domingo, 2 de enero de 2022




 
 
PABLO LARRAÍN
o
La voluntad milagrosa
 
 
 
 
 
Ocurre de manera casual, mas también de forma cíclica, el hecho casi milagroso de la aparición de un autor que decida filmar en castellano en un mundo comercial dominado por la tendencia anglosajona. Es cierto que la práctica de la palabra chilena se convierte en sí misma -por sus modismos y acentos- en un fenómeno particular que cubre a los films de Larraín en un exotismo entre dos mundos muy distantes. Las películas del chileno -en constante efervescencia desde el 2001- traen un aire nuevo y fantástico a la trillada cartelera, de por sí, aburrida y monótona hasta el desmayo. No es esta una alabanza a ningún genio pero sí a un tipo de actitud frente al mainstream omnipotente, encarnada en un director muy valiente que ha sabido discurrir por muy distintos géneros hasta construir el suyo propio. Desde la irregularidad original de Fuga (2006), Larraín ha ido fraguando un pequeño mundo ficcional en torno a personajes marginales y excéntricos, muchos de ellos protagonizados por el brillante Alfredo Castro, explorando los traumas culturales de su país, metiendo la espátula en los años de la dictadura chilena en películas como Postmortem (2010), No (2012) o Neruda (2016), con el éxito de no haberse acomodado en el simple discurso político, para abrirse a nuevas estéticas y miradas que permiten disfrutar la luz de otra manera, ensanchando la realidad. Lo oscuro y lo terrible son dos zonas muy queridas por Larraín, así en Tony Manero (2008) -tal vez su película más arriesgada, basada en la emulación del mito de John Travolta- o El Club (2015), traslada al espectador a reductos de miseria humana tan repugnantes que por un momento uno siente estar ante un nuevo género de terror. Toda esa terribilitá grandiosa de sus filmes va refinandose hasta servir como canal de los nuevos tiempos como en Ema (2019), donde se intenta fundar la leyenda millenial de los nuevos jóvenes, del futuro: gente sin esperanza empujados por la música y el sexo. Tal vez ese sea el punto de partida de su cine, ese desencanto por las cosas en general que acaba desembocando en seres concretos llenos de ira y silencio que inventan una fe, una voluntad personal para seguir adelante. Así, el cine de Larraín funciona como una palanca, como una pala llena de arena que va vaciando el escepticismo generalizado, posando sobre la mesa los problemas que han hecho de la existencia una precariedad vital. Los influjos de las tiranías militares, de los medios de comunicación, del mundo de la fama o la religión son moldeados por Larraín de una manera personal y sensual -a pesar de los horrores y la inmundicia, a pesar del terror psicológico- hasta ir quemando poco a poco los errores del pasado, limpiando un poco los ojos del público, eliminando prejuicios, demostrando que un cineasta hoy, puede reivindicar realidades tabú de una manera natural y además en castellano. Es cierto que con Jackie (2016) y Spencer (2021), Larraín ha dado un salto a las pantallas universales, llevando a la lona dos historias parecidas sobre dos supermitos femeninos de la cultura anglosajona: el mito de Jackie Kennedy y el de Lady Di. Por un lado EEUU y por el otro, la vieja Inglaterra, dos mundos corruptos llenos de confusion y poderes mal digeridos. El cine de Larraín es siempre un lugar entre dos territorios, un infierno en el que sólo una enorme y particular voluntad acaba triunfando para liberarse de una cárcel angustiosa e imposible. Los personajes de Larraín intentan escapar de las trampas de la vida, insertos en circunstancias absurdas llenas de alucinaciones, tinieblas y demás fantasmas. También es cierto que a pesar de que aparentemente el cine del chileno se ha establecido en un lugar ventajoso e intocable, hay que advertir que su cine empieza a adolecer de cierto amaneramiento y verse influido por estilizaciones a lo Terrence Malick que poco o nada pueden ayudar a casi nadie. Pablo Larraín emplea -sobre todo en Spencer- un estilo de spot demasiado reiterativo y lleno de banalidades secuenciales que lo único que consiguen es copar el metraje de anuncios de perfume sin salida alguna, acompañadas de una banda sonora sempiterna e innecesria (¿a dónde vas cuando se acaba la música?). No debe ser fácil volar en ciertas alturas, pero nunca se ha de perder la esencia que habla de uno mismo, de la certeza de existir en un mundo contradictorio: ¿cuando regresará Alfredo Castro?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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