domingo, 5 de enero de 2014



LE GAMIN AU VELÓ
(2011)

Jean-Pierre Dardenne 
y Luc Dardenne





La resurrección se basa en una voluntad de amor, en una cabezonería arraigada en el instinto que sólo puede pensar en correr. Correr tiene mucho que ver con resucitar, pues es la aventura de perseguir lo invisible o mejor dicho, el acto absoluto en el que lo invisible persigue a lo imposible. Al menos es así en este film de muertos vivientes tan Truffaut, tan Tourner, lleno de pistas y simplicidad, lleno de vacíos y respiración. El film se compone de dos partes, de dos mundos filmados por dos directores que siempre trabajan juntos. Paradójicamente, en las imágenes convergen dos tipos distintos de sensibilidad que avanzan simultáneos: uno es la que se encarga de lo que se ve, de mimar la historia, de dejar fuera lo prescindible y aislar el objeto para que podamos amarlo aisladamente; el otro se encarga de lo que no se ve, de lo que nace dentro de un niño que no puede explicar por qué hace las cosas. Esa segunda parte es la más valiosa, la que nos revela en momentos muy concretos, que no es una película inocente.;
ya no existen películas inocentes. En el film hay un cambio de concepto que pasa de la imagen truffautiana a una más ligada a Dreyer y a las visiones del alma y del cuerpo. 
El niño representa al ser muerto en vida, o lo que es lo mismo, al fantasma que busca lo que perdió ya una vez y al que nadie entiende. Los fantasmas vagan pidiendo a gritos que vuelva aquello que los hizo sentirse vivos, algo que les amarraba a la tierra de una forma especial y les hacía sentirse bien; sólo estamos aquí para buscar eso que nos hace BIEN, lo demás, solamente nos hace daño. El niño fantasma no para de huir, pero no huye sino que busca (pues es un perseguidor y no un perseguido, aunque todos le persigan), siguiendo incansable las pistas que le llevarán hasta el amor, pues el amor existe para aquel que lo anhela y para nadie más. Él, sin saberlo, va creando el amor a cada paso, en cada carrera, en cada golpe, en cada pelea, en cada abandono. En esto es precisamente cuando la película se acerca a Les quatre cents coups (1959) o Baisers volés (1968), ahí entronca con una tradición de cine francés que aún hoy existe de alguna manera, pero que no es tan eficaz en nuestros días. Existe una mala lectura de esa tradición que pretende ser un arma moral y política al servicio de la poderosa conciencia burguesa de Francia. Allí el cine tiene mucho poder y lo suelen utilizar para justificar realidades y crear una sensibilidad antiséptica y tonta. Pero esa es otra historia; sigamos con el fantasma.
El film continúa. 
El niño corriendo de un lado a otro, preguntando por su padre; otro fantasma del que nadie parece saber nada. Será por eso que se dice que los fantasmas sólo son visibles para aquellos que pueden creer. Por esta razón, el film es un saltito de fe, una creencia en el amor más allá del amor, un intento de estar juntos, de reencontrar un sitio en el mundo que deje respirar sin ahogo. Y por eso el film se acerca a Dreyer y a su enigmática obra, Ordet (1955). Todas las carreras y huidas hacia ninguna parte, acaban en la escena más potente del film: es sábado y el niño no quiere levantarse de la cama. Está arropado totalmente como si la sábana fuera su velo mortuorio; la figura parece un cadáver. El velo parece su mortaja. La escena parece un entierro. No quiere salir al mundo pues ha ido corriendo a todos sitios y sólo ha encontrado el vacío y el abandono. 
¿dónde está el amor?
Es fácil: en una bicicleta.
Éste es el deus ex machina que los Dardenne inventan para que la historia resucite por primera vez, para que el fantasma se haga vivo y despierte a la luz. Una bicicleta puede ser el hogar de alguien que nunca tuvo un hogar o que intuye que jamás volverá a tenerlo; a los fantasmas les encantan las bicicletas. Pedalear es como correr con piernas mágicas para avanzar más, para huir sin problemas y para un fantasma como el niño, para el que los sueños no existen, lo único importante es la velocidad, las calles vacías, el bosque y el amor, ¿pero dónde está ese amor? Busca, busca, busca. El niño es un fantasma que mira al agua porque sabe que no hay respuesta humana a lo que él siente. Él abre el grifo y mira cómo cae el agua, porque quiere ser como ella, quiere ser libre y ligero como un pajarillo sin nombre. Los fantasmas no tienen nombre. Él lo intenta, lo intenta y lo intenta pues es una voluntad con el pelo rubio y las piernas flacas que no se va a cansar de buscar. Pero a veces el amor no se parece a la verdad y el mundo se vuelve a derrumbar y el fantasma quiere arrancarse el rostro para morir; quiere morir porque la verdad no ha sido el amor y entonces ya no sabe dónde buscarlo.
Así, hay una muerte y una resurrección por venir, pues el amor, finalmente es esa bicicleta, es ese movimiento inconsciente donde uno se siente bien porque siente el mundo en orden con las cosas pasando, dejando todo detrás sin que nadie pueda a penas cogerte. 
Es el movimiento que vemos en las imágenes.
Es la vida moviéndose.
Porque si quieres, nunca nadie podrá atraparte.
La bicicleta y todo lo que la hace real, se convierte en el amor, el amor por las cosas, el amor por una vida que hay que pedalear sin complejos hasta caer rendidos, una aventura fiera al final de la noche, donde nadie podrá con nosotros si no nos rendimos y luchamos por cosas tan hermosas como buscar nuestro sitio y nuestro corazón.

Incluso la muerte se hace diminuta ante esa voluntad.

Corre, corre, corre.






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