jueves, 30 de enero de 2014




ORDET 
La palabra

(1954)

Carl Theodor Dreyer






Johannes, Johannes, Johannes. Pronunciar ese nombre, es invocar el amor. El mundo permanece en equilibrio hasta que se cae, hasta que el reloj se detiene y alguien abre la puerta para anunciar lo que nadie quiere reconocer: la vida es un milagro. En las habitaciones ordenadas y silenciosas, la existencia se contiene en creencias que mantienen la conciencia limpia, pero Johannes dice: este mundo está podrido. La silla solitaria de la pared anuncia el vacío y en la hora del café se escuchan los secretos. Nadie se mira a la cara, nadie se abraza de verdad, sólo las mujeres y los niños reconocen al amor de una manera natural. Todo lo demás está muerto y mudo. Johannes dice: necesitamos a un hombre que haga reaccionar a la gente. Dicen que está loco, dicen que está enfermo, pero no pueden dejar de escucharle. Él dice que construirá las casas del futuro para vivan las almas vivas, pero le rechazan y le evitan porque en su interior saben que dice la verdad. A Johannes nadie le escucha pues parece confundir la luz vaga de un coche con la llegada de la muerte. En el salón se dice: hoy ya no existen los milagros, pero aún no saben que Johannes es el amor, esa fuerza que habla de lo que vendrá y de lo que está dentro, ese sentimiento salvaje que defiende la vida frente a sus enemigos y que viajará allá donde tenga que viajar para cumplir su promesa, pues la promesa del amor es la fe.
La vida ordenada echa humo por la boca y cree sus falsos ídolos, ocultando su falta de esperanza con el dogma de los tiempos, con sus luchas bárbaras, con su miedo escondido. El enemigo del amor es el miedo a creer, es la sensación de sentirse vulnerable, de ser un paria diciendo la verdad. Por el contrario, el amor es valiente y escapa por la ventana para escribir su propia ley, buscando la respuesta a un problema imposible. Las habitaciones interiores son pálidas y espaciosas y allí caben todos los odios y todos los rencores causados por una falta de voluntad, una falta de paciencia, una falta de escucha. Johannes dice: yo reuniré todo lo vivo para que no muera. El amor ofrece su promesa y la predica a todas horas, la acaricia, la abraza, la lleva en brazos. El amor vaga de habitación en habitación arrastrando los pies, soñando el futuro. Porta una caña endeble con la que señala las formas del aire, con la que combate a las sombras y con la que dibuja el camino que le lleva a creer en que Johannes representa el milagro de la vida.
Dreyer filma un milagro, se dedica a filmarlo en silencio, a contemplarlo en toda su amplitud, dejando que se mezcle con la oscuridad de los hombres, fomentando un contraste metafísico de espectros que deambulan en sus propias jaulas. Todo es una cárcel de la conciencia, donde el respeto y la tradición se han convertido en falso mandamiento. Allí, la religión es una vida hacia la corrupción de las formas que se violentan unas a otras, confundiendo la naturaleza con un versículo de la Biblia. Dreyer lo sabe: hay que escapar y por eso se empeña en mostrar esa huida hacia la libertad de la vida donde todo es posible, donde las formas cambian y son flexibles, ese mundo de espigas y hierba suave que se deja mover en armonía y caos al mismo tiempo. Allí, las formas atormentadas y confusas pierden el amor porque ya no pueden ver; la niebla les ciega. Ni siquiera en el día más claro podrían encontrarlo; ha huido y eso es lo más hermoso, pues el amor huye para volver.
Dreyer inventó este cine de imágenes trascendentales y justas, de movimientos serenos y mudos, casi mágicos, donde aparecen todas las esencias que contiene una existencia en sí, todos los momentos viviendo a la vez en una única sala donde todo va y viene, donde surgen las palabras y el pensamiento, donde los gemidos dejan paso al vacío, un vacío no entendido que somete a los cuerpos a una tensión de formas en proceso de conversión; Ordet no es una película sino una máquina transformadora. Las imágenes de Dreyer tienen ese poder: transforman lo interno y lo invisible para que se revele más tarde de una forma externa, en una forma de piel, de rostro, de palabra. No existen muchas películas tan justas como ésta; nada sobra, nada falta. Los pasos están contados y el tiempo se detiene para dar rienda suelta al milagro, un milagro que acontece como hecho y como película, pues en manos de Dreyer, el cine se convierte en un gesto de resurrección –como sugiere el crítico Carlos Losilla- un gesto que recorre el cine hasta nuestros días, utilizando su propia esencia, hablándonos del poder de la vida a través de los fantasmas que siguen vagando en la pantalla, buscándose una y otra vez, imaginando un cine más allá del cine, un gesto que haga despertar la vida real del espectador mediante un electroshock que reavive las fuerzas sometidas por el escepticismo y la racionalidad; el vacío se llena con Dreyer y la luz vuelve a tener un sentido. Dreyer es necesario porque nos ofrece la superficie donde todos los niveles conviven a la vez para que podamos verlo más claro, aislando los elementos esenciales de la materia, para despejar de forma prodigiosa, un aliento de vida que llegue hasta nosotros.






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