jueves, 13 de enero de 2022

 

 

 Revisión crítica (1):

 Paul Schraeder entre otras cuestiones



Es curioso cómo cambia la vida a su paso por el tiempo; no hace más de una década que ciertos críticos de este país mantenían posiciones radicales y originales ante los grandes poderes que espoleaban y espolean al cine. Pero no me refiero a discursos explícitos dirigidos a la industria, a la academia o a gestos inflexibles de resistencia, sino a análisis honestos e ingeniosos protectores de una esencia y una serenidad que para muchos cinéfilos y amantes de las cuatro esquinas de la transparencia, eran necesarios. La crítica de cualquier disciplina tiene como primera misión el mantener viva la llama de un idealismo, de una sensación, de un mundo creado y creciente dentro de lo humano a partir de lo humano. Cuando esto flaquea, debido a circunstancias pasajeras, un siglo puede enfermar de nihilismo, de pesimismo y tal vez de su grave consecuencia: la depresión. Gran parte de los artistas actuales sufren de este contagio, los cuales, o se regodean en la desesperación generando una estética del aburrimiento escéptico o se evaden en infantlismos liberales de poca monta. Todo siglo tiene su enfermedad pero también su cura; la honestidad crítica. El problema deviene aún más grave si la crítica de primera fila comienza a flaquear, ocultándose en nostalgias, falsos recuerdos, condescendencias y viejismos varios. La crítica siempre debe ser joven, siempre debe ser nueva. Y todo esto al respecto de los falsos nuevos horizontes de ciertas lineas editoriales que han decidido optar por una opción generalista y superflua en demérito del rigor y la sapiencia, de lo concreto, de la excelencia, del cine. El profesionalismo y el desgaste están hundiendo el pensamiento crítico de un puñado de especialistas respaldados por un sueldo y un gremio que como la mayoría, se defiende a sí mismo incluso en la debilidad. 

Para poner un primer ejemplo me referiré a la defensa y alabanza de Paul Schrader a cuenta del lúcido crítico Carlos Losilla, escribano fijo de la plantilla de la famosa publicación Caimán. Cuadernos de cine, que se hace en el número de enero, dedicado a El contador de cartas. Allí, el crítico desarrolla su fundada opinión sobre el guionista de Michigan, unas palabras que al tiempo que engrosan la columna van siendo, ellas mismas, víctimas de  un cliché tras otro y de una sobrevaloración innecesaria hacia una figura que, de forma más que palpable, ya no es más que un cadaver artístico. El señor Schrader, desde hace ya mucho tiempo, pongamos veinte años por decir algo, está más que listo para sentencia, repitiendo su eterna frustración de una manera paralítica y pobre. Ahí están las películas para verlas y juzgar: es curioso como un fracaso tras otro no han podido derrivar a esta figura mítica fundada en los años setenta a partir de la más que caducada Taxidriver (1976): film esclerótico y obtuso. Pero la culpa no es de Schrader, sino de la crítica que le ha encumbrado y le ha mantenido en vilo, sostenido por las frágiles pinzas de sus films. No diré que es cosa sencilla pero, ¿a quién favorece esto? ¿al crítico? ¿al autor? ¿al cine? ¿o a los millones de espectadores que una vez tras otra deben experimentar la falta de talento de un ser acomplejado y pretencioso como Schrader? Losilla -sin ningún tipo de vergüenza- lo hace heredero directo de Bresson, le bautiza como cineasta trascendental, demoniza películas comerciales bastante potables como La costa de los mosquitos (1986) o City Hall (1996) por el simple hecho de ser guiones filmados por otros -ni que Schrader lo pudiera haber hecho mejor-, le hace  legítimo autor ligado a la leyenda del cine moderno, creada por la crítica francesa desde los años 50' y lo que ocurre al final es que uno se queda de piedra al ver El contador de cartas (2021) o El reverendo (2017) sin poder aplicar todas esas supuestas virtudes atribuidas con calzador, sintetizadas en un último párrafo digno de ser enmarcado para colgar en una peluquería de barrio.

El segundo ejemplo viene algo más adelante del mismo número, firmado por el sobreinformado Ángel Quintana, un crítico embebido de datos que tanto puede defender una película cuasidesconocida filmada en la cochinchina como puede relamer el trono spilberiano gustosamente, lo cuál no es principio mala práctica, no, hasta que uno lee panfletos como el que escribe (Renacer entre las ruinas) donde se lía a justificar a capa y espada todo ejercicio de adaptación-copia-plagio-versión -llámenle ustedes como quieran- como opción legítima, ensalzando el valor de ciertos coreógrafos que poco o nada aportan al discurso, desarrollando esa crítica sociológica que tanto les gusta a los escritores postmodernos contagiados con aquello que se bautizó como el Resentimiento. Todo menos hablar de cine, todo menos desarrollar pensamiento, todo menos cine. Datos, datos y datos como si lo menos importante fuese ver una película e investigar sobre los poderes emocionales, sobre su necesidad, sobre el valor de un objeto cultural dentro de un panorama concreto, etc. Quintana se pierde en defensas absurdas y tricornios estróficos que dejan muy poco espacio al cine y a la fe en el cine, utilizando las páginas de la revista para hacer propaganda de los popes del negocio, como si al señor Spielberg aún le hiciera falta que alguien le defendiese. Terrible.

La crítica debe cambiar o morirá, se deshará en un mar de alabanzas e informaciones biográficas sin elaboración, se ahogará en polémicas abstrusas sobre lo viejo y lo nuevo, se asfixiará dentro de la montaña infinita de las nuevas producciones intentando abarcar algo inasible, algo intransitable por la capacidad humana, en vez de centrarse en la esencia, en la búsqueda de lo perdurable, siguiendo el olor de lo artístico, de lo genuíno, del cinematógrafo.

No hace tantos años, estos mismo críticos -junto a todo su equipo- construían números geniales como el dedicado a Rohmer en Febrero del 2010, siendo más valientes, arriesgados y honestos. El tiempo pasa su rodillo sobre todo y sólo unas pocas cosas florecen, lo demás, queda sepultado.

Vale.





domingo, 2 de enero de 2022




 
 
PABLO LARRAÍN
o
La voluntad milagrosa
 
 
 
 
 
Ocurre de manera casual, mas también de forma cíclica, el hecho casi milagroso de la aparición de un autor que decida filmar en castellano en un mundo comercial dominado por la tendencia anglosajona. Es cierto que la práctica de la palabra chilena se convierte en sí misma -por sus modismos y acentos- en un fenómeno particular que cubre a los films de Larraín en un exotismo entre dos mundos muy distantes. Las películas del chileno -en constante efervescencia desde el 2001- traen un aire nuevo y fantástico a la trillada cartelera, de por sí, aburrida y monótona hasta el desmayo. No es esta una alabanza a ningún genio pero sí a un tipo de actitud frente al mainstream omnipotente, encarnada en un director muy valiente que ha sabido discurrir por muy distintos géneros hasta construir el suyo propio. Desde la irregularidad original de Fuga (2006), Larraín ha ido fraguando un pequeño mundo ficcional en torno a personajes marginales y excéntricos, muchos de ellos protagonizados por el brillante Alfredo Castro, explorando los traumas culturales de su país, metiendo la espátula en los años de la dictadura chilena en películas como Postmortem (2010), No (2012) o Neruda (2016), con el éxito de no haberse acomodado en el simple discurso político, para abrirse a nuevas estéticas y miradas que permiten disfrutar la luz de otra manera, ensanchando la realidad. Lo oscuro y lo terrible son dos zonas muy queridas por Larraín, así en Tony Manero (2008) -tal vez su película más arriesgada, basada en la emulación del mito de John Travolta- o El Club (2015), traslada al espectador a reductos de miseria humana tan repugnantes que por un momento uno siente estar ante un nuevo género de terror. Toda esa terribilitá grandiosa de sus filmes va refinandose hasta servir como canal de los nuevos tiempos como en Ema (2019), donde se intenta fundar la leyenda millenial de los nuevos jóvenes, del futuro: gente sin esperanza empujados por la música y el sexo. Tal vez ese sea el punto de partida de su cine, ese desencanto por las cosas en general que acaba desembocando en seres concretos llenos de ira y silencio que inventan una fe, una voluntad personal para seguir adelante. Así, el cine de Larraín funciona como una palanca, como una pala llena de arena que va vaciando el escepticismo generalizado, posando sobre la mesa los problemas que han hecho de la existencia una precariedad vital. Los influjos de las tiranías militares, de los medios de comunicación, del mundo de la fama o la religión son moldeados por Larraín de una manera personal y sensual -a pesar de los horrores y la inmundicia, a pesar del terror psicológico- hasta ir quemando poco a poco los errores del pasado, limpiando un poco los ojos del público, eliminando prejuicios, demostrando que un cineasta hoy, puede reivindicar realidades tabú de una manera natural y además en castellano. Es cierto que con Jackie (2016) y Spencer (2021), Larraín ha dado un salto a las pantallas universales, llevando a la lona dos historias parecidas sobre dos supermitos femeninos de la cultura anglosajona: el mito de Jackie Kennedy y el de Lady Di. Por un lado EEUU y por el otro, la vieja Inglaterra, dos mundos corruptos llenos de confusion y poderes mal digeridos. El cine de Larraín es siempre un lugar entre dos territorios, un infierno en el que sólo una enorme y particular voluntad acaba triunfando para liberarse de una cárcel angustiosa e imposible. Los personajes de Larraín intentan escapar de las trampas de la vida, insertos en circunstancias absurdas llenas de alucinaciones, tinieblas y demás fantasmas. También es cierto que a pesar de que aparentemente el cine del chileno se ha establecido en un lugar ventajoso e intocable, hay que advertir que su cine empieza a adolecer de cierto amaneramiento y verse influido por estilizaciones a lo Terrence Malick que poco o nada pueden ayudar a casi nadie. Pablo Larraín emplea -sobre todo en Spencer- un estilo de spot demasiado reiterativo y lleno de banalidades secuenciales que lo único que consiguen es copar el metraje de anuncios de perfume sin salida alguna, acompañadas de una banda sonora sempiterna e innecesria (¿a dónde vas cuando se acaba la música?). No debe ser fácil volar en ciertas alturas, pero nunca se ha de perder la esencia que habla de uno mismo, de la certeza de existir en un mundo contradictorio: ¿cuando regresará Alfredo Castro?