lunes, 17 de octubre de 2022


 


¿TODAS LAS NIÑAS TIENEN AGUJERO?

Acerca de la película Numéro deux (1975) de J-L. Godard

 


 




Se hace difícil entender que en el cine no es sólo la imagen sino también el sonido, que las historias se cuentan dos veces al igual que hay dos naturalezas, un abrir y un cerrar, el día y la noche, el ying y el yang. La fenomenología está partida por la mitad y por eso hay siempre algo que entra y algo que sale. Meter, sacar. Uno y dos. Nada funciona en soledad o no debería, mas la civilización ha generado un mito falocéntrico, de exaltación al héroe, distorsionando la realidad. En 1975, Godard, junto a su compañera Anne-Marie Miéville, abordan este problema cultural que hoy es todo un absoluto, un conflicto. Pero la dualidad de la existencia no sólo se refiere al género, sino también a los ciclos vitales o al trabajo: así, existe la vida de la infancia y la vida de la madurez, dos mundos muy distintos; existe el campo y la ciudad o en conceptos postindustriales, el campo y la fábrica, pues todo ciudadano se convierte en la sociedad capitalista, en un producto que no sólo produce sino que también consume. Así se establece el binomio hombre-mujer o fábrica-paisaje, algo que fabrica y algo que se observa, pero esta división debe cambiar para que la mujer-paisaje no sólo tenga derecho a acostarse con ácidos, dice Godard, soñando ya en una biblioteca sin libros que para el cineasta no es internet sino el cine, ¿en qué medida esto hoy se ha solapado? Vivimos en un mundo de síntesis, alejados medio siglo de estas profecías godardianas que exponían un mundo compuesto de máquinas donde lo único interesante era encontrar dinero, fabricar papel, crear billetes. Bucar papel e interpretar un papel. Hoy los banqueros y los actores son lo mismo o al menos, tienen el mismo dinero. Godard propone un nuevo tipo de fábrica y un nuevo tipo de papel: un lugar donde se imprima la realidad o el pensamiento de la realidad a una velocidad regulada por un nuevo jefe, el artista, el cineasta, quien es a la vez patrón y obrero. Así, para entender el futuro, que hoy vivimos en presente, no es necesario ir a la escuela pues en ella se impone un método para generar obreros, o sea, seres de angustia. En vez de eso debemos centrarnos en el amor por el lenguaje, pues este nos lleva al amor por las cosas, por los juegos, las bromas, las revelaciones. Debemos dejar de obsesionarnos con las imágenes pobres de Hollywood (hoy todas las series anglosajonas en general) y escuchar a los pájaros, escuchar la música del mundo que nunca para de repetir la verdad. Hay que volver al origen pues las cosas son muy complicadas y la angustia demasiado simple. Las fábricas de cine deben desaparecer y florecer los cineastas, brillando en su independencia, su aislamiento, con una palabra en la boca que defina el mundo. A los 45 años, Godard confiesa haberse quitado una carga enorme de chorradas y obstáculos que le impedían acceder al quid de la cuestión: la misión es ser ligero, minúsculo e ingenioso para encontrar el papel que permita sellar la visión. Durante los años 70', la información ya se ha hecho dueña de las mentes: el fútbol, la reproducción infinita, Saigón, los sindicatos, el ruido del comentarista, la idiocia del periodista, las patadas de Bruce Lee; todo ha colisionado en un bosón de Higgs y la única conclusión posible es que el trabajo se ha convertido en mierda, ¿qué es lo que vemos por los ojos? Mierda, pero ¿por qué? No nos damos cuenta. No sabemos diferenciar la imagen del sonido: hay dos historias y una de ellas va sobre la música. Así, Numéro deux es una película que muestra cosas increíbles y ordinarias al mismo tiempo, dividiendo la pantalla, separando el grano de la paja, hasta descubrir que el deseo no es sencillo pero que la angustia sí y por eso se somete al individuo desde siempre; el placer es complicado y por eso el cine erótico es un tabú. La vida del erotismo siempre ha sido un secreto. Lo otro es lo fácil, lo explícito, lo banal, el chantaje: "cuando se está cómodo en el paro se instala el fascismo." La decadencia de una sociedad se nota en la relación de los individuos con el chantaje del poder, por eso es ésta una película de posicionamiento, de cambio de sitio, de girar el cerebro, los ojos, los oídos. Hay que mirar las cosas desde otro punto, desde el lado opuesto al que solemos mirar y por eso se hace tan relevante la imagen de la sodomía, donde uno ve y el otro no. El poder ve lo que el ciudadano sólo intuye: él mira el paisaje y la víctima sólo la fábrica, por eso en la escuela sólo se enseña a identificar la fábrica. Por eso es tan importante Bergman, él mismo, su obra, una fábrica de imágenes que ponen en suspenso el equilibrio de las relaciones, mostrando la irracionalidad salvaje de nuestra naturaleza, mostrando una serie de tabúes emocionales por los que pasa cualquier alma sensible. Un patrón que también es el obrero. Secretos de un matrimonio (1974). Todo es un caos y por eso hay que contar la imagen desde el origen: 1+1= 2, uno es la imagen y otro el sonido. Un matrimonio. Un binomio. Entonces, ¿por qué un elemento debe valer más que el otro? En este mundo zapping se ha producido un desorden de los valores, una confusión alimentada por el interés: todo se ha convertido en un trailer, en un spot de publicidad, o sea, en una perversidad alucinatoria y breve, muy simple: pornografía.

De Numéro deux se ha escrito mucho aunque no lo suficiente, ya que nunca se ha explicado por qué es una película pornográfica, una película explícita donde la política pasa a ser un folleteo existencial, por eso es tan importante saber que lo que se cuenta se ve y se oye y que esa dualidad crea una mirada que reflexiona: ¿Papá era una fábrica o un paisaje? Suena el jazz para dar paso a la imagen del público, un ejército de devoradores de sexo transmitido, pero entonces, ¿para qué hacer música? Para ver lo increíble, o sea, lo que no se ve. Un cine para ciegos donde una niña escribe con tiza en la pizarra: "antes de nacer estaba muerta". Pero, ¿dónde estabas antes de nacer? En un paisaje o ¿Mamá es una fábrica? A las mujeres se les habla de la menstruación, de la desconfianza en los hombres, de su naturaleza desagradable: sodomía, reproducción, sodomía, reproducción. Entonces, ¿por ese agujero que todo lo experimenta sale la memoria? El sistema configura esos recuerdos, esas experiencias para crear un paisaje donde hay una fábrica; la fábrica debe sustituir al paisaje. El trabajo debe demoler a la mujer ya que ha conseguido demoler al hombre que a su vez, ha paralizado a la mujer; la mujer debe anular al hombre para destruirse a sí misma. El trabajo quiere destruir todo, hacer del mundo una sola cosa: papel. ¿Debemos morir por el papel, desaparecer como el buen papel? Dinero. Cálculo. Pero los cuentos verdaderos se cuentan dos veces: los pájaros y los niños cantan en el recreo y siempre suenan igual. La Anarquía no es una bomba, es la canción de Pinelli, comer y bailar, comer y bailar y no aburrirse y no tomar cereales que acaban con la líbido. Ahora el contraplano invade la palabra y en una sola imagen conviven los dos polos, pero no sólo es el hombre y la mujer, sino la infancia y la vejez. Hay un papel que es de fumar, uno que al quemarse deja ceniza y otro que simplemente desaparece; el bueno es el que se esfuma. La infancia no entiende a la vejez, el hombre no entiende a la mujer, la mujer no entiende el mundo: no la dejan evadirse, escuchar su propia música. Siempre decide la fábrica, no el paisaje. La injusticia a largo plazo genera aburrimiento, infidelidad, impotencia. Entonces, sólo queda la máquina: los dos mirando la lavadora. Ninguno sabe cómo funciona. El sistema funciona por que nadie entiende el funcionamiento.

El sexo es un sistema de miradas, un campo de perspectivas: privilegios, humillaciones, poderes. Cuando el sexo es un trabajo comienza la pornografía. No son dos sino uno. La pornografía la inventa el capitalismo, el aburrimiento existencial. La gente en paro no para de masturbarse. Se anula a uno de los dos. Sodomía. Comienza la era de la masturbación, la era de las destrucción de los sentimientos. Meadas en el lavabo, insultos, discusiones, mentiras, ladridos, felaciones, ¿quién tiene la razón? Melancolía, gritos, chantajes, peleas y el final de la sinfonía, ¿quién ofende a quién? ¿no se convierte todo en una película de Bergman? El sistema convierte todo en una ficción sueca: fría y degenerada. Se produce un extreñimiento existencial y el acto de cagar se convierte en el síntoma del desajuste, una metáfora de la existencia. A un marido se le puede dejar pero, ¿y a un Estado? ¿Cómo se separa el individuo del sistema? A través del lenguaje, definiendo las cosas. Viendo lo que no se ve. hablando de lo increíble. Hablar de sexo hasta llegar al amor, hasta llegar al concepto de muerte, ¿por qué no se dice esa palabra en las escuelas? MUERTE. El sistema tiene miedo a esa realidad y por eso la ha convertido en un negocio, insensibilizando al público, a la sociedad. Los cementerios son supermercados. El sistema genera una pornografía educativa donde los hombres odian a las mujeres; ellas se conforman con llevar bisones de piel, contribuyendo a la muerte prematura. El círculo infinito que hoy se va desvaneciendo. Pero sólo un poco. Todo lo real muere, pero en verano hay tantas flores que la fábrica no se ve. La vejez, aburrida, da vueltas a la sopa, sin historias, sin música, paralizada por el fútbol, los concursos, la mercancía y la infancia perdida sin poder ver el mundo como se ve lo increíble.

Godard, en la coda de la película, desiste del cine como medio para cambiar las cosas, pues llega a la conclusión de que la fábrica y el paisaje son los mismo. Amor y aburrimiento. Follar y ser follado. No se pueden racionalizar estas cosas, pero el sistema nos racionaliza. Aristóteles fue el primero que mintió. Animal racional no, animal racionalizado. Politizado. El trabajo se aprovecha de nuestros conflictos: él siempre gana. Ver la tele te convierte en su cómplice. Entretenerte en internet se vuelve un acto masturbatorio, narcisista. Un acto del capital. Lo complicado es fácil. El placer es angustia. Vuelve el sonido del tráfico, se acaba la ilusión, el cineasta se derrumba. La película colpasa. El instante de fascinación está a punto de terminar. El plan parece irrealizable. El cine sigue siendo la última utopía. Luego suenan los pájaros y por último, su música.

 


 

miércoles, 12 de octubre de 2022

 

 
 
EL PÁJARO SIN PIES DE LA INDIA

Un texto sobre Bande à part (1964) de J-L. Godard 





Cuentan los biógrafos que Anna Karina, tres días antes de comenzar el cuarto rodaje junto a su marido, había estado internada en un centro psiquiátrico. El motivo: su tercer intento de suicidio. Teniendo este dato, se hace aún más significativa su interpretación en Bande á parte, donde da vida a una adolescente inocente, aniñada y soñadora, ¿intentó volver la actriz a la infancia como compensación a la pérdida del hijo que había concebido años antes junto a Godard y que perdió fatalmente? Y más aún, ¿no intentó Godard a modo de chamán, involucrarla en una ficción fabulosa con la esperanza de volver a recuperar su mente enferma? Sea así o no, la música de Michel Legrand suena en el aire y suena para adentrarnos en una historieta pulp de Dolores Hitchens, un argumento barato de finales de los cincuenta que Godard aprovecha para dar rienda suelta a la barra libre de la imaginación. El atronador sonido del tráfico cesa y la mente del público viaja en melodías evanescentes que abren puertas inesperadas e invisibles, transportando el espíritu hacia el alma y el alma hacia el cine. Godard, como casi nadie, era capaz de evocar de la manera más simple, sus ambiciosas intenciones de escanear el cerebro del espectador y generar una página en blanco donde sellar ciertas ideas, ciertas palabras y ciertos mensajes, pues no es ningún secreto a estas alturas que la obra godardiana es una piñata de paradojas, ingenios y bromas cool, muy adelantadas a una época aún encartonada en las viejas costumbres y los polvorientos mitos. Godard fue una estrella fugaz, un cometa peculiar que pasaba por el cielo cada cierto tiempo para arrasarlo todo. Sus películas son hoy un testamento perenne de una voluntad privilegiada llena de contradicciones y conocimiento. Bande á part es una de sus joyas iniciales, un diamante en bruto que demasiadas veces pasa desapercibida al estar muy cerca de hitos populares como El desprecio (1963) o Alphaville (1965), por no nombrar a la reina de bastos, Pierrot le fou (1965), de hecho, parece ser que Band á part fue una de las películas con las que Godard se entretuvo mientras conseguía dinero para filmar con Belmondo. Y menos mal que tardó en reunir la pasta unos dos años, pues así hoy puede existir Band á part, film milagroso que reunió el mejor reparto posible nunca imaginado: Karina, Brasseur y Girard, tres actores complementarios que funcionan como uno solo, emulando el triángulo amoroso de Truffaut (Jules y Jim, 1962), adaptando así por partida doble una historia que se vuelve original por sí sola convirtiendo lo clásico en algo moderno, tratando el amor prematuro desde tres aristas distintas que convergen en versos de Shakespeare y aventuras de Thomas Hardy. La influencia de lo anglosajón como elemento temático es una constante en el cine de Godard hasta 1968. Juega con el icono de Hollywood y el imperialismo yanki, retorciendo la idea de los mitos dorados del celuloide, sacando jugo a su inutilidad, pues recordemos que a pesar de su cariño por el mundo prebélico mostrado en las pantallas, Godard sabe que ya no puede ser, que esa realidad cinematográfica se ha esfumado y que hay que andar por otros caminos, quizás más ingeniosos y atrevidos, más, a fin de cuentas, nuevos. Así, durante el metraje, juega con ideas dispares: una película de un millón de dólares, la posibilidad de llegar a nada, envenenar a una viuda rica y quedarse su dinero y mil disparates por el estilo. Todas las ideas proceden del cine y se quedan en el cine. La obsesión de Godard en muchas de estas películas iniciales es la dificultad por financiarlas, miles de films imaginados en su cabeza que no tenían salida más que en el olvido. Por eso, él intenta construir una memoria, a estas primeras alturas, de sentimientos y emociones. Así, construye un teatro: Godard es un creador de personajes típicos de Bruegel: un orondo alumno que esconde una botella de licor en una caja en forma de librería, una profesora de inglés que les enseña el idioma a través de la literatura, un chico que su único sueño es conducir en la carrera de Indianápolis, otro que se llama Arthur Rimbaud o una chica que vive con una condesa en una mansión a las afueras de París. El crisol es deslumbrante y a la vez mínimal; parece un teatro de marionetas que Godard va moviendo a su antojo, mezclando estos espíritus irreales en medio de un montón de imágenes cotidianas y antropológicas del movimiento de la ciudad, de su caos inevitable, del desorden y el riesgo que conlleva habitar entre humanos atrapados dentro del laberinto. Vuelve a sonar la música de Michel Legrand, como si se pasase a una página nueva o al capítulo siguiente donde lo continuo y lo discontinuo van de la mano, donde los planos secuencia, los pasajes banales y las brillantes escenas van generando una psicología nueva, fresca, original, emparentada con la de Los carabineros (1963) donde el humor y la tragedia se hunden en la misma fosa. Ambas películas son de las más humildes y austeras de toda esta época inicial: a los personajes les gusta la Naturaleza no la cultura, la cuál odian con todo su alma. Son outsiders, personajes sin identidad social, sin futuro, con la cabeza llena de jazz y noticias leídas en un bosque. Durante el film se habla sobre 20 mil cadáveres ahogados en un río, sobre la inercia del mal, sobre un cuento de Poe, otro de un indio mentiroso y por último, de un pájaro sin pies procedente de la India. Las mil y una noches, ideas baudelerianas, sociología, poesía, filosofía y todo tipo de referencias pop se entrelazan en esta sopa de ajo que sabe a manjar, pues en ella hay muy poca ampulosidad y mucho existencialismo: los tres protagonistas viven el dilema del aburrimiento (¿qué hacer?, ¿qué hacer?) entre billares, cigarrillos y licores, cambios de posición y bailes de moda en modo bucle hasta conseguir la ácida presencia de la repetición. Godard, a partir de un punto de Bande à part incide en esta idea absoluta de la Nada, de habitar la nada, el vacío y la desesperación de vivir hasta preguntarse, ¿el sueño se está convirtiendo en mundo o viceversa? La única solución que Godard encuentra es la imaginación, la coreografía, el juego. El amor se convierte en un chantaje, en una frivolidad, en un pasatiempo pero entonces, ¿dónde van los sentimientos? Montados en la Nouvelle Vague, un ola que en realidad sólo fue surfeada por muy pocos -aunque otros muchos se apuntasen-, un tsunami donde resuena la voz de Godard, un personaje más, un narrador que ayuda a la historia a que avance, a que no se enquiste en nimiedades, en rollos, en clichés. Bande à parte es una de las películas de Godard más literarias en el aspecto de que él filma o intenta filmar como un novelista, de hecho, en un momento de la película, uno de los personajes se detiene en un puesto de libros del Sena y compra la novela Odile de Raymond Queneau, con lo cuál introduce el efecto de la la metaliteratura en el cine, pues la novela de Queneau es un sátira sobre los surrealistas, una burla que trata los temas de la vaciedad, la juventud perdida y el primer amor de una manera ligera, gamberra. Así, la adaptación se vuelve triple, pero suena la música de Michel Legrand y todo se vuelve único, sin igual, perfecto. De hecho, todo cuadra: la madre de Godard se llama también Odile, por lo cuál, por arte de birlibirloque, el cineasta ha coronado como madre a Karina que en la película también se llama Odile. La desconsolada Karina se ha curado a través de su personaje sin apenas advertirlo. Magia. Y entonces ella pregunta al espectador, ¿por qué necesitamos un plan? Sus dos compañeros quieren atracar a la condesa convirtiéndola a ella en una traidora, en una ladrona y a pesar de la bondad y el miedo de Odile, sus dos amigos acaban convenciéndola con la maravillosa técnica de ser felices, matando el tiempo de la mejor manera posible: corriendo por los pasillos del Louvre, deslizándose por los museos, cantando en el metro, conduciendo por el barro como locos, perdiendo la cabeza, enamorándose, mintiéndose unos a otros, robándose los sentimientos hasta hacerse daño; el daño de la juventud, ese falso estado de la vida donde todo vale y donde nada parece tener término. Suena jazz y ellos le piden las medias a Odile: se acabó el juego, se acabó la infancia. La escalera más larga del mundo sirve para alcanzar las pesadillas, para matar a la condesa y terminar la novela de una vez, pues la ficción se ha agotado y ya no hay más que decir. Godard, en esta fastuosa impostura, en este entremés de rastrillo, en este capricho para no sentirse del todo solo, consigue lo que ya no volverá a conseguir jamás: un sueño de entusiasmo, una verdadera revolución, un amor para siempre.
Y suena la música de Michel Legrand