martes, 21 de noviembre de 2023




El asesino
(2023) 
 
David Fincher 
 




Puede ser que el señor Fincher se halla hecho mayor de repente y que sin querer, desde el 2010, cuente cosas poco interesantes. Tras La red Social, sólo cautivó con algunos capítulos de Mindhunter, serie que convenció al público -aunque sólo parcialmente- de que el mejor Fincher aún no había desaparecido, pero tras la decepción de Mank (2020), nada ha saciado el hambre del espectador que un día creyó encontrar, en medio del lodo de los 90', un cineasta nuevo, una mirada estimulante. Su último intento, El asesino, es una película llena de homenajes, sobre todo dedicados a Hitchcock: el cinéfilo sensible habrá identificado rápidamente la enorme sombra de La ventana indiscreta (1954) por un lado, y la de Vértigo (1958) por otro. Vigilancias y persecuciones silenciosas llevan también a Fincher a guiñar un ojo a The Jackal (1997) y a su protagonista, Bruce Willis. Así, se trata de un mejunje entre lo clásico y lo pop, basado en un cómic francés, lo cuál le otorga un halo de ilustración, de inverosimilitud  de viñeta. No es una sorpresa que hoy la cultura de los tebeos haya asaltado Hollywood, asentando maneras de ver y de narrar en gran medida, discutibles. Tal vez por eso, El asesino es un film contado en voz en off, como si fuera una película de Bogart, introduciendo cadencias temporales dilatadas y ausencias de palabras, por momentos, muy interesantes.


Fincher se hace viejo porque ha perdido la tensión, a pesar de refugiarse en su particular mundo de asesinos y chalados, territorio familiar para sus sentidos más finos. La elección de Fassbender para interpretar al protagonista es quizá la única guinda de un pastel que se desmorona, sobre todo en la segunda parte. La cosa es que la película, fiel o no al cómic, carece de toda profundidad e intención compleja, aislando al protagonista en una trama previsible, sin una sola fascinación. Es cierto que hay una especie de tratamiento oriental en los gestos y las acciones, en las secuencias y en las ejecuciones que la hace digna de ser más grande, más poderosa, pero la verdad, sus enormes carencias la hacen ineficaz. El problema de Fincher es que se ha convertido en un esteta conformista, olvidando la densidad de Seven (1995), de The Game (1997) o de El club de la lucha (1999), artefactos de ingeniería narrativa de altos vuelos. No es la primera vez que Fincher fracasa: La habitación del pánico (2002) fue muy floja, Millennium (2011) fue terrible y Gone Girl (2014) para qué hablar.
Su única obra maestra es Zodiac (2007), una pieza brillante, enérgica  e irrepetible.
Como contraste, El asesino transmite una existencia aburrida, tediosa, depresiva. A pesar de contener muchos de los males de la actualidad, no se justifica que una ficción los adopte como características esenciales de su propia naturaleza, realizando el efecto espejo. Por otro lado, Fassbender repite su curioso papel de Shame (2011), eso sí, en versión mercenario en vez de ninfómano obsesivo. La cosa es que el hecho de matar se convierte en una nimiedad ante los ojos de un personaje sin alma que parece habitar el mundo de una manera fantasmal. La deriva de la película, más cercana a esas cintas de venganza y orgullo de trasfondo simplista de las tres de la tarde, acaba ahogando la ficción por superficial, por puro pastiche.


Fincher se ha entregado a la peor de las torturas: hacer cine sin ganas, sin ideas, sin ilusión. Sin gusto.  Son éstas simples conclusiones parabólicas, sacadas de sus imágenes, de su intención como creador, de la mirada de su propio personaje; me sean disculpadas por falta de rigor si no son ciertas. 
¿Cuánto de Fincher hay en el personaje de Fassbender y viceversa? Cuando un artista cita u homenajea sin verdaderos motivos, cuando mata sin sentido,cuando ama por costumbre y vive por inercia, el vacío se hace más grande, la pobreza aumenta y el desastre se hace inevitable. Se hace evidente que perviven destellos de talento y maneras del buen oficio, pero hoy, donde la ficción exige distinciones excelsas para separarse de la abundante morralla que asola el mundo del espectáculo, y en concreto el de las pantallas, El asesino no ofrece argumentos para no ser olvidada.
Candle in the wind...


jueves, 2 de noviembre de 2023



 
Principios de Septiembre, finales de Octubre

¿Qué ocurre con la realidad? 
 
 
 
Si uno intenta darle una nueva oportunidad al Blade Runner de Ridley Scott, o sea, al cine fantástico-comercial de los años 80', descubre en su desconsuelo que nada ha cambiado, o sea, que Harrison Ford sigue estando fuera de lugar, lost in traslation y que el megalónamo artificio del futurismo más torpe huele a caspa, huele a vacío. Mucha parafernalia, poca sustancia; será eso que define Fredic Jameson como transcendencia vacía. Ridley Scott ya es en los ochenta un artista postmoderno, o sea, un esteta de la apariencia y el pastiche. Todo lo demás es leyenda y música de Evángelos Odysséas Papathanassíou, o sea, Vangelis. Esta Vieja Superficialidad plasmada en la escritura o la trama del mismo Phillip K. Dick, demuestra que sin una forma eficaz y un contenido real, cualquier idea se desploma y no soporta la criba del tiempo; queda como algo artificial. El cartón piedra tiene el don de un primer efectismo que rápidamente se va desvaneciendo. No se consigue la ilusión completa. El cine es pura prestidigitación, no una simple mascarada o castillo de naipes. Se necesita sustancia. Por eso, hoy nadie mínimamente sensible puede leer los relatos del señor Kindred Dick ni ver las películas del sobrevalorado Scott sin sumirse en una sensación decepcionante, de gran pobreza; una escasez de intensidad tal, de miseria expandida y de agotamiento absoluto en sus propuestas, que hacen desmayarse a dos mitos postmodernos de estética apocalíptica. Y es que esto del fin del mundo ya va oliendo a chamusquina y el mercado de la pantalla ha llegado a tal abundancia de títulos versados en el temita que la ponzoña ya se ha hecho excesiva, ineficaz, indigesta. Una montaña de estiércol. Ya nadie se lo traga. Los críticos postmodernos han realzado miles de películas que deberían haberse sumido en el más profundo infierno desde su mismo estreno: por ejemplo, Adrian Martin, quien suele ser un escritor agudo y un cinéfilo de altura, publicó un morboso artículo sobre una revisión de Showgirls, reevaluando sus precariedades y ensalzando a Paul Verhoeven como un verdadero auteur. Vamos, que tuvo una revelación durante unas vacaciones aburridas en no sé donde y apoltronado en una habitación de hotel, vio esta película en el televisor doméstico y flipó, ¿tiene algo que ver la cinefilia con la circunstancia, la percepción con los años, el relativismo con el conocimiento? Al final la circunstancia no es un momento de la vida azaroso, sino un estado de las cosas llamado Capitalismo o Tardocapitalismo o como diantres le haya querido bautizar el último teórico de turno. El capitalismo obliga al sedentarismo, a la comodidad, al conformismo, al vacío afuncional. Así, por arte de magia, el entretenimiento se puede convertir en cierto punto, en aburrimiento sublime (lean a Josefa Ros Velasco, La enfermedad del aburrimiento), o sea, en cine del malo convertido en interesante, ya sea por falta de referencia o por puro tedio. El relativismo se fundó a partir de la idea de que todo podía tener valor, cualquier cosa, cualquier fenómeno, si se analizaba lo suficiente y se teorizaba sobre su categoría. De ahí que Derridá y sus ejércitos de intérpretes y lúcidos teóricos hayan copado la mente del mundo con sus infinitas posibilidades de lenguaje y hayan desplumado a todo rigor y criterio real. Todo el postestructuralismo promete utopías a partir de herramientas irreales, lo cuál suena sugerente, pero llevado a la práctica conduce a un mundo confuso sin medida, volumen ni tamaño posible. Las boutades del todo es posible y de la infinitud del lenguaje han calado en seres heridos o reprimidos con grandes capacidades intelectuales hasta el punto de haber generado la idea del cambio de paradigma, aplicable a casi todo. Todo por interés, pero ¿a quién le interesa el cambio? ¿sólo a la resistencia o es posible que el propio capitalismo aproveche este campo tierno e inocente del nuevo horizonte del siglo y como siempre, se camufle bajo una aparente revolución? 
 


En 1987, Paul Verhoeven estrena Robocop, una cinta de ultraviolencia policial que funde de alguna manera el gore con lo pop, creando un nuevo género bastante vomitivo, lleno de incongruencias silenciadas mediante tiros y desmembramientos dispares. Más de la mitad de la producción actual de las películas de acción han seguido este engendro estético que en 2014 se versionó a la milenial, en modo más clínico-tecnológico, pero con igual efecto. Animadversión. La misma mierda. El caso de Verhoeven es fundamental para analizar las barbaridades estéticas de los 90' que luego han sido sublimadas en el siglo XXI: él fue el director de la agraciada Total Recall (Desafío Total) -también obra de Phillip K. Dyck-, donde mezcla la distopía con lo mutante -recuerden ese "Jordi Pujol" saliendo de la tripa de Marshall Bell- y donde quizás se aprecia el mejor Verhoeven, más fresco, aunque  signifique sólo un simple oasis de placer, si recordamos que las películas siguientes son nada más y nada menos que Instinto Básico (1992), la mencionada Showgirls (1995) y Starship Troppers (1997), o sea, exploraciones sobre la pornografía comercial y de nuevo, la ultraviolencia a escala militar-pop. Y esto porque no se suele mencinar que Verhoeven es el autor de una película olvidada, llamada Spetters (Vivir a tope, 1980), cinta digna del peor mal gusto y una repulsión absoluta en aras de construir una crítica a la nueva juventud de esos años, perdida en la irreverenca y el salvajismo artificioso y plano. Hija de La Naranja mecánica (1971) y The Wild One (1953) y madre de Shopping (1994) y The Outsiders (1983), Spetters es la muestra de la falta de talento de Verhoeven, de su visión enfermiza de la realidad y su pobre percepción cinematográfica. Se trata de un efectista, de un pordiosero estético. Paradójicamente, se hace curioso descubrir que el mediocre Michael Douglas de Instinto Básico, sólo un lustro después protagonizase su mejor papel en The Game (1997) de David Fincher, ese realizador de videoclips que sacó tiempo para dirigir cositas como Alien II o Seven, ¿qué es un videoclip sino un fragmento pop-gore-musical de índole capitalista? Una manera de vender discos. Lejos de la música, Fincher inaugura en los 90' un tipo de thriller psicológico de compejidad, símbolo de la filosofía estética de los tiempos industriales, materialistas, antiartísticos o netamente postmodernos en la que el juego como concepto comienza a ser el único dios concebible, ¿qué desear cuando uno lo tiene todo y a pesar de la abundancia, sólo encuentra soledad vacía y aburrimiento perpetuo? El juego de la realidad. Lo real es el constructo más rico de la existencia, por su imprevisibilidad, su sorpresa. Nadie conoce su destino, todos estamos atados a la fatalidad. El protagonista de Fincher es un símbolo extremo del capitalismo avanzado, un oportunismo económico encerrado en su propio egoísmo, en su letal alienación de oro. Su transcendencia vacía, su enfermedad, se basa en la falta de realidad, en la falta de vida más allá de lo artificioso. Fíjense que desde los 80' de Ridley Scott, donde aún se tiraba de una falsa épica, se llega, dos décadas después, al abismo del cambio de siglo con una mentalidad aún más vaciada, más perversa y de una violencia implícita que ya le podemos llamar terror o masoquismo. Así, el cine norteamericano toma estos senderos, aferrado a un sistema exponencial de aburrimiento y riqueza, ¿qué descubre la ficción en el abismo del miedo? 
 

Si la película de Fincher trata de construir una simulación de la realidad dentro de la realidad, ¿cuál es la realidad verdadera?, ¿en qué realidad se queda a vivir Michael Douglas? El cine popular que siempre ha arrastrado los vulgarismos de una sociedad siempre precaria, se convierte en un desasosegante vomitorio de miedos y agresividades a través de las cuáles parece ser que puede encontrarse la paz, ¿pero qué tipo de paz? En todo caso, la paz de la producción comercial. Vamos, del imperio de lo pop. De hecho Fincher, con El club de la lucha (1999) y La habitación del Pánico (2002), demostrará que las temáticas surgidas en la dimensión comercial de los 90' siguen vigentes, a pesar de que sus derivas, siempre más estilísticas, más modernistas, acabarán saltando la valla del fracaso basuril, ¿no es el personaje de Jared Leto en La habitación del pánico una metáfora de lo real intentando violentar la ilusión capitalista de seguridad de Jodie Foster y su hija? En el siglo XXI se impone el concepto de espacio sobre el del tiempo. Todo son cuerpos, recipientes, habitáculos que exhumar o blidar, por eso en David Fincher se hace patente la importancia de la forma y el ritmo, del trabajo de la estructura y el abandono del efectismo y por tanto, su acercamiento a la realidad como un espacio encajonado, múltiple, dividido. Su obra capital, Zodiac (2007) sintetiza todas las estéticas del miedo, las conspiración y la violencia, alambicando las historias policiales en un laberinto crítico con el sistema y definitivo en el aspecto de explicar los hechos de la realidad, debido a la confusión generalizada y a la burocracia capitalista. La existencia se escapa por mucho que la forcemos: en Atrápame si puedes (2002), Scorsese firma una de sus mejores películas, fundando otro de los géneros comerciales por excelencia, el de los mentirosos compulsivos, con ejemplos tan gloriosos como Owning Mahowny (2003) o The Informant! (2009). En este tipo de películas se intuye hasta dónde una ficción puede llegar a solaparse con lo real, fusionando los deseos y los hechos con un final donde el sistema (la CIA) acaba absorbiendo las capacidades de este tipo de embaucadores. El capitalismo nunca pierde. Se retroalimenta. Lo quiere todo. En España podrían citarse títulos análogos como El gran Vázquez (2010) o la reciente Oswald, el falsificador (2022), ¿no son precisamente estos personajes disruptivos los únicos que juegan con la realidad a modo de titiriteros haciendo creer a los demás apariencias verosímiles?, ¿no es esta exactamente la función de los cineastas?
 
 
Volviendo a los 80' un instante, estaría bien destacar un film olvidado de Oliver Stone llamado Talk radio (1988) donde Eric Bogosian hace el papel de su vida siendo el fustigador de la tontería y la injusticia, castigando a la psique de la paranoia norteamericana con respuestas rápidas y contundentes ante la diarrea mental de un mundo en agonía. Talk Radio representa el final de una manera de concebir el mundo, lejos de la temida cancelación y lo políticamente correcto, un reino de yuppies y lenguas sin pelos que muy pronto, acabarían sepultadas por la publicidad y la pornografía masiva. En Umberto Eco: la biblioteca del mundo (2022) entramos en otra esfera, la vida de un ser dedicado a la lectura y a la defensa del conocimiento y la belleza. Eco, que sabía mucho de casi todo, apunta que un mundo gobernado por internet es un mundo en confusión, temeroso, acobardado, vacío. Ataca al pensamiento relativista que invita a crear un relato propio del mundo, como si el mundo por sí mismo no fuera verdadero; así la difusión de los terraplanistas, conspiranoicos y buscadores de ovnis ha pasado a un primer plano. La verdad, desde Derridá, se acaba. Desde Nietzsche, la idea de dios se termina. Entonces, se ha convencido a la masa de que si no hay verdad habrá que inventarla. Siempre han existido, desde la Antigüedad, miles de sectas que han intentado apropiarse de la espiritualidad del mundo. Hoy todo esto está en suspenso. Mientras tanto, el sistema hace soñar al público con la distopía de las máquinas inteligentes y los logaritmos milagrosos. Les prometen un futuro fácil, pagado y libre de todo trabajo, de todo sufrimiento, ¿qué hará la gente cuando tenga nada qué hacer?, ¿está preparada la Humanidad para regirse por sí misma, sin que le dicten normas ni rutinas?, ¿desea la gente convertirse en robots para ser libres? Todo lo contrario busca Robin Williams en El hombre bicentenario (1999), donde un robot ansía volverse humano para llegar a ser feliz, para sentir la realidad. Como ya se ha dicho, lo curioso es que actualmente se juega con la mente del público promoviendo lo contrario, alentando a una búsqueda de lo transhumano, como si la Humanidad ya estuviese acabada y el presente sólo fuese un cementerio en ruinas que busca una salida, sólo por que tal vez ya no se aguanta a sí mismo. El individuo es ingrato y muy influenciable. Así, la mentalidad apocalíptica es un dogma ridículo utilizado desde la Edad Media (y más allá), un mundo analfabeto que encontró en la ignorancia su mejor baza. Por eso hoy a uno le da por pensar qué carajo tiene la gente en la cabeza cuando se estrenan películas como Pandorum (2009) o Infinity Chamber (2016), ambas enfermizas por igual, una por terrible mal gusto y otra por ansiedad vacía. La depresión y el vacío se plasman en el entretenimiento como si el juego continuase sin final, como si el divertimento pudiera ser terrorífico o pornográfico, como si películas tan tontas como Chappie (2015) o In Time (2011) fueran lo único que el gran público se merece; las salas comerciales están llenas de pastiches aburridos, de copias de copias sin sentido alguno. En esos términos, estamos tan lejos de la realidad como en la película Surrogates (2009), un film de muy baja calidad que aborda la vida como si fuera virtual, una distopía donde pudiéramos utilizar la imagen que creamos de nosotros mismos, el avatar, para esconder nuestras verdaderas identidades y vivir en función a nuestros deseos. En un capítulo de la tercera temporada de la maravillosa How to John Wilson, donde se explora sobre las comunidades que fomentan la criogenia humana, una mujer confiesa sin reparos que cree firmemente en que algún día tendremos distintos cuerpos para habitar en distintas realidades.  El sistema vende esa idea: si no te gustas, sé quien quieras, invéntate a ti mismo. Inventa el mundo. Tu mundo. Aunque todo esto es imposible, vivimos en una sociedad cada vez más convencida de que lo imaginado puede llegar a ser real y por eso la cultura de los tatuajes y el bótox, y por eso la ansiedad y lo cruel, por eso las mentiras, por eso la ultraviolencia. 
 

Buscando la realidad por otro lado, se puede decir los hermanos Dardenne han trabajado mucho con las barbaridades de esta sociedad enferma, sobre todo con la de las clases bajas, estamentos donde todo acaba siendo un nido de víboras o una película de miedo. Títulos como El niño (2005), El silencio de Lorna (2008), La chica desconocida (2016) o La promesa (1996) que tratan la explotación, el chantaje y la mentira desde el lado de la supervivencia y la desesperación, sientan los pies en el terreno real, en el autoanálisis de problemas actuales, resueltos de maneras poco recomendables. Sin querer, en su afán moral de representación, los hermanos Dardenne captan cierta profundidad -que por momentos también se hace pornográfica- y acercan al público el rostro de una sociedad injusta y su consecuencia directa. Lejos de las metáforas de la riqueza y la acumulación, en Europa los hermanos Dardenne muestran la vida en toda su crudeza: desde la venta de bebés, a asesinatos en la prostitución, explotación de inmigrantes o la mafia de matrimonios falsos para conseguir papeles, ¿dónde colocan la cámara estos cineastas suizos para captar una cara totalmente distinta de la de Hollywood? La frontera se llama espectáculo. Películas como la Promesa sólo se hacen para compartir una realidad escondida o tapada, para conectar a lo humano con lo humano y abrir los ojos ante el drama cotidiano de los más vulnerables. Se podría decir que es un cine povera. Por el otro lado, directores como Fincher practican un cine que podríamos definir escuetamente como pop o gore-pop o porno-pop, por mucho que nos puedan gustar algunos de sus títulos, pero, ¿por qué son tan distintos los actores que salen en unas y en otras películas? Todo depende de la artificialidad de la cultura en boga en cada país. EEUU tiene una cultura muy particular de sesgo materialista-fanático centrada en el dinero. Europa, aún teniendo en cuenta su progresiva decadencia infringida por el aplastante imperialismo cultural yanki, mantiene un sesgo intelectual-progresista, centrado en lo humano. Cineastas orientales como Jafar Panahi o Abbas Kiarostami, pertenecientes a culturas tradicionales-espirituales (a pesar de la dictadura teocrática actual de Irán), han desarrollado un cine exclusivamente humano y de resistencia. El cine del ingenio. Todo lo valioso sigue en Oriente.

 
La misma estética de los hermanos Dardenne se utiliza en La consagración de la primavera (2023) una fábula moral firmada por Fernando Franco, donde una joven se acerca hasta el límite de un abismo humano, de un poder tal que es imposible soportarlo. De nuevo encajonamiento, aislamiento, secretos, intimidades, ¿hasta dónde eres capaz de llegar?, ¿dónde están los límites de tus prejuicios y de tus sentimientos? España, país de una profunda tradición hiperrealista, donde su pintor más ilustre es el señor Antonio López, a dado siempre a la cartelera películas con dicha intención, pero casi siempre fallidas. Fernando León de Aranoa, antes de volverse loco y decidir dedicarse a pseudoproductos comerciales, regaló a la pantalla algunas de las mejores muestras de ese cine dardennianio, -también cercano a Ken Loach- con Barrio (1998), Los lunes al sol (2002), Princesas (2005) o la fascinante Amador (2010). Montxo Armendáriz e Iciar Bollaín intentaron antes lo mismo, con escasos logros; tal vez Tasio (1984), tal vez Flores de otro mundo (1999). Los gozos y las sombras (1982) de Rafael Moreno, fue un último intento de serializar una estética que en España no se sabe tratar, ¿por qué los actores españoles no acceden al naturalismo y dejan la impostura teatral de calderón de la Barca? la ilusión es muy importante y debe eclosionar o todo lo que nacerá, lo hará muerto. 
 
 

 
Hablando de series, Sé que esto es cierto (2020) es una maravilla de Derek Cianfrance. En ella, Mark Ruffalo parece realizar su mejor papel, atrapado en la circunstancia intratable de la enfermedad mental y el problema del doble, como ida y vuelta de un diálogo imposible entre la razón y la imaginación, entre la normalidad y el desvío, ¿qué es lo verdadero?, ¿cuál de las dos es la vida real?, ¿existe la esquizofrenia tal y como nos la han explicado? Una película llamada Ray&Raymond (2022) también intenta solucionar un problema del pasado mediante dos perspectivas, a pesar de la torpeza inaudita de la película, que acaba convirtiéndose en una comedieta sin sustancia; cada vez hay más películas que parecen hechas sin ganas, terminadas sin más, desarrolladas sin ningún tipo de amor. La industria del cine se ha convertido en un carrusel de producciones que no llevan a ningún sitio más que al ronquido. Polvo de estrellas. Sin embargo, series humildes como Rapa (2022) o películas aisladas como Gran Torino (2008) amansan el océano y por lo menos, hacen olvidar todo ese barullo de feísmos que sobre todo Hollywood no para de engendrar, como si de una misión de sabotaje se tratase; en ellas la realidad se hace comercial y digerible. Quieren alejarnos de la belleza porque saben que es catártica, quieren alejarnos del conocimiento porque saben que genera conciencia, pensamiento crítico, futuro. Ellos sólo quieren presente, quieren esquizofrenia. Por eso, dejen de perder el tiempo con películas orientales como Secret Sunshine (2007), Cartas desde Iwo Jima (2006), petulancias como Tromperie (2022) -dejen por favor de ver a Arnaud Desplechin, es malísimo- o series como Persons of Interest (2011) de estética casposa telenovelesca en modo visionarius y dediquen su asueto a ver las fantásticas películas de Jafar Panahi, el documental My name is Alfred Hitchcock (2022) -que aunque no muy talentoso, hila de forma clara las ideas de la obra hitchcockniana- o el docubiopic All the beauty and the bloodshed (2022) de Laura Poitras, donde se retrata la atormentada vida de la increíble fotógrafa Nan Golding y su lucha contra las empresas farmaceúticas que, por un lado envenenan a sus clientes y por el otro, financian los museos más importantes del mundo, ¿serán las obras de arte el último subproducto de una cadena de maldades perversas?, ¿serán las películas el último eco de una realidad ya imposible de recuperar?