sábado, 11 de mayo de 2024



Cerrar los ojos
(2023)

Víctor Erice
 
 

En el número 181 de la revista Caimán, especializada en cine -y sin duda la más completa en versión impresa-, ocurre algo bastante grave. Se trata de la entrega de octubre del 2023, en el que se intentó hacer una especie de monográfico a Víctor Erice con motivo de su última película. Antes de decir nada más y para evitar efectismos, dejaré claro que el film es un auténtico wannabe.  
El estado de la cuestión parte de que Víctor Erice, desde 1973, se convirtió en una especie de semidios fílmico en medio del árido paisaje cultural español, encarnando la ausencia de talento en un país donde el cine, tras la Guerra Civil, estuvo en manos de puteros y taxistas. Una debacle. En medio de aquel popurrí aparece, de manos del polémico productor Elías Querejeta, este joven dedicado profesionalmente a la publicidad, el cuál desarrolla una serie de historias ancladas a un tipo de estética reaccionaria, pero con un tratamiento mistificante, propio de ese espíritu español, triste y mágico. La cuestión es que el mito se va creando, por una parte, por el singular carácter del cineasta y por otra, por el hecho que dilata unos diez años el estreno de sus obras. Así, en 1992, con la presentación de su largometraje El sol del membrillo, cierra -de alguna manera- su filmografía troncal, dejando tres films en un espacio de tres décadas. Una triada poderosa. Con todo ello, el mito se consolida y cicatriza a nivel cultural de la mejor manera posible. Escribió Mircea Eliade en uno de sus libros: El mito relata una historia sagrada, es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo del Tiempo, ab initio. Mas relatar una historia sagrada equivale a revelar un misterio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son dioses o Héroes civilizadores, y por esta razón, sus gestas constituyen misterios: el hombre no los podría conocer si no le hubieran sido revelados. El mito es, pues, la historia de lo acontecido in illo tempore, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del Tiempo. «Decir» un mito consiste en proclamar lo que acaeció ab origine. Una vez «dicho», es decir, «revelado», el mito pasa a ser verdad apodíctica: fundamenta la verdad absoluta
 
A partir de 1992, por una serie de cuestiones ideológicas o de principios éticos, Erice se aparta de la escena oficial y arrastra su legendaria fama otros treinta años, oculto en la vía marginal de la creación o de la terquedad, filmando pequeñas piezas que irán conformando, casi sin querer, un corpus de extraños infraleves (Víctor Erice: Abbas Kiarostami: Correspondencias, 2007 o La morte rouge, 2006) donde irá pesando más su imposibilidad de regresar a la normalidad del largometraje, que su entusiasmo por lograrlo. Su erudición cinéfila -repartida en contadas entrevistas casi clandestinas-, junto a un apoyo unilateral de la crítica sesuda -que le vincula a verdaderos maestros como Kiarostami o Angelopoulos- hinchan el mito ericiano hasta un paroxismo ridículo e innecesario. En ese punto difuso donde la muerte artística de Erice estaba casi cantada -pues sus últimos destellos mostraban un desgaste y una latente desconexión de la brillantez, a pesar de que se intentaba disimular su incapacidad vinculándole a excepcionales figuras como Pedro Costa o Aki Kaurismaki-, a sus 83 años, dio la sorpresa con un largometraje que nadie se esperaba. 
El mito volvía.
 

Este es el punto en el que comienza la tragedia.
Todo podría haber sido maravilloso si la película hubiera estado a la altura -a una expectativa fraguada a lo largo de décadas-, pero lamentablemente la obra se revela como un error absoluto, una decepción, un film senil que es más una apariencia que un gesto. Un wannabe. En dicho estado de cosas, aquella masa crítica que ayudó a fraguar el mito, parece haberse dedicado a tomarse demasiado en serio una obra vacía llena de vaguedades. Además, en la revista Caimán dedicada al cineasta, se publica una extensa entrevista de doce páginas donde aparece un nuevo Erice lleno de justificaciones y borderías dignas de un carcamal encabronado, maleducado y ciertamente, poco interesante. El personaje, por fin, se revela. Abre sus puertas. Su vejez deja al desnudo todo su resentimiento. Sus palabras conforman contradicciones, pedanterías, nostalgias imprecisas y pesimismos varios. El fabulado poeta de la pantalla española se desdibuja citando a Borges, a Godard, a Oteiza, a Waszynski, destripando su última obra, diseccionándola y defendiéndola torpemente, incluso en sus puntos más débiles, más obvios. Un desastre. En vez de dejar que el film hable por sí mismo y se gane al público, Erice lo protege como un mentiroso delante de un juez, revelando un miedo atroz, destruyendo el misterio,la honestidad, la amabilidad. Víctor Erice, ya nunca será un mito, al menos el personaje y no sólo por esta entrevista, sino -y sobre todo-debido a Cerrar los ojos
 
 

 
¿Por qué hacer una película después de sesenta años de carrera y darle esta forma, cuando en realidad su filmografía era ya una leyenda heterodoxa y su oficio como cineasta, casi una quimera? Él responde que por necesidad, creativa, se entiende, pero cuando uno ve las imágenes, lo único que encuentra es un palimpsesto lleno de bloques forzados, con actuaciones forzadas y un naturalismo de una artificialidad más que evidente. Pecados capitales. Pero para el asombro del lector,  la crítica pasa alegremente por alto todo esto, no sabemos si en forma de un favor personal o nacido de una confusión mitómana. Tal vez la historia del Cine Español no puede permitirse ver la cara de Medusa por miedo a endurecerse. Negar a Víctor Erice sería como negar la existencia de un ser por el que muchos otros han sacrificado la vida, sería como aceptar una traición. 
Se hace lamentable leer páginas y páginas intentando hinchar la importancia de un film desastroso y pobre, mencionando a Lacan, a Oliveira, al conocimiento, a los fantasmas y a una sarta de bellas mentiras que no logran corresponder con la realidad. Sólo dos textos parecen haber sugerido cuestiones más razonables: uno es el del cineasta Jose Luis Guerin, quien destaca la amistad como motor de la obra y a la idea baziniana como piel de la misma, o sea, el elemento sentimental y el teórico. Más interesante es su apunte sobre el exceso de conciencia que posee Erice sobre sí mismo y sobre el cine en general, cuestión enfermiza que le conduce a un traumático cine del yo, a una autoficción fílmica poco  resultona y poco conveniente a estas alturas del partido, ¿porqué querer hacer un último puzzle de deseos no sublimados, un juego de espejos tan previsible, tan poco original, tan pretencioso? Otro de los matices que ofrece Guerin es la supuesta inmovilidad, parálisis, que esa conciencia maligna le concede. A él y a cualquiera. El film es un film de estatuas, de memorias selladas, de espíritus inválidos, inservibles, muertos. Se trata de una fosa común y no de un cementerio romántico. La diferencia es evidente. 
El otro texto a la contra es el de Ángel Quintana, quien lanza la idea del estilo prosaico como aceptación, como claudicación ante una imposible (o impotente) poesía, la ausencia de trascendencia, la  prisión del deseo, la falsa inocencia y la revelación forzada. Chapó.
Pero entonces, ¿por qué es tan difícil negar a Víctor Erice cuando hace algo sin valor? ¿por qué besar sus pasos cuando el lodo le llega al cuello? ¿por qué es tan difícil separar el aura del cineasta de sus obras? En la película no hay fantasmas, sólo un relato mal urdido, una gratuita alusión al pobre cuento de Borges La muerte y la brújula (1942) -también mitificado por cierta crítica literaria sin aparente motivo-, un par de protagonistas sin emoción, una trama deshecha por su fácil pretenciosidad o su falsa idea de la sencillez y una secuencia homenaje al cine clásico, que para muchos críticos parece ser la piedra angular de una obra casi perfecta, cuando sólo es una versión inverosímil de uno de los momentos más comerciales de Río Bravo (1959). 
Para acabar con los textos de la revista Caimán nº181 referentes a Erice, apuntar que es muy llamativa la loa que publica la cineasta Carla Simón al autor de El Sur, de la cuál sólo puede concluirse que únicamente los falsos mitos se reconocen. En este país, la crítica ha encontrado recientemente un aliado en la presencia de Simón para construir un nuevo mito del siglo XXI, de la siempre endeble historia del Cine Español y parece que Simón le devuelve el favor o toma el relevo simbólico. La Historia ocurre primero como tragedia, después como farsa, dijo Marx completando a Hegel, pero cuando sucede como farsa, puede ser más terrorífica que la tragedia original, recuerda Zizek.
El cine, además de pensarlo o soñarlo, hay que hacerlo. Se trata de un oficio extraño el del cineasta, pues lo que menos hace en su vida es filmar. Sin el contacto regular con este hecho, el tacto se pierde, la hechura, la densidad. Es cierto que durante sus grandes silencios, Erice ha escrito sobre cine, ha reflexionado, ha inventado. Pero su filmografía no es perfecta ni mucho menos y curiosamente, su principio y su final quedan anclados en tremendos errores: Los desafíos (1969) - Cerrar los ojos (2023). Lo peor que se puede decir de Cerrar los ojos es que está hecha por alguien que ya no sabe hacer cine y que quizá, ya sólo puede articularlo en palabras, mezclándolo con citas o nombres; referentes. Justificar ideas. Erice es un artista cerebral que se ha dejado atrapar por la triste senilidad que en realidad es el paso del tiempo. Él, que siempre lo trabajó de una manera magistral (Alumbramiento, 2002), ha tirado de la cadena y ha apagado la luz. Cerrar los ojos no sirve de nada cuando un artista nos deja a oscuras.














miércoles, 8 de mayo de 2024




La quimera
(2023)
 
Alice Rohrwacher


 
 
Ya se sabe, tener un don implica también un enorme castigo. Nacer con un poder conlleva una responsabilidad o un placer secreto. Nunca hay obligaciones para los poetas; si no fuesen placeres sus fines, nadie desvelaría el arte y éste se quedaría disimulado en la Naturaleza, en el aire. Como la luz. Así, este film presenta algo milagroso, un mundo alejado del futuro, asentado entre ruinas, escondido en algún lugar de la Toscana de los años 80', una historia sobre un grupo de profanadores de tumbas etruscas, guiados por un visionario que se mueve mediante pálpitos y energías invisibles. La joven cineasta Alice Rohrwacher devuelve al cine su dignidad, resucitando el ambiente de ciertas películas de Fellini (Amarcord, 1973; En la ciudad de las mujeres, 1983), mezclándolo con tintes humorísticos y estéticos derivados de Miguel Gomes o Yorgos Lanthimos, siendo siempre impredecible, naturalista, eficaz. Así -y teniendo en cuenta la pasajera aparición de Isabella Rosellini-, podría afirmarse la intención inequívoca de unir el pasado y el futuro para fundar un presente propio. El cine.

Arthur, el protagonista, es una especie de starlker tarkovskiano, silencioso, meditabundo, maldito, misterioso; un inglés en medio de italianos, entregado a sus más internas intuiciones, a sus sueños, al recuerdo de un amor perdido. Hay un hilo que persigue durante toda la película y que no acaba de encontrar; Arthur intenta tejer su extraña realidad regresando al pasado milenario, encontrando pequeños tesoros de hace miles de años, pero ¿cómo ver lo sepultado?, ¿cómo sentir a los muertos? Este personaje representa una especie de Belmondo taciturno, un Belmondo contemporáneo, cansado en medio de su propia juventud, desencantado con la vida, marginal y desapegado del mundo. Lo único que le pone en marcha es la búsqueda de las maravillas que duermen bajo nuestros pies, formas de mármol o arcilla que en realidad no fueron hechas para los ojos de los vivos. Ver lo prohibido, profanar lo sagrado, ahondar en la vida para crear un nuevo modo de vida. Recordar a Foucault: subjetivación. El cine de Rohrwacher se propone como una nueva vía para habitar el cine, para practicarlo. Para verlo. Para experimentarlo.  Devolver el asombro y la belleza de lo sencillo a un mundo indigesto de imágenes vacías y banales. Tal vez, como se empieza a admitir desde la mejor crítica profesional, este tipo de películas sintetizan mucho mejor la idea del cine actual que cualquier artículo, teoría o libro especializado. Llegado un momento, el cine hay que hacerlo o claudicar en la vagancia de la opinión. Rohrwacher lo hace de una manera impecable, con una soltura prodigiosa, dejando que los paisajes y los personajes se conecten solos, se construyan a su ritmo, fracasen, triunfen y sueñen a sus anchas. 
Ya en Lazzaro Feliz (2018), la cineasta nos trajo una historia similar, aunque aún anclada en cierta  artificialidad que en La chimera desaparece para ser sustituida por cierto absurdo contextual, un anticapitalismo estético y unas interconexiones relacionales de lo más particulares. Se trata de un film que entronca con otras dos obras contemporáneas inmejorables: Trenque Lauquen (2022) de Laura Citarella y Dentro del caparazón del capullo amarillo (2023) de Thien An Pham, así como las ya algo más alejadas Aquel querido mes de agosto (2008) de Gomes, El sur (1983) de Erice o la legendaria Stalker (1979) de Tarkovski.
El futuro del cine está en manos de cineastas como los ya mencionados: mentes liberadas de lo espectacular, dotadas de una sensibilidad distinta a la común que intentan transformar lo cotidiano en algo artístico. Todo un manifiesto hecho carne de pantalla, espíritu de imágenes salvadas del infierno de basuras eternas, llegadas desde la infección de las series infinitas y las carteleras infantiles y violentas que enferman al mundo.
 

 Así, al rememorar La quimera, sólo llegan trenes que viajan donde nacen historias y sonidos, dentro de los que viajan zahoríes llenos de pesadillas, cabezas etruscas de diosas dormidas. Todo es un museo que debe ponerse en marcha de la manera más bella para que los ojos renazcan y las almas resuciten.