sábado, 28 de diciembre de 2019


EN CONSTRUCCIÓN
(2001)

Jose Luis Guerin




Si valemos algo, 
podremos dominar la vida
Scott Fitzgerald


El mundo nunca termina pues lo infinito es incomprensible y el miedo al tiempo y al pensamiento hace esclavos a los esclavos. Todos se dirigen hacia lo abstracto, hacia el sin sentido del realismo más estremecedor pero, ¿cuánto podrá soportar el alma? Al buscar la belleza de las apariencias uno suele toparse con la duda y la confusión, pero a veces la conciencia de la realidad se expande como un laberinto en una mañana de sol y nos muestra diminutos mundos ignorados. Al mirar entre las grietas de la fenomenología, se puede contemplar un lugar en movimiento, en continua mutación, queriendo vivir, persistiendo en esa idea clásica del orden. Entonces creemos soñar la figura de un marinero borracho, perdido en el delirio de los días, quien de forma irremediable nos recuerda tanto a esa preciosa película de Ashby (The last retail, 1973) de tema tan paradójico y similar e incluso a la vaporosa silueta de John Joyce -excéntrico padre del famoso escritor irlandés-, siguiendo con los ojos su deriva inconsciente hasta el rumor de las palabras de un vagabundo charlatán que mezcla las dimensiones del mundo a placer. El ojo se da cuenta de que la grieta maravillosa por la que mira es en realidad un lugar muy especial, un paraíso donde viven algunos de los seres más extraños del universo, atrapados entre planazo plásticos de derrumbes y ruinas de un parnaso pasado, de un Olimpo vital que ya nunca se repetirá. El demiurgo de esta visión, el nunca suficientemente valorado Jose Luis Guerin, hace patente a través de la grieta el hecho de destrucción de un imaginario, d aun tipo de imagen pasada, una imagen que es un ser, un alma que va desapareciendo a medida de que la modernidad burguesa se impone. En construcción es una película singular e inimitable, exclusiva de un momento determinado, de una inspiración y una circunstancia concreta. Guerin propone un cine de cierta arqueología, como ya lo hizo en Tren de sombras(1997) o Innisfree (1990), rebuscando bajo las baldosas de lo cotidiano, encontrando esqueletos de la locura que murieron pensando en el Apocalipsis o los milagros. La imagen posee su propia arqueología y por eso, Guerin en los inicios del último siglo se aventuró a contemplar qué quedaba de la antigua existencia, a escuchar a los fantasmas enterrados de la locura, demostrando que el pasado es más poderoso que todos los presentes juntos, pues su revelación paraliza y hace fantasear a lo humano. Tal y como hizo Heinrich Schliemann con Troya, Guerin escarba en todos los estratos posibles hasta descubrir que el hombre tiene una costilla más que la mujer o que su peroné es diferente. Da la impresión de que los esqueletos se levantan por la noche y suben a los cuchitriles de la antigua Barceloneta a drogarse y polemizar sobre ellos mismos sólo por pasar el rato, entregándose a los espejos para darse cuenta de que hay algo que camina por las calles que ya no está vivo. Ante la fascinación de lo pretérito, algunos seres se transforman en espías marginales de la decadencia y otros en eléatas con sombrías conclusiones como que la atmósfera se origina en el mar. Al igual que en las más famosas series urbanas de Helen Lewitt, los niños juegan entre las calaveras, burlándose de la muerte que aún ven tan lejos, que aún creen irreal. Tal vez la infancia es poderosa por su inconsciencia o tal vez por su soberbia, su tendencia en creer en la inmortalidad de forma natural. Los niños son felices entre las ruinas pues son capaces de imaginar el mundo en medio de lo abstracto: toda construcción es una abstracción, un tótem de la mente, una ficción dentro de una ficción. Guerin asume así el cine, como una reflexión o mejor dicho, una inflexión sobre hecho de filmar, sobre el proceso maravilloso de recolectar imágenes entre putas almodovarianas y extrañas continuidades, dialogando con ese cine que inventó Pedro Costa (Ossos, 1997 y En la habitación de Banda, 2000) en el ocaso del pasado siglo, ese siglo XX que tanto prometió pero que traicionó a sus hijos. La película de Guerin parece por momentos una film de Billy Wilder, en concreto la casi perfecta Irma la dulce (1963), una sublimación del cine de estudio que resuena en la obra de Guerin como un eco que podría haber sucedido en sus imágenes, si la demolición no hubiera terminado con todo. Los seres extraños también están corruptos y no se libran de la seducción del oro, de la ignorancia, la fatalidad, el deseo. Todos hablan solos mientras las sombras del cine se acumulan en palabras nocturnas pintadas en las paredes de la noche que mañana caerán. Ellos, nómadas de la nada, están y no están en este mundo, son y no son en realidad. En construcción trata sobre dicho verbo, el verbo estar, como si fuera el aura de todo un movimiento, el problema esencial de un tipo de amor por las cosas, un amor tan marginal como hermoso, una ruina sentimental de belleza pura. Decía Scott Fitzgerald que está claro que vivir consiste en hundirse poco a poco, en ir desapareciendo inevitablemente y eso sin duda, es lo que ocurre, lo que todo el mundo sabe: toda vida es puro hundimiento, amantes drogados, ojos que se desploman, camareros mudos, caprichos de la locura. El suceso principal -como suceso- es ver bajo las ruinas florecer asuntos prodigiosos en forma de sonrisa y de locura como si fuera lo único resistente a la barbarie, como si fueran las armas básicas de los héroes de nuestro tiempo, un tiempo sin definición ni objeto, consumido en el consumo y el aburrimiento, en la enfermedad y la perversión. Guerin podía haber hecho una película muy distinta, pero decide hablar de lo que vive allí, en ese lugar, donde un puñado de esas personitas maravillosas del universo -esas que nos hacen reconciliarnos con nuestra alma o con lo que sea eso llamado alma- sobreviven soñando, alimentándose de extraños dáimones ardientes (o como los llama Salinger: diablos solitarios) que vagan por las calles sin nada más que hacer que reinventar la vida, pues el suceso (y el sujeto) hay que inventarlo para llegar al secreto de las personas, al suceso concreto que es acción por una parte e imaginación por otra, hasta conseguir estar en el mundo de otra manera, respirado un último suspiro,  un último aliento desesperado pues el mundo nunca termina. En eso se basa el verbo estar tal y como se presenta en el film; estar se convierte en el eje central de la imaginación, en el hogar del valor, en el motivo del tránsito, sintetizando en esa forma verbal todo un privilegio existencial de ser testigo de un cambio en la forma de hacer cine, un cambio inesperado que los críticos de arte no pudieron predecir. Todo se derrumba y entonces nace una nueva oportunidad para la verdad y la risa (bergsoniana), charlando sobre los misterios egipcios, el amor adolescente, la nieve, la poesía, el alcohol, la infancia de una manera primitiva, sin ciencia alguna, sin información, sólo pensando mediante el instinto y el sentido fuera de lo común, generando un teatro de entes soberanos de sí mismos, marginales invisibles colmados de paciencia ante el fatuo y los días perdidos entre construcciones humanas que algún día caerán de nuevo. A la llegada de las sombras burguesas bien pensantes y correctas, la magia se acaba en la película y comienza el aburrimiento y el tedio, la asepsia, lo clínico, la economía. La llegada de lo burgués, apropiándose del mundo a partir de sus dividendos, zanja la frontera con lo medieval, con el pensamiento mágico y establece el reino del escepticismo y la pobreza emocional. ¿Dónde irá a parar ahora la más frágil y más hermosa vitalidad del mundo, los Niños Perdidos más perdidos del universo, encabalgándose unos a otros por las calles, viviendo cualquier cosa como un milagro, colgados de la cornisa del delirio, fumando sin parar como locomotoras, inhalando el humo de los dioses?, ¿dónde irán ahora esos diablos solitarios que aprendieron a sobrevivir como robinsones, desplazándose de un paraíso a otro con una ligereza especial, como si realmente se tratase de un don (parecido al famoso Don de la Ebriedad, también llamado Santo Delirio)?, ¿dónde irán los seres que ocupan los lugares sagrados del antiguo CHINO de Barcelona, donde la tragedia y la invención son las dueñas del ánimo superviviente de estas últimas ánimas inocentes de vivir, inocentes de ser outsiders de nacimiento: huérfanos, marineros, putas, niños y alcohólicos, esqueletos de ultratumba? Toda una gloria tirada a la basura, expulsada de la realidad a golpes. El vagabundo charlatán afirma: "yo sólo guardo cosas delicadas". Guerin también lo hace y por eso clasifica con minuciosidad todas esas maravillas que encuentra caprichosamente y las ordena como si se tratase de un limbo de resistencia, una cajita de tesoros (pues si el cine es algo, es eso, una cajita negra de secretos valiosos) representando una actitud basada en el estar, en resistir, en suceder, en la terquedad de vivir pase lo que pase, desaparezca lo que desaparezca, sea lo que sea. Entender el hundimiento como construcción, como estructura; entender la ruina como escenario, como oasis; entender la palabra como aventura, como resistencia; entender la deriva del cine como un marinero borracho del que todos se mofan y al que acecha el olvido y la fatalidad. Una película como toque de atención de lo que vendrá, de lo que vendría, de lo que hoy sigue siendo este nuevo cine que se la juega por sobrevivir, siendo el refugio de ejército de bastardos impertinentes y precarios que sueñan con la belleza sin parar.








viernes, 27 de diciembre de 2019




LA INFLUENCIA O EL CINE

SOLARIS
(1972)

Andrei Tarkovski






Se hace muy curioso observar ciertas similitudes entre películas dispares -o aparentemente dispares- de una misma época, lo cuál demuestra el instinto devorador del cine, su obsesión de esponja, de espejito mágico. El espectador agudo percibirá que no sólo de argumento y puesta en escena vive un film, sino de -y en gran medida- la historia del cine. La cinefagia que sufre la cinematografía es casi un síndrome, un enfermedad metareferencial que construye -en parte- su esencia mimética y que responde a su naturaleza realista. Pero, ¿qué tipo de realidad muestra la pantalla? Nos llevaría muy lejos, pero este no es el lugar ni momento, para desmembrar y analizar los gajos de la teoría realista hasta encontrar el que mastica el arte del tiempo visual, ese arte que aún mantiene agarrado el cuello del siglo XXI. Para resumir, el cine trabaja en un estado de desrealidad, al igual que lo hacía Velázquez según Ortega en sus pinturas, trabajando lo vaporoso, las nieblas, lo etéreo de las luces y los cuerpos; lo inmaterial. Existen películas -las mejores- que instalan esa sensación perturbadora de la realidad y someten al público al miedo y a la extrañeza, al igual que el mago hace claudicar con sus trucos ante la sorpresa y lo imposible. Las grandes películas que llegan a ser cine, son aquellas que transmiten una sensación onírica al espectador, enriqueciendo el concepto de realidad, expandiendo el sentido de existencia a través de la bruma sensorial de las imágenes y los sonidos. En 1972 se estrenó una película muy curiosa, hija de los prolíficos 70' y de la famosa y evanescente Guerra Fría. El archicitado cineasta ruso Andrei Tarkovski, aprovechó la encrucijada política de su país para realizar su hermoso film Solaris que marcó de alguna manera, un hito estructural y un tipo determinado de estética basada en la angustia existencial. Se hace curioso darse cuenta que sólo siete años después, Coppola estrenaría su obra maestra Apocalipsis Now (1979), estableciendo un mito sobre las películas bélicas, utilizando bloques de episodios, enhebrados por una trama o tramoya poco sutil. Me explico: aquel que visite la película del italoamericano, se podrá dar cuenta fácilmente de que el prólogo y el leit motiv está copiado del film ruso de Tarkovski. En Apocalipsis Now, el protagonista escucha la voz de un misterioso hombre al que deberá matar, debido a que ha perdido el control mental y ha desobedecido las órdenes militares. En Solaris ya había ocurrido esto, con la diferencia de que en vez de ser soldados, los personajes son científicos. De alguna manera, el interesante argumento que el escritor Joseph Conrad imprimió en su citadísima El corazón de la tinieblas (1899) forma parte de la base de ambos films, pero en uno toma una dimensión original y en otro, una función práctica, de pura copia. De alguna manera, este fenómeno explica la deriva de cines tan distintos como el norteamericano y el ruso. Los yankis viven aún de un remake ficcional de sí mismo, de una copia continua y pobre que más tarde o más temprano, acabará con ellos. El puritanismo, la frivolidad, el espectáculo y la megalomanía son algunos de los pecados de un tipo de cultura decadente y ya irrisoria a estas alturas del partido. Por otro lado, películas como Solaris, herederas de la tradición del gran cine europeo y oriental -de Fellini a Kurosawa-, siguen alimentando el bagaje fílmico, en definitiva, el sueño del cine. El horror, en Solaris, se transforma en una apasionante aventura en la que los personajes pierden el sentido de existencia hasta establecerse en un discurso fantasmagórico desde el que pueden experimentar el dolor desde otro estado, acariciando los pelajes de ese concepto tan denostado en la época actual: el espíritu. Dice Kelvin, su protagonista: "Sólo una cosa sé, señor. Cuando yo duermo, no conozco el miedo, ni las esperanzas, ni los trabajos, ni la dicha... Gracias a quien inventó el sueño; esta es la única balanza que iguala al pastor y al rey, al tonto y al sabio. Sólo es malo el sueño profundo, se parece demasiado a la muerte". Esta muerte de la que habla Kelvin es la que muestra Coppola una y otra vez en Apocalipsis Now, un sueño pesadillesco, muy de infierno dantiano, demasiado reivindicativo, demasiado ideal. Es lo malo de creerse con la razón absoluta, con la superioridad moral que sostiene la verdadera sabiduría. Coppola se equivoca al creer que podrá realizar un segundo Solaris sin que nadie se de cuenta y salir indemne. La falta de un tono homogéneo, la irregularidad de la interpretación de sus personajes, la carencia de elipsis sugerentes y de un guión sólido, hace de Apocalipsis Now una simple película de ciencia ficción llena de fuegos artificiales en medio de la selva y ambientes densos de color púrpura. El film de Coppola se queda en la sensación pasajera, en la superficie de lo profundo, en la apariencia de la luz, lo que explica que su película pueda definirse -de alguna manera- como platónica y la de Tarkovski, en cambio, como socrática. La primera se embelesa por las luces del mundo exterior, mientras la segunda es fiel a la novelita de Conrad, intentando viajar a través de las complicadas sombras de la psique del arte, dialogando con el misterio y el sin sentido del cosmos. Uno de sus personajes (Snaut) replica al protagonista: "En realidad no queremos conquistar ningún cosmos, sino ampliar la Tierra hasta sus confines. No queremos otros mundos; queremos un espejo". Tarkovski, cineasta humanista donde los haya, sabía perfectamente que al ser humano sólo le faltaba otro ser humano para completarse y que destruir y asesinar eran métodos inútiles para sublimar la felicidad de la existencia. El problema de la película de Coppola es que no percibe en ningún momento el enorme error de su propuesta, creyéndose Dostoievski (Crimen y Castigo, 1866) sin entender que Dostoievski era un degenerado y sus novelas decimonónicas eran bastante imperfectas. Coppola se centró en su propio mito, en construir la gran perla del nuevo cine norteamericano, en un momento en el que aquella industria ya estaba corrompida hasta las trancas. Lo malo o lo delicado del cine es que todos los errores se ven más fácilmente que en otras artes. La incoherencia estética de Coppola es tierna de alguna manera, pero se queda en un producto adulterado, obsesionado con películas como Solaris o Aguirre, la cólera De Dios, de Herzog, realizada el mismo año que la de Tarkovski. Nada es casualidad, todo el cine es polihistórico, por eso sus imágenes hablan de su época y de todas las épocas a la vez. En este momento, podría iniciar una analogía geométrica de estas dos últimas obras, pero dicho plan excede la ambición de este texto o breve nota. 
Ante la potencia del espíritu, la mediocridad y la genialidad se hacen impotentes y la ciencia falla, y la industria naufraga, perdida en su propio narcisismo espectacular. Coppola comete el enorme fallo de no comprender la función de la naturaleza, extraviando a sus personajes en la selva más oscura sin dotarles de conocimiento. A cambio de esta carencia, les ofrece chicas playboy, surf, rock&roll, helicópteros y milenarismo barato, elementos vacíos y obscenos, símbolos de una impotencia artística paliada a base de dólares; la gran diferencia entre su película y la de Tarkovski, es que la primera trata de un hombre que busca a otro para matarlo y la segunda, de un hombre que busca a otro para vivir. Los fantasmas que acompañan a la la humanidad no pertenecen al mundo del horror sino al de su misma conciencia; los personajes fílmicos no son inofensivos ectoplasmas sino seres que sienten igual que el espectador. Por eso en Solaris, Kelvin muestra piedad ante sus visiones, transportándonos a otra novela, La invención de Morel (1940), liberándose así del sufrimiento que da a la vida un aire sombrío, lleno de sospechas, muy parecido por no decir idéntico, al que vive el capitán Willard (Martin Sheen), obsesionado por matar al coronel Kurtz (Marlon Brando). En los años 40'. el escritor argentino Bioy Casares escribió la mencionada novela como una metáfora a su amor por el cine, lo que nos llevaría a una influencia en bucle, inserta en medio del siglo XX, una tradición heredera del romanticismo donde sólo se ama lo más grande y bello de la vida; Coppola no sabe amar a la humanidad y por eso, a través de sus personajes, intenta acabar con el Mal (ignorando que no existe -Spinoza-), porque en realidad él desea ganar la guerra y olvidar, llegar a ese punto concreto de su tesis, cuando sólo se ama lo que uno puede perder. En Apocalipsis Now falta el arrepentimiento, la vergüenza, la inteligencia y si no, ¿por qué estúpida razón, Coppola nos muestra el rostro de Kurtz desde el primer minuto, cuando lo podía haber ocultado hasta el final ofreciendo una catarsis al espectador y no una media verdad explícita ante la que el público tiene casi que disimular la sorpresa del último tramo del film cuando aparece el personaje de Brando que ya conocen en realidad?, ¿por qué señor Coppola, por qué la única idea misteriosa de su film es revelada a los cinco minutos de su inicio?, ¿qué pretende? El misterio de la felicidad, de la muerte y del amor sólo son dignos del cine con mayúsculas y no del cine XXL; hay que dejar de pensar y volver a sentir para crear películas bellas como las del alemán Werner Herzog y contemplar personajes como el de Klaus Kinski, flotando en su propio planeta Solaris o a Kelvin (Donatas Banionis) perdido en un laberinto cósmico como Delphine Seyrig lo hace en Marienbad, Charlie Marlow en El corazón de las tinieblas o Morel en la isla imaginaria de Villings. Un eterno presente identifica el estado de las grandes películas, las cuáles habitan en un mismo universo donde el desconocimiento del destino les hace inmortales y su creencia en los milagros llena de alegría la existencia. Sin objetivo concreto, el cine sueña para engrandecer la vida, para enriquecerla, no para matarla o huir de ella; sólo existe un mundo, rodeado de una bella conciencia.
¡Viva la desrealidad fílmica y el cine socrático!




















viernes, 13 de diciembre de 2019




ROUTE ONE USA 
(1989)

Robert Kramer



Como si se tratase del héroe celiniano Ferdinand Bardamu, el doctor McIsaac viaja por la costa este norteamericana desde el Canadá, dispuesto a redescubrir su país tras pasar fuera diez años en tierras africanas. Este Virgilio del convulso imperio del Tío Sam pretende encontrar la belleza en el infinito, impulsado por la idealización de su país, por un concepto romántico de una nación apenas existente. Lo que en realidad encuentra a cada paso el doctor, es una confusión absoluta de mentes que se pierden en los diccionarios intentando definir sus circunstancias, prohibiendo a los indios casarse con los blancos, registrando a los blancos que andan por la carretera para cerciorarse de su condición de amenaza, la cuál recuerda a la película First Blood (1982), nido comercial de grandes traumas yankis. La desconfianza de la psique norteamericana llega a tal punto de exageración que acaba creando enemigos innumerables, seres compuestos por un miedo que teme incluso al propio miedo. El miedo genera estupidez y la estupidez genera duda, confusión, ignorancia... por eso, los profesores de colegio piensan que existe un complot para acabar con la educación para la fundación de una dictadura de analfabetos. Por alguna razón, alguien persigue que el pueblo deje de saber leer y que vague simplemente de trabajo en trabajo, de inutilidad en inutilidad, hasta embotarse y desaparecer. Visto así, EEUU padece de una enfermedad denominada apocalipsistitis, una prisión en vida donde se intentan recuperar derechos y libertades a través de fanatismos y ramalazos patrióticos, fenómeno similar al ocurrido con el estado del actual Brexit. Cuando la sociedad deja de comprender, es sencillo convencer de ideas falsas y de introducir y perpetuar mitos tóxicos; el American Dream, el American Way of Life, el progreso infinito, la estatua de la Libertad... El doctor habla con los niños intentando recuperar lo humano, intentando cantar una melodía con su presencia que suene por la Ruta 1 hasta New London, para comprender por qué todo es distinto e igual al mismo tiempo. El doctor sólo quiere volver a ver a un buen amigo y para ello le toca escuchar a predicadores negros que explican que Disneylandia es una manera de hacer creer a la gente que la realidad es un cuento de hadas (fenómeno similar al de hoy con las redes sociales, los videojuegos y el cine comercial), cuando en realidad las terribles costumbres se perpetúan mediante la dejadez y la diferencia de clases, la fabricación en cadena, los aserraderos, loa bajos sueldos de las planchadoras... hay un río caudaloso en el que se refresca el protagonista que está lleno de versos de Whitman, controlados por la industria maderera llena de arqueología y tuberías de mugre que escupen la verdad al lodo donde nadie rebusca. A finales de los 80', el doctor McIsaac desenmascara con su viaje vertical a una Norteamérica medio muerta donde la rebelión está dormida en el corazón de los niños. Construcción, petróleo y basura rodean los comedores sociales donde las cubanas blancas ayudan a los pobres desdichados recitando versos de José Martí; brujas, visionarios y charlatanes sustituyen a Thoreau y a Emerson e intentan trasmitir un mensaje de sublevación en el orgullo de sus feligreses, mientras ellos mismos caen en las tenebrosas redes del éxito y la vanidad, mezclando la religión y la retórica, teatralizando la vida hasta llegar a la ruina. Con un estilo a medio camino de Shoa (1985) y Sans Soleil (1983), Robert Kramer inventa un relato crítico que recuerda por momentos a la magnífica Vernon, Florida (1981) o la mítica Harlan Country (1976), películas donde lo importante no es viajar, sino acompañar al viaje. Cuando uno busca la aventura, busca cada vez más hacer algo mucho más difícil, aunque sólo sea para ver qué ocurre, pues un escritor siempre escribe para saber qué sucede al final, pues es inútil o se hace inútil intentar comprender la razón de las cosas y es mejor disfrutar de la felicidad de habitar en una película como la de Kramer donde el protagonista, el doctor McIssac se siente privilegiado de interpretarse así mismo rodeado de demasiadas historias contradictorias, de un ejército de sinsentidos que continúan ocurriendo como si nada fuese grave, como si todo siempre hubiera sido así de absurdo y perverso. Seguramente, Route One Usa no es una película sobre la deriva de EEUU, sino una confirmación de los pilares sobre los que se cimentó una cultura y una sociedad depravada: el genocidio, la avaricia, el odio y la mentira.   


(Continuará)












miércoles, 11 de diciembre de 2019





TACONES LEJANOS
(1991)

 Pedro Almodóvar





Siempre que se visiona un film de Almodóvar, irrumpe una sensación doble alimentada por gratas sorpresas y desencantos obligados. La forzada estética pop que el cineasta inyecta a su cine desde los inicios de su carrera, parece intentar engrasar los irregulares mecanismos fílmicos que construye: artefactos variopintos donde el género de telenovela se mezcla con el triller, el melodrama y el entremés dadaísta. Lo mejor de Almodóvar son sus incursiones en lo popular, en lo cutre, en lo marginal; esa obsesión por lo freak o desacostumbrado. Es cierto que allá por los años 80', este cineasta kitsch fue necesario e inevitable en un país casposo y abotargado aún en las corridas de toros y en el flamenco. Estos falsos mitos españoles exportados y promocionados por la defectuosa cultura franquista, maquillaron una realidad controvertida y fascinante que Almodovar reivindicó y sublimó hasta el paroxismo, consiguiendo crear un universo cerrado, repleto de rubias comepollas, travestis cantarines, vírgenes atolondradas, monjas psicodélicas, proxenetas, yonkis, divas decadentes, guardias civiles, machotes exacervados y perversos galanes que sonrojaban a una sociedad puritana, infantilizada y alcoholizada al mismo tiempo. Su praxis, emparentada en los 80' con cineastas como Kaurismaki o Jess Franco, inspirada en las películas sesenteras de Warhol, habitaba esos mundos salvajes y caóticos del undergorund folclórico, firmando películas muy descompensadas (Entre tinieblas, 1983), ofreciendo a la vez hallazgos estimulantes, volcándose en un cine de personajes estrambóticos, de vidas inverosímiles y superficiales. La idea del pop en Almodóvar funciona como revulsivo en un primer momento, hasta volverse pronto, un cliché de su estética, un elemento vacío de significado, una forma manida que acaba perdiendo la gracia y el brillo. Hoy se ve claramente cómo ese uso desaforado de los colores en Almodovar no es más que un capricho inútil que molesta a la vista, que se vuelve fastidioso y agobiante, forzado de más. Películas como La piel que habito (2011) o Los amantes pasajeros (2013) son pruebas de esa decadencia que comenzó siendo un signo estilístico, una bandera de modernidad, un aviso para navegantes; pero la novedad en Almodóvar se quedó a medio camino. La obsesión occidental de la originalidad es una enfermedad generalizada, un error absoluto de concepto. El problema o el desfase de los films de Almodóvar es que en realidad son casposos y convencionales en gran medida, aunque eso sí, adornados con una intención de distracción, de evasión de la mirada, centrados en provocar, en avergonzar, en frivolizar.
Toda historia de amor es en Almodóvar un artificio de deseo, una máscara sin espíritu. Los personajes son en general huecos, dedicados a su atuendo, a su peinado, a su guión, esclavos de un estereotipo al que deben responder en cada una de sus acciones. Los personajes de Almodovar se convierten -como en el arte pop- en meros objetos, en materiales de consumo, en elementos de un decorado multicolor.
Almodóvar inaugura los años 90' con Tacones lejanos, un melodrama que anuncia ya la deriba de su cine hacia una cierta moderación de formas y una cierta manera de contar más acomodada y en realidad, más comercial. Así como Kaurismaki deriva su cine musical hacia una estética más contemplativa de una complejidad mayor, Almodóvar empobrece sus films abordando géneros menores, moviéndose en bucle alrededor de temas que van dejando de ser freaks, normalizándose hasta ser inocuos para el espectador. En Tacones lejanos se puede destacar a una joven Victoria Abril y a una sorprendente Bibi Andersen, la cuál protagoniza la secuencia más moderna y superlativa del film, que vista hoy, nos lleva directamente al cine de Lynch, en concreto a una secuencia de Inlamd Empire (2006) imposible de olvidar por lo absurdo y rompedor de la misma. A veces, no está de más revisar viejos filmes de Almodóvar para encontrar pequeñas joyas perdidas en la mugre y entender que esos aislados hallazgos siembran semillas en otros cineastas preocupados también por la deriva de la estética del cine, empleados en la aventura de la forma. Por su parte, cierto cine francés y algunas películas del semidesaparecido Wong Kar-Wai, construirán el cine que Almodóvar ideará en la primera década del siglo XXI (Hable con ella, 2002), desdibujándose poco a poco años después, tendiendo cada vez con más insistencia en una ficción autobiográfica de una nostalgia innecesaria que no aporta nada al espectador (Volver, 2006, Los abazos rotos, 2009, Dolor y gloria, 2019), ni a su cine. Se hace curioso pensar en las derivas de ciertas obras, en el destino de ciertas ideas estéticas, en el agotamiento del ánimo, en el enquistamiento del talento. Existe en la obra de Almodóvar esa sensación de fascinación y al mismo tiempo de decepción, al imaginar siempre que la película podía haber sido mucho mejor, sin alcanzar a comprender por qué razón con bellos elementos no se acaba de llegar a la belleza, a la verdadera seducción.