sábado, 6 de noviembre de 2021

 
 
 
 
 
Las canciones perdidas 
de Alexandre Cristoph Dupont


ANNETTE
(2021)

Leos Carax 
 
 

 
 
 
Con bastante certeza se podría asumir que Leos Carax es el cineasta que mejor ha sabido leer la contemporaneidad, al menos desde el cambio de siglo. Por su puesto que hay otros muchos que lo han intentado: Apichatpong Weerasethakul -a través de la recuperación de un sensualismo oriental muy particular-, Albert Serra -a través de la desmitificación de la Alta Cultura-, Pedro Costa -a partir de un código cerrado y finito donde nacen milagros-, Aki Kaurismaki -a través del silencio y el absurdo, tamizado de un marxismo excéntrico y alucinado- o el viejo Jean-Luc Godard -ahogado en una inmensa sopa erudita de imágenes que tan sólo él, si a caso, podría entender-. Todos estos cineastas, puntas de lanza de una visión personal y poderosa del arte cinematográfico, han intentado renovar los extensos campos trillados del mundo de la pantalla a través de poéticas singulares y hermosas que han provocado los mejores frutos del siglo. Pero, como ya decíamos, hay uno entre ellos que ha dado un paso inaugural hacia otra cosa, hacia un lugar peligroso donde el éxito se reduce al mínimo, por no decir a la nada. El grupo de cineastas europeos mencionado posee algo en común: un pacto sagrado y silencioso que trata de crear a partir de una idea humanista de origen centroeuropeo a espaldas del cerebro indusrial, del capitalismo o lo que es lo mismo, de la posmodernidad. La argucia de Carax parece ser el haberse desviado de dicho dogma y el haber aprovechado un hueco en el territorio anglosajón para imaginar un film totalmente distinto. Es cierto que Holy Motors (2012) ya anunciaba dicho estallido, pero parece que nadie podía predecir una explosión de frescura tal como la que ha traído Annete a las salas de cine. 
Leos Carax, que ya desde su Boy Meets Girl (1984) había demostrado su visión nostágica de un tipo de cine moribundo o desaparecido, dejando huellas de luz de una existencia que se escapaba para abrirse a una confusión sin término, ha sabido superar la herencia de la Historia del Cine para lanzarse a otra Historia que aún no tiene nombre y que está, en estos momentos, dando sus primeros pasos. En vez de seguir removiendo el enorme caldero de las viejas formas, ha decidido fusionar las estéticas contemporáneas -y no las clásicas- más llamativas -como podrían ser la mirada lynchiana, las tramas kaufmaninas, las perversiones weinstinianas, el musical burtoniano, el feminismo, los mundos de la crianza, la pesadilla de la Fama, la perversa industria del Humor y una fantasía entre El muñeco diabólico (1988) y El Cristal Oscuro (1982)- para, de un solo plumazo, construir una prodigiosa película y a la vez, criticar el absurdo en que se ha convertido la realidad actual. Annette representa una fusión cultural entre Europa y EEUU, funcionando como una mirada desde el otro lado, una mirada realizada por un infiltrado, por un poeta sigiloso y extraordinario. No hay duda de que sus imágenes se alimentan de la oscuridad de Los ojos sin rostro (1960) de Clouzot y de los mil bailes de Minelli, pero también se percibe una mirada irónica a mitos yankis como el pusilánime Scorsesse, parodiado en ciertas partes de la película de manera inteligente y sutil, disfrazando a sus pobres formas con humor. En Annette, el mundo del espectáculo es ridiculizado de una manera radical, mostrando sus entrañas, su pensamiento, su mecanismo. Leos Carax echa mano a todas las estéticas: desde el videoclip a la publicidad, a la lógica televisiva, a la música pop. El cineasta va arrastrando al público hacia lo real a través de lo imaginario, a través de la ilusión de una mente que de pronto conecta con todas las demás realidades y que cuenta su propia ilusión de una manera clara, hasta llegar a tomar la vida como un modelo del Arte, retrocediendo varios siglos en las estéticas artísticas hasta toparse con el género operístico, el más grandilocuente, el más artificioso. Y es destacable que Carax haya elegido esta manera para llegar al público, esta forma tan distante y elitista para lanzar una historia a los ojos y a los oídos, hasta escribir lo que tal vez sea su último poema. No quedan muchos artistas como Carax en la faz de la tierra, creadores que hayan resistido todas las humillaciones posibles: el cineasta francés -llamado en realidad Alexandre Cristoph Dupont- lleva haciendo cine casi cuarenta años y sólo ha conseguido llevar a la pantalla seis filmes, ahora bien, seis películas entre las que se encuentran un puñado de las mejores obras fílmicas del último medio siglo. 
En Annette, todo ser es susceptible de pasar a formar parte de la ficción, a ampliar el coro griego que canta la vida según va pasando, sublimando alguna de las mejores ideas de Resnais (On connaît la chanson, 1997 o Smoking/No Smoking, 1993), consiguiendo convertir la banalidad de la estética actual en una tragedia sin drama, en una enorme teatralización del propio cine y de los propios sentimientos que sobreviven a toda frivolidad, a toda perversión. También, como no, Carax imita escenas de Pierrot el Loco (1965) de Godard, pues le parece inevitable unir un poderoso espíritu aislado de los años 60' con el escepticismo y el narcisismo actual, no se sabe si para revertirlo o para provocar un choque que halle sus consecuencias en el puro azar. En Annette todo se va transformando en un escenario y ya no sabemos si lo que vemos es un bosque o conjuntos de papel pintado, no sabemos si se trata de una piscina o un río, de un cuento de Poe o una sinfonía de Bartok o, por último, un capítulo de Bela Balazs filmado por King Vidor. Leos Carax sólo pide al público que se deje llevar y no piense ni actúe como la crítica cinematográfica Stephanie Zacharek, la cuál aún cree que el público tiene algún poder sobre el artista y exige una especie de cine acorde a sus deseos, ¿pero qué dice esta mujer, cómo se atreve a publicar un texto tan soez y casposo sin que se le caiga la cara de vergüenza? Hay un mundo que se ha terminado pero que intenta resistirse inutilmente. Para disfrutar del cine hay que dejarse llevar y confiar en los grandes creadores, pues ellos no quieren nada más que llevarnos de la mano hacia sus planetas, a constelaciones más allá de Orión. Así, cuando Annette parece conducir a un nuevo trampantojo, el espectador se da cuenta de que al observar su alrededor ya no sabe distinguir entre lo real o lo imaginado: si todo se ha hecho irreal, ¿qué es lo real?, ¿quiénes somos?, ¿una película? Para salir del embrujo debemos confiar en el héroe, pues él sabe desde el principio de su naturaleza inmortal y también que el espectáculo es su dulce redención. Así, cuando el público se levanta de la sala y reflexiona sobre lo que ha visto, por un momento duda de si -lo que acaba de ver- se trata de una película de Wes Anderson o de la mítica Easy Rider (1969), de una paranoia de Cronenberg o de la manzana de Blancanieves, de un musical de Broadway o un poema de Goethe. Conseguir esto es conseguirlo lo máximo: diluir el estilo para sólo filmar un todo vivido como una experiencia, como una ilusión de la propia vida.