lo documental en una sola secuencia sin un solo artificio. Cuando Schwarzenegger se despide y sale del plano, este se queda ocupado por el paisaje moscovita con paseantes en la lejanía, ignorantes de estar siendo filmados. Su belleza gana con los minutos y el mantenimiento de ese plano merece toda la admiración.

 



 

Haneke trabaja ese elemento documental en su cinta Caché (2005), ese drama antiburgués en el que a lo largo del film se mezcla la estética afrancesada comercial y una mirada documental que se hace personaje en sí misma, amenaza directa. Así Haneke nos hace colocarnos en la mirada del otro, del marginal, del dolor; el espectador se convierte en un doble espectador y el cineasta en un autor creador de empatía. Pero más allá de lo moral que la película quiera imponer, hay en el film una reflexión sobre la visión, la percepción y el punto de vista que culmina, como en el caso de Red Heat, en los créditos finales, con un largo plano fijo en el que se plantea una última pregunta al público: ¿somos nosotros los asesinos o es la cámara la única culpable, testigo voluntarioso de la realidad?

 





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