lunes, 20 de enero de 2014



WALDEN
(1969)

Jonas Mekas





Decía John Cage que si escuchas Mozart o Beethoven continuamente, te das cuenta al final de que realmente es lo mismo y que por eso a él le gusta más escuchar el tráfico de Nueva York, porque aunque parece siempre igual, nunca se repite. Las imágenes de Mekas en este excesivo y exigente film, realizan el mismo juego del que habla Cage. Cage admira a Duchamp y por eso también le gustan los juegos y por eso dice esas cosas que a oídos poco diestros llegan como una boutade o una simple provocación. Duchamp creó el movimiento Dadá (sin crearlo, pues nunca existió) para despertar al público, un público que llevaba muchos años adormecido en las formas y los significados tradicionales. Duchamp puso patas arriba el mundo del arte, revolucionando el objeto en sí para que mirásemos de otra manera y descubrir algo dentro de nosotros mismos que se nos estaba escapando; la vida se escapaba y había que recuperarla. Así y de la misma manera, John Cage hizo un trabajo parecido con el campo del sonido para hacernos entender que la música no es lo única que suena en el mundo. En esa línea de trabajo, Mekas trae hasta los ojos, un nuevo tipo de sensibilidad de la imagen y plantea una forma de percepción distinta. Así, Walden se estructura como una especie de diario fílmico donde cualquier situación es vulnerable de ser captada y transformada, el acto más simple, el gesto más tonto, un detalle, un vacío, una imagen costumbrista; todo cabe, pues es real si incide en el que lo filma. Loviejo y lo neuvo se dan la mano para saltar al vacío.

SPLASSSH

En 1969 Mekas está a la cabeza del avant-garde estadounidense y lo demuestra con este film de belleza exasperante, proyectado a toda velocidad como intentando captar eso que en la vida se nos va y no vuelve y que no sabemos cómo llamar. Recupera así el ritmo perdido del cine mudo, esa sensación extraña de vernos a una velocidad imposible. A pesar de las apariencias exigentes del film, Mekas cuida mucha de que no nos perdamos por el laberinto y va dejando notitas maravillosas para que sigamos el camino. Por momentos sentimos que estamos viendo recuerdos que recorren un tiempo prolongado donde las cosas se van sucediendo en progresión, donde a unos les crece y les decrece la barba y donde otras tienen hijos de repente y donde también se celebran bodas de todo tipo; tradicionales y salvajes.
Es el trato que él tiene con la imagen: filmar cosas comunes y sin ningún tipo impacto y revolucionarlas con su cámara para que se muevan por sí mismas, para que vivan algo salvaje y se sientan libres de una vez. Entonces, nos damos cuenta de que Mekas no quiere sellar el tiempo sino agitarlo, deformando los cuerpos y los movimientos en todas direcciones y bajo todos los colores. A mitad del film, el mismo Mekas nos lo confiesa: esto que veis sólo son imágenes, imágenes sin drama, sin terror, sin intriga, simplemente imágenes sin intención, sucesos ocurriendo uno tras otro como ocurren en la realidad, componiendo mi diario.
Thoreau, en su famoso libro Walden, escribe un diario experimental que recogerá la posibilidad de sobrevivir en un lugar alejado de la civilización. Thoreau nos habla de los árboles, de los palos que utiliza, las herramientas, de su silla, su camastro, las plantas, el lago, el camino, las hojas, el tiempo, las nubes, la comida, la sed, la soledad. Todo el libro son fragmentos, secuencias independientes del pensamiento de Thoreau que se van transformando en sentimientos existenciales y en delirios de hermosura. Mekas copia esa estructura de una manera magistral, haciéndola suya, filmando las intimidades de sus amigos, las comidas, los desayunos y las conversaciones. Se filma así mismo comiendo con gatos o grabando la nieve. Retrata a la gente bailando, a gente triste, a gente pensando, a gente paseando. Filma a Hans Ritcher, a Barbet Schoreder, a su amigo Stan Brackcage, a John Lennon con Yoko Ono en el edificio Dakota, a Andy Warhol, a un niño negro con un parche, a un burro, a los pacifistas, a los Krisnah, a la voz de Jean Cocteu, a los niños patinando, a los bebés recién nacidos, a las limusinas, a los poetas callejeros, a Allen Ginsberg, a los árboles, a él mismo sobre un árbol imitando a Thoreau, a los acróbatas del circo, a los Velvet Underground tocando por primera vez, a los aviones sobrevolando Manhattan, a los bichos, a las butacas, a las calles vacías, a las calles llenas, a la gente rara en las aceras y a la gente pausada en sus salones. Filma las fiestas privadas, los cumpleaños, las visitas inesperadas, sus viajes en metro, sus viajes en barco. Filma Central Park durante todas las estaciones del año y en la película vemos cómo llega el invierno, cómo se va y cómo vuelve otra vez al final. Finalmente, también acaba filmando la soledad.

Mekas es un solitario que se lo pasa teta y que está muy flaco.

Y por eso Mekas crea su propio tiempo, una cronología mágica y expresionista a partir del movimiento, articulando el devenir. Existe una temporalidad interna en el film que se va transformando en un ritmo frenético de colores y manchas abstractas, que llegado un momento, se nos hacen cotidianas, entendiendo su lenguaje por fin, disfrutándolo, empezando a entender que estamos viendo imágenes que son realmente sonidos, espectros vibratorios y formas invisibles que se pierden en los días, en cada reel que va pasando, del primero al sexto, revelando cosas que nadie ve porque tiene asuntos más importantes en la cabeza, pero que para Mekas son lo único importante de su aliento, son el sacrificio de su vida, que más que un oficio, es su pasión, su obsesión, la única forma que tiene de relacionarse con ella, consigo mismo, pues ese es precisamente Jonas Mekas, ese obseso que siempre te quiere grabar hagas lo que hagas, ese tipo que siempre lleva una mochila con una cámara de cine dentro porque sabe que siempre aparece algo valioso y le da pena que se escape. Mekas hace esto porque ama el mundo.
Esa es su alquimia.
Hoy puede parecer una banalidad, pero hace 40 años, filmar el día a día con una pequeña cámara y tener la voluntad y el interés de filmar situaciones comunes con esa intensidad y esa terquedad, era una cosa de locos, aunque el mayor logro de Mekas es finalmente reunirlo todo junto en ésta colección sin parangón, sin réplica, donde todo está dividido por etiquetas como si fuera una serie de haikus que hablasen sin más de la delicadeza de la vida, de su fragilidad, de la nostalgia, de la muerte, del nacimiento, de la luz.

Mekas persigue la luz como un loco.

Mekas filma sin parar y encuentra Walden.

Walden se transforma en el territorio salvaje donde viven sus sueños.

Los sueños de Jonas Mekas se mueven a toda velocidad y nos trasladan de un lado para otro, visitando todo lo que él más quiere, llenando el vacío de la memoria, filmándolo como un granjero y no como un cineasta, porque él no necesita historias, él está enamorado de la luz y del movimiento y ahí reside la grandeza de Mekas, al intentar llevar al cine esas metas de la pintura y de la música en sus expresiones más radicales, más manieristas, más peligrosas. Si ésta película tiene una clasificación, es la de un manierismo fílmico de primera clase, donde todo se abre y las diagonales salen despedidas de un lado para otro, apartando las sombras, buscando nuevas luces, nuevos espacios donde brillar libremente.
Contrariamente a su humilde mirada, Mekas propone aquí su estructura más arriesgada, su pieza madre, creando sin querer un género en sí mismo, un estilo que utiliza todo lo que encuentra a su alrededor, que lo devora y lo absorbe, obligándonos sin querer a seguirle durante tres horas en un viaje por el tiempo y por las formas que, en momentos, desespera, pero que en otros acaricia suavemente, llegando a conseguir momentos de un lirismo superior.
Sí es verdad que para visionar el film, hay que creer ciegamente en lanzarse a esta melé indisciplinada de imágenes sin retorno que arrastran hacia delante sin descanso y sin aliento, como una catarata que no piensa en más que en caer, que fluye salvando naturalmente los obstáculos, que se amolda a los huecos y a los salientes, adaptándose triunfalmente a la textura de la realidad. Todo avanza sin parar, nada espera a nadie.
Las imágenes de Mekas no parecen querer morir nunca, siendo cada una diferente y vacua, hipnotizándonos a través de los recorridos que crecen y que mueren de la misma forma, escuchando sinfonías y ruidos de ferrocarriles, configurando algo así como un territorio donde verdaderamente las cosas funcionan como le gustaría a Mekas, con una ligereza extrema, con un silencio sonoro, con un color nuevo, con una mirada campesina.





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