viernes, 27 de diciembre de 2019




LA INFLUENCIA O EL CINE

SOLARIS
(1972)

Andrei Tarkovski






Se hace muy curioso observar ciertas similitudes entre películas dispares -o aparentemente dispares- de una misma época, lo cuál demuestra el instinto devorador del cine, su obsesión de esponja, de espejito mágico. El espectador agudo percibirá que no sólo de argumento y puesta en escena vive un film, sino de -y en gran medida- la historia del cine. La cinefagia que sufre la cinematografía es casi un síndrome, un enfermedad metareferencial que construye -en parte- su esencia mimética y que responde a su naturaleza realista. Pero, ¿qué tipo de realidad muestra la pantalla? Nos llevaría muy lejos, pero este no es el lugar ni momento, para desmembrar y analizar los gajos de la teoría realista hasta encontrar el que mastica el arte del tiempo visual, ese arte que aún mantiene agarrado el cuello del siglo XXI. Para resumir, el cine trabaja en un estado de desrealidad, al igual que lo hacía Velázquez según Ortega en sus pinturas, trabajando lo vaporoso, las nieblas, lo etéreo de las luces y los cuerpos; lo inmaterial. Existen películas -las mejores- que instalan esa sensación perturbadora de la realidad y someten al público al miedo y a la extrañeza, al igual que el mago hace claudicar con sus trucos ante la sorpresa y lo imposible. Las grandes películas que llegan a ser cine, son aquellas que transmiten una sensación onírica al espectador, enriqueciendo el concepto de realidad, expandiendo el sentido de existencia a través de la bruma sensorial de las imágenes y los sonidos. En 1972 se estrenó una película muy curiosa, hija de los prolíficos 70' y de la famosa y evanescente Guerra Fría. El archicitado cineasta ruso Andrei Tarkovski, aprovechó la encrucijada política de su país para realizar su hermoso film Solaris que marcó de alguna manera, un hito estructural y un tipo determinado de estética basada en la angustia existencial. Se hace curioso darse cuenta que sólo siete años después, Coppola estrenaría su obra maestra Apocalipsis Now (1979), estableciendo un mito sobre las películas bélicas, utilizando bloques de episodios, enhebrados por una trama o tramoya poco sutil. Me explico: aquel que visite la película del italoamericano, se podrá dar cuenta fácilmente de que el prólogo y el leit motiv está copiado del film ruso de Tarkovski. En Apocalipsis Now, el protagonista escucha la voz de un misterioso hombre al que deberá matar, debido a que ha perdido el control mental y ha desobedecido las órdenes militares. En Solaris ya había ocurrido esto, con la diferencia de que en vez de ser soldados, los personajes son científicos. De alguna manera, el interesante argumento que el escritor Joseph Conrad imprimió en su citadísima El corazón de la tinieblas (1899) forma parte de la base de ambos films, pero en uno toma una dimensión original y en otro, una función práctica, de pura copia. De alguna manera, este fenómeno explica la deriva de cines tan distintos como el norteamericano y el ruso. Los yankis viven aún de un remake ficcional de sí mismo, de una copia continua y pobre que más tarde o más temprano, acabará con ellos. El puritanismo, la frivolidad, el espectáculo y la megalomanía son algunos de los pecados de un tipo de cultura decadente y ya irrisoria a estas alturas del partido. Por otro lado, películas como Solaris, herederas de la tradición del gran cine europeo y oriental -de Fellini a Kurosawa-, siguen alimentando el bagaje fílmico, en definitiva, el sueño del cine. El horror, en Solaris, se transforma en una apasionante aventura en la que los personajes pierden el sentido de existencia hasta establecerse en un discurso fantasmagórico desde el que pueden experimentar el dolor desde otro estado, acariciando los pelajes de ese concepto tan denostado en la época actual: el espíritu. Dice Kelvin, su protagonista: "Sólo una cosa sé, señor. Cuando yo duermo, no conozco el miedo, ni las esperanzas, ni los trabajos, ni la dicha... Gracias a quien inventó el sueño; esta es la única balanza que iguala al pastor y al rey, al tonto y al sabio. Sólo es malo el sueño profundo, se parece demasiado a la muerte". Esta muerte de la que habla Kelvin es la que muestra Coppola una y otra vez en Apocalipsis Now, un sueño pesadillesco, muy de infierno dantiano, demasiado reivindicativo, demasiado ideal. Es lo malo de creerse con la razón absoluta, con la superioridad moral que sostiene la verdadera sabiduría. Coppola se equivoca al creer que podrá realizar un segundo Solaris sin que nadie se de cuenta y salir indemne. La falta de un tono homogéneo, la irregularidad de la interpretación de sus personajes, la carencia de elipsis sugerentes y de un guión sólido, hace de Apocalipsis Now una simple película de ciencia ficción llena de fuegos artificiales en medio de la selva y ambientes densos de color púrpura. El film de Coppola se queda en la sensación pasajera, en la superficie de lo profundo, en la apariencia de la luz, lo que explica que su película pueda definirse -de alguna manera- como platónica y la de Tarkovski, en cambio, como socrática. La primera se embelesa por las luces del mundo exterior, mientras la segunda es fiel a la novelita de Conrad, intentando viajar a través de las complicadas sombras de la psique del arte, dialogando con el misterio y el sin sentido del cosmos. Uno de sus personajes (Snaut) replica al protagonista: "En realidad no queremos conquistar ningún cosmos, sino ampliar la Tierra hasta sus confines. No queremos otros mundos; queremos un espejo". Tarkovski, cineasta humanista donde los haya, sabía perfectamente que al ser humano sólo le faltaba otro ser humano para completarse y que destruir y asesinar eran métodos inútiles para sublimar la felicidad de la existencia. El problema de la película de Coppola es que no percibe en ningún momento el enorme error de su propuesta, creyéndose Dostoievski (Crimen y Castigo, 1866) sin entender que Dostoievski era un degenerado y sus novelas decimonónicas eran bastante imperfectas. Coppola se centró en su propio mito, en construir la gran perla del nuevo cine norteamericano, en un momento en el que aquella industria ya estaba corrompida hasta las trancas. Lo malo o lo delicado del cine es que todos los errores se ven más fácilmente que en otras artes. La incoherencia estética de Coppola es tierna de alguna manera, pero se queda en un producto adulterado, obsesionado con películas como Solaris o Aguirre, la cólera De Dios, de Herzog, realizada el mismo año que la de Tarkovski. Nada es casualidad, todo el cine es polihistórico, por eso sus imágenes hablan de su época y de todas las épocas a la vez. En este momento, podría iniciar una analogía geométrica de estas dos últimas obras, pero dicho plan excede la ambición de este texto o breve nota. 
Ante la potencia del espíritu, la mediocridad y la genialidad se hacen impotentes y la ciencia falla, y la industria naufraga, perdida en su propio narcisismo espectacular. Coppola comete el enorme fallo de no comprender la función de la naturaleza, extraviando a sus personajes en la selva más oscura sin dotarles de conocimiento. A cambio de esta carencia, les ofrece chicas playboy, surf, rock&roll, helicópteros y milenarismo barato, elementos vacíos y obscenos, símbolos de una impotencia artística paliada a base de dólares; la gran diferencia entre su película y la de Tarkovski, es que la primera trata de un hombre que busca a otro para matarlo y la segunda, de un hombre que busca a otro para vivir. Los fantasmas que acompañan a la la humanidad no pertenecen al mundo del horror sino al de su misma conciencia; los personajes fílmicos no son inofensivos ectoplasmas sino seres que sienten igual que el espectador. Por eso en Solaris, Kelvin muestra piedad ante sus visiones, transportándonos a otra novela, La invención de Morel (1940), liberándose así del sufrimiento que da a la vida un aire sombrío, lleno de sospechas, muy parecido por no decir idéntico, al que vive el capitán Willard (Martin Sheen), obsesionado por matar al coronel Kurtz (Marlon Brando). En los años 40'. el escritor argentino Bioy Casares escribió la mencionada novela como una metáfora a su amor por el cine, lo que nos llevaría a una influencia en bucle, inserta en medio del siglo XX, una tradición heredera del romanticismo donde sólo se ama lo más grande y bello de la vida; Coppola no sabe amar a la humanidad y por eso, a través de sus personajes, intenta acabar con el Mal (ignorando que no existe -Spinoza-), porque en realidad él desea ganar la guerra y olvidar, llegar a ese punto concreto de su tesis, cuando sólo se ama lo que uno puede perder. En Apocalipsis Now falta el arrepentimiento, la vergüenza, la inteligencia y si no, ¿por qué estúpida razón, Coppola nos muestra el rostro de Kurtz desde el primer minuto, cuando lo podía haber ocultado hasta el final ofreciendo una catarsis al espectador y no una media verdad explícita ante la que el público tiene casi que disimular la sorpresa del último tramo del film cuando aparece el personaje de Brando que ya conocen en realidad?, ¿por qué señor Coppola, por qué la única idea misteriosa de su film es revelada a los cinco minutos de su inicio?, ¿qué pretende? El misterio de la felicidad, de la muerte y del amor sólo son dignos del cine con mayúsculas y no del cine XXL; hay que dejar de pensar y volver a sentir para crear películas bellas como las del alemán Werner Herzog y contemplar personajes como el de Klaus Kinski, flotando en su propio planeta Solaris o a Kelvin (Donatas Banionis) perdido en un laberinto cósmico como Delphine Seyrig lo hace en Marienbad, Charlie Marlow en El corazón de las tinieblas o Morel en la isla imaginaria de Villings. Un eterno presente identifica el estado de las grandes películas, las cuáles habitan en un mismo universo donde el desconocimiento del destino les hace inmortales y su creencia en los milagros llena de alegría la existencia. Sin objetivo concreto, el cine sueña para engrandecer la vida, para enriquecerla, no para matarla o huir de ella; sólo existe un mundo, rodeado de una bella conciencia.
¡Viva la desrealidad fílmica y el cine socrático!




















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