jueves, 26 de enero de 2023

  

MEMORIAS DE ENERO

Cine malo, cine bueno

 


 
Hablaba Bresson de purgar la realidad para quedarse tan solo con lo verdadero y así, desprenderse de la horrible sensación de lo falso. A pesar de haber pasado un tiempo más que prudencial, el cine, sobre todo este que hoy llamamos contemporáneo o de siglo XXI, parece haberse perdido en gran medida por las leyes del mercado y las manos invisibles. Un espectador medianamente atento puede detectar con facilidad cómo gran parte de la producción comercial va tomando una homogeneidad preocupante. Si se comparan películas como The Menu o Glass Onion, ambas de 2022, se notará un tufillo que está contagiando a gran parte de la ficción anglosajona. Caprichosas críticas a las clases altas, ridiculizando su ocio con banales performances en clave de Cluedo. Un desastre. Por otro lado está White Noise, una prometedora cinta basada en una novelita de Don DeLillo, perteneciente a ese ramillete de films de fumada new age como Puro Vicio (2014), alimentados de literatura conspirairónica de los años ochenta. Así como ya le ocurrió a Thomas Anderson, Noah Baumbach desarrolla una compleja trama llena de excentricidades que no acaban de fluir y que se quedan en anecdotario de estupideces que, ya de paso, sirve como acicate a la clase burguesa. Palos para todos. White Noise funciona mejor como vioclip que como película y aunque posee cierto interés, al final se zambuye en un vacío de postmodernismo retro. Caduco. El neoliberalismo se está pasando de vueltas y piensa que puede ficcionarse a sí mismo consiguiendo que nadie se de cuenta, diciendo cualquier cosa. Ya lo empezó a hacer con la saga de Alien, vendiendo la idea del monstruito, cuando en realidad la obsesión de Scott es la cuestión de los androides -tema superficial-, que poco después continuaría con Blade Runner, esa película retrofuturista que a las personas de mal gusto les encanta y que en realidad, es tan aburrida y tan sobrevalorada que comienza a oler a mortadela. La memoria es la peor enemiga para estas cosas. Más infantil es Star Wars y más gracioso aún es oír un análisis de la pútrida saga espacial realizado por un cronista parlamentario como Pedro Vallín, venido a cinéfilo cultureta de la prensa, promotor de festivales de cine de medio pelo y pico de oro. Neoliberalismo en acción; defensa de argumentos lamentables. Punto com. Hablo de estas famosas sagas para recordar la decadencia absoluta del Marvel, la cuál, en cualquiera de sus tentáculos, se ha convertido en una guardería para neonatos (¿Alguna vez fue otra cosa?). Así es el arranque del siglo XXI para el cine comercial que pretende anular todas las demás caras de este oficio y hacer creer, a partir de la superabundancia y el meme, que el cine en realidad es Black Adam (2022) o sea, una chorrada efímera que no debería haber existido ni quitarle el sueño a nadie. Aún en el lado más serio de Hollywood, las cosas no van del todo bien: estrenos como She said o Armaggedon Time, dejan mucho que desear, carentes de originalidad narrativa y entusiasmo cinematográfico. Recuerdan a demasiadas otras cosas o a nada, de hecho, la película de James Gray es un simulacro de film independiente. Es curioso que en un siglo como este, del cuál todo quisqui parece estar orgulloso de pertenecer por su nuevo paradigma y su progresismo ilimitado (escuchen de nuevo las memeces de Vallín), el cine sea tan sumamente pobre y defectuoso. La publicidad y el mercado, por no hablar de la censura religiosa, son más poderosos que nunca sobre las películas, enfocadas como un enorme anuncio de ideas, consumo y basura espectacular retuiteada. El público debería hacer mucha más resistencia, tener más amor, volver a valorar las cosas importantes y ver más a menudo La mamá y la puta de Jean Eustache, Out 1 de Jaques Rivette o la maravillosa e irrepetible El testamento de Orfeo de Jean Cocteau. Pero no de sólo cine francés vive el hombre: ver Pacifiction (2022) de Albert Serra es una gloria y un alivio, ver Memoria de Apichatpong es un placer sin límites y recordar Anette de Leos Carax, es mucho más de lo que uno podría haber imaginado a estas alturas del partido; hoy se hace muy buen cine, pero como siempre ha ocurrido, es escaso. Y es verdad que las últimas décadas no han sido fáciles para un arte, el cine, cuya esencia es la realidad. Recordemos que no hay otra disciplina cuya materia básica sean las apariencias del tiempo. A principio de este siglo se estrenó una película de Godard de la que ya no se habla tanto: Elogio del Amor (2001). Ver este film hoy es una experiencia extraordinaria e irrepetible que gana con el tiempo. Una delicia. Hay un montón de películas por las que vale la pena apostar por el cine, experimentando su magia, su toque transformador. Still Life de Jia Zhangke demostró en el 2006 que el cine documental seguía siendo el caballo de Troya del arte de las pantallas y que a pesar de ser una propuesta mixta, los géneros, en este oficio, los inventa cada artista. El cine es un oficio colectivo pero también se trata de una intuición individual, como todo lo humano. Así, viejas películas como El Verdugo de Berlanga o Monos como Becky de Jordá, entroncan con fabulaciones como Banda aparte (1964) o Número dos (1974). Es curioso que las mejores películas europeas se estrenaban cuando las trilogías de Lucas y compañía se abrían paso reventando el sistema clásico de las salas norteamericanas. La decadencia del cine actual se debe en parte a esto, a la idea de una rentabilidad salvaje y cruel que pasa por encima el cine original, de autor. Y no es que el pasado sea un paraíso y si no atrévanse a ver Conocimiento Carnal (1971) de Mike Nichols o El marido de la peluquera (1990) de Patrice Leconte; van a cagar vinagre con ventilador. Siempre han habido películas buenas y malas, pero nunca había sucedido que tanta gente viera mierda empepinada sin protestar; hoy, cualquier subida de tono es juzgada como un delito. La cultura de las series en plataforma tiene mucha culpa en todo esto: al público doméstico se le ha hipnotizado con cuatro historias de chichinavo repetidas ad infinitum. Pedro Vallín les dirá que él siempre prefiere la cantidad a la calidad, propio de un cínico ultraliberal con complejo artístico. Por eso, en su librito ridículo ¡Me cago en Godard! echa pestes de los artistas, culpándoles de narcisismo, misticismo y casi de terrorismo, proyectando los valores de la sociedad que él mismo defiende, ocupando un puesto público. Pero eso es otra historia. Busquen un video de él y pásenselo en grande. No tiene desperdicio. Si quieren flipar con la mejor serie de los últimos siglos, vean How to with John Wilson (2020), la ficción más desternillante y original que se ha visto en décadas, basada en hechos documentales cotidianos. Como decíamos y como será hasta el final de los finales de este maravilloso fenómeno definido como cinematográfico, el hecho documental sigue salvando los trastos del negocio o al menos la dignidad, muy lejos de la paranoia norteamericana y las chapuceras políticas nacionales para generar industrias de cine lucrativas en Europa. Lo ducumental va ha llegar (Arrabal). Para despedir la perorata invernal, no se pierdan Everybody street (2013) de Cheryl Dunn, Who the #$&% Is Jackson Pollock? (2006) de Harry Moses o la más que fascinante, por no decir la mejor película del último año -y por otro lado, quizá una de las mejores de Herzog-, The Fire Within: A Requiem for Katia and Maurice Krafft.