lunes, 22 de junio de 2020





The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley 
(2019)
 
Alex Gibney





 ¿Qué está ocurriendo en el clímax de la decadencia del llamado postcapitalismo?, ¿qué forma definitiva ha tomado un sistema camaleónico que funciona a modo de virus?, ¿cúál es la última transmutación de lo invisible para acabar definitivamente con lo humano?, ¿qué sibilina sinergia se efectúa en el ocaso de la sensibilidad? No es nueva la artimaña de la ilusión para hacer que los hombres sobrevivan o en último caso, venzan. Al principio de nuestra civilización ya se utilizaron curiosos ingenios para sobreponerse al otro: en la hermosa epopeya de Gilgames o en la gloriosa Odisea, los ejemplos son múltiples y claros, aún en una época en que la inocencia era un valor y no un disfraz. De la Antiguedad a la Edad Media, pasando por el llamado Renacimiento, la lista de traidores y corruptos va aumentando hasta llegar a la época Romántica, mundo ambiguo donde lo místico y lo escéptico se dan la mano, momento singular donde se vuelve a reescribir la historia para resucitar el espíritu perdido a lo largo de los siglos, lo cuál, a la larga, tiene graves consecuencias, en muchos casos, contradictorias, y si no, contemplen por ejemplo el panorama desinflado y nihilista del arte contemporáneo. La civilización occidental juega a los dados en un callejón sin salida que ha inventado ella misma: mientras la mayoría se tapa los ojos, seducidos por la comodidad y los falsos placeres de lo virtual, unos pocos aprovechan la oscuridad de las cloacas y el analfabetismo generalizado para, entre otras cosas, hacer propaganda de cualquier entelequia y de paso, llenarse los bolsillos de billetes verdes mientras sigan existiendo. Célebres artistas mediáticos como Ai Wei Wei intentan mediante tautologías populistas hacer despertar ese corazón burgués que se ha quedado dormido entre la mierda consumista y los perfumes caros, pero parece que ni algo tan simple es eficiente para una sociedad embriagada y absorta ante un sofisticado uso de la verdad que nunca llega a comprender del todo, pues los mentirosos hoy son más poderosos que los honestos. No nos dan todas las piezas del puzzle, pero nos convencen de que sí. La mentira histórica ha sido siempre una moneda de cambio de profundo efecto, tergivesando la realidad para poder moldearla a su gusto. El poder -ya sea un rey, un gobierno, un país, un medio de comunicación o un sistema- ha aprendido mucho a lo largo de estos últimos siglos: centurias copadas de información donde la confusión hiperestésica parece ser la forma sublime del éxito. Hoy, como todos saben, Silicon Valley es el icono del futuro y el dinero, una corte de los milagros donde todo parece suceder por arte de magia. Con la tecnología como estandarte, este pequeño reino masónico del cadavérico imperio yanki, figura -junto a sus empresas armamentísticas- como uno de sus últimos intentos por rescatar lo muerto. EEUU representa una antisociedad que ha transformado el cinismo en una forma de existencia: los seres que habitan aquellas tierras, cada vez se parecen menos a una forma humana. El último film de Gibney, es una demostración de lo mencionado. Este director, especialista en construir discursos documentales que ilustran el desmonte de grandes mentiras -Enron: los tipos que estafaron a América (2005), Taxi al lado oscuro (2007), El cliente nº 9. La caída de Eliot Spitzer (2010) o La mentira de Lance Armstrong (2013)-, ha llegado con The Inventor: Out for Blood in Silicon Valley (2019), a su propio éxtasis. La truculenta historia de una joven emprendedora llamada Elizabeth Holmes que inventa algo inútil con el extraño objeto de revolucionar la vida de las personas, se transforma en un diabólico símil del estado de las cosas en la actualidad, de una maneraextraña, escalofriante y explícita. Todo se basa en que la propuesta de la señorita Holmes es en realidad un timo millonario que juega con la esperanza de millones de pacientes y ávidos inversores. 
Entre los métodos que se han construido en Silicon Valley para crear a sus propios héroes hasta convertirles en dioses, se encuentra el famoso arte de los encantadores de serpientes o como también se podría llamar: el famoso arte de vender humo. Hoy, la palabra se ha transformado en el peor enemigo de las personas, pues se ha descubierto que la lobotomía popular es la vía más simple para convertir a todo bicho viviente en un esclavo fascinado por lo nuevo. El espacio exterior, la biotecnología, las redes; cualquier tema tocado por los gurús de Silicon Valley se transforma en un juguete sencillo que cualquiera puede comprar para divertirse y tener una sensación de poder absoluto. Esta extraña psicología creada por sospechosos personajes como Steve Jobs -el mayor vendedor de humo del siglo XXI-, mezclada con creencias NewAge y filosofías de motivación e inspiración basadas en baratos ejemplares de autoayuda, da como resultado un excéntrico complejo empresarial constituido por una especie de fanáticos infantilizados entre los que Elizabeth Holmes ocupa un lugar de excepción, no por su brillantez sino por su grado de delirio. En la actualidad, la virtud carece de valor. Tal vez, muchos otros genios que hoy se han salido con la suya, también mintieron en su día, pero la diferencia es que en la historia de Holmes, ella acaba sumergida en una enorme mentira de la que nunca podrá salir, pues es la mentira del vacío, la ocultación de la nada. La mentira es ella misma y la ha devorado por completo. El capitalismo no es nada más que una persona. El capitalismo no es más que una mentira alimentada y consentida por muchos. Por todos. Todo lo demás se cuenta en la película con cierto detalle: el film de Gibney establece un ejemplo más de ese tipo de reportajes de lujo llenos de versatilidades copadas de entrevistas e imágenes que muchas veces hacen aún más confuso el mensaje. Gibney domina un género muy extendido en los medios: el destape de farsas, la investigación, la crónica, pero sobre todo, el repetitivo relato del poder. A pesar de que las películas de directores como él den la impresión de representar piezas antisistema o al menos, reivindicativas, habría que plantearse si en realidad, todos estos contenidos -muy similares y clónicos para ser sinceros-, además de proporcionar un entretenimiento útil, no responden a la necesidad de ciertos poderes de demostrar ciertas debilidades personales para ofrecer una ilusión de transparencia que, en realidad, es inocua para su salud. La clave de la historia de Holmes es que se trata de una persona que miente de forma compulsiva y que se niega a aceptar la verdad, a pesar de pruebas objetivas. Más allá del caso en sí -aún en los tribunales-, lo subyacente del film es la proyección que esta timadora ofrece de una nueva juventud que sólo parece pensar en la imagen y en la apariencia como formas de vida. Holmes, a lo largo de casi una década a la cabeza de su empresa, se expone a más sesiones de fotos que una modelo profesional, con el único fin de distraer, de ganar tiempo, de disimular lo inevitable. Lo más importante para esta empresaria acabó siendo lo virtual, lo evanescente, las palabras mesiánicas, hablar de dios, del futuro, del destino de la Humanidad y de la revolución de nuestra relación con el control de la salud -la prevención, la anticipación-, elemento, este último, que simboliza el terrible miedo que Holmes tiene al mundo. Todo gran controller, lo único que esconde dentro de su ser, es un gran terror debido a la incertidumbre del azar. Todo es azar, queramos o no, haya o no un sistema que intente dirigir la vida por un camino de plástico y ondas electromagnéticas.  
La mejor película de Soderbergh, The Informant! (2009), desarrolla un caso análogo, aunque en vez de partir del vacío, parte del contenido. Otro ejemplo, en el infinito crisol de la cultura norteamericana, es la desconocida Owning Mahowny (2003), de esencia similar. Ambos casos se basan en hechos reales, tan reales y oscuros como el de Elizabeth Holmes, puzzles llenos de basura, ocultaciones, disfraces, miles de millones de dólares y poder. La presencia del poder como enfermedad, como único sentido de la existencia. Sobre los tres casos, también planea el estigma de la locura: pérdida de la distinción entre la realidad y la ficción, muy típica de la histérica y narcisista sociedad norteamericana y sobre todo, de la estupidez naif de la soberbia. Los hijos del tío Sam están muy enfermos y han acabado por mentirse unos a otros de forma inútil, casi como si necesitasen hacerlo por inercia, como si fuesen yonkis del embuste, de la falsificación, de la droga de lo falso; la historia de la deriva de un nihilismo llevado al extremo más insólito. Lo peor de todo ello es que esta seudocultura basada en los refrescos y las zapatillas deportivas, ahogada en un ocio desmesurado, en la frialdad humana, el fanatismo, el trauma, la angustia y la predestinación, es, al otro lado del charco, nuestro pan de cada día.
El pan está duro, pero aún nos convencen de que se puede comer.
Elizabeth Holmes es una panadera magnífica que nunca se manchó las manos, obsesionada por falsos mitos, adoradora de seres infantiles, practicante de una oratoria seudoprofética, víctima de un mundo narcisista y banal que le hizo creer que la realidad no importa, mientras uno consiga obviarla.




















lunes, 1 de junio de 2020




LA TOUR
(1928)

René Clair




Hay que decir algo urgentemente: "la crítica se muere". Cuando algo entra en una inercia decadente, suele ser más terrible la degeneración que la propia desaparición, por lo cuál, si tiene que ser así, que así sea. Por lo menos que se sepulte a la crítica que claudica ante el poder del dinero y de la autoconservación. Todo crítico debe ser dueño de sí mismo y no un esclavo de una línea editorial o de un protocolo de corrección. Todos los medios de comunicación viven sumidos en este grave problema que parece concebirse por lo general como "mal menor". Como todo lo que envolvió al cine desde sus inicios, el origen de la crítica se basa en un fenómeno romántico, en un impulso por captar los poderes ocultos de una revelación que siempre es igual para ser distinta. Así, el cine, nace como un arte desfasado, casi de principios del siglo XVIII, como si Novalis mismo hubiera sido uno de sus inventores, junto a Nietzsche o Holderlin. Aunque su origen técnico es más tardío y remite a referencias francoyankis, un espíritu profundamente idealista insufla el alma del cinematógrafo y lo empuja hacia el siglo XX, la brillante centuria de la precaria burguesía. Fue perfecto: la agonía existencial de la industrialización y el tardofeudalismo requería un bálsamo sobrenatural que el cine encarnó de manera sublime. Un arte de masas para las masas. La literatura no era tan orgánica ni directa, manteniéndose en la elite, en la retaguardia, pero el cine era más parecido a la vida y la gente siempre prefirió ver a leer, sentir a pensar. Y así nos va. En todo caso, el cine, como cápsula atemporal de la evasión, cumplió una misión democratizadora que ningún otro arte ha conseguido jamás: nivelar al público, igualarlo en una sola tostada, al margen de su estatus. Este detalle es muy importante, pues gracias a él, los discursos clasistas -tan moralizadores y opresivos- deja de tener efecto y establecen una experiencia más humana entre lo que llamamos creación y lo que llamamos recepción. 
A medida que las décadas fueron pasando, dentro de ese público, comenzó a existir un tipo distinto de espectador, un amante alucinado de la oscuridad y el silencio, de la luz proyectada, del baile eterno de las sombras: se trata de lo que en su día se denominó como cinéfilo. Este peculiar amor fue transformándose para algunos de estos individuos en un oficio en sí mismo, en un tipo de vida que trataba de ser una especie de conciencia de lo que salía en la pantalla: una calavera que pensaba en lo que veía, que escribía en lo que veía. 
La crítica no es un fenómeno inventado por el cine, ni mucho menos, siempre ha habido cronistas, glosadores, comentaristas, por una razón lógica: llegado un momento, el lector toma la palabra. Desde Aristóteles, todos los filósofos han comentado los problemas de las obras anteriores a ellos y más adelante los artistas, tomaron voz y protagonismo en la misma construcción de aquella entelequia denominada como el relato del arte. Oscar Wilde y Charles Baudelaire demostraron que el que analiza y el que crea puede ser también uno solo. Todo esto para decir que la crítica es o mejor dicho, debería ser una vocación encontrada o suspendida, como diría el gran Raúl Ruiz, un voz que cantase en verso libre, pasase lo que pasase, con el rigor de un científico, con el encanto y la pasión de un poeta. Hoy, en un mundo en el que la crítica es un apéndice de los intereses comerciales, un vasallo de poderes esféricos, una pancarta publicitaria, una traidora del cine... los críticos artistas deberían comenzar su gran revolución diciendo la verdad, resucitando el espíritu que vio nacer a esta práctica, denunciando todo lo que no es cine -que es mucho por desgracia-, cribando las películas de los videojuegos filmados, de lo televisivo, de lo publicitario, de lo infantiloide. El objeto de la crítica es el pensamiento, la creación de puentes, conexiones que enriquezcan el laberinto formado por la producción total: esa malgama que crece exponencialmente y que solemos denominar como historia del cine. Un crítico no es un historiador, pero debe conocer dicho trasunto para destacar los aciertos del pasado y traerlos al pensamiento del presente -siempre algo distraído- para resucitar imágenes y modos olvidados de percibir... 
Para unos pocos críticos oficiales, la situación se hace insostenible al percibir la ausencia del espíritu original, la carencia de soluciones, la jaula innata en que se ve atrapado un arte tan joven como el cine, mas hoy envejecido, en gran medida por haberse doblegado a un sistema monetario y espectacular. Para la mayoría de los críticos oficiales no parece haber gran problema, pues con los años han conseguido sus puestos de poder y sus revistas pintonas llenas de banalidades e información insulsa; además, ahora dan cursos banales y cobran un ojo de la cara por escucharlos. La crítica no se puede enseñar, hay que vivirla, hay que sentirla, hay que entender el cine. Es muy difícil leer una revista de crítica hoy, pues brilla por su ausencia en sí misma, encontrando en cada número un par de artículos interesantes como mucho. Así, todo lo que rodea esas mínimas isletas críticas, ¿qué es en realidad? Una sola palabra lo resume a la perfección: periodismo. La escritura en los medios lo ha devorado todo -de hecho, los novelistas más vendidos son presentadores de televisión y articulistas de prensa- y desgraciadamente no la escritura literaria -la escritura que piensa-, sino la otra, la que destruye con su frialdad, su idiotez, su frivolidad y su instantaneidad. El periodismo hoy está creado por seres adoradores de lo inmediato, de la velocidad, del pensamiento superficial, del dinero. El periodismo, por regla general, se ha convertido en un nido de víboras sin talento alguno. La crítica no debería parecerse lo más mínimo a todo eso. Sólo existe una forma de hacer crítica que podríamos llamar simplemente escritura, o sea, el don de pensar con palabras, de crear con palabras un vínculo real con las imágemes y los sonidos -pues el cine son al menos, dos cosas-, lo que plantea una complejidad abrumadora, un sacrificio vital, una habilidad muy especial. Así, todos aquellos que no se vieran capacitados para lanzarse a ese pozo de placer y dolor, deberían retirarse y dejar paso a una crítica que debería ser siempre nueva, como es la de Bazin, Baudelaire, Farber, Guarner, Ayala, Mekas, Godard, Deleuze, Bresson, Straub, Erice, Guerin o Losilla, personajes entregados a la causa del cine desde uno u otro lado, desde la imagen o la palabra, inspirando a los lectores y espectadores -que en realidad son el mismo ser, el ser que debe amar para existir- nuevos y bellos motivos para seguir visitando las salas oscuras, recuperando joyas perdidas, gestos desapercibidos y profetizando ciertas sendas que otros seguirán, convirtiéndose en salidas del horror de la contemporaneidad.
Existen unos cuantos críticos muy preocupados por la escena actual de la crítica, de su indiferencia, de su inutilidad, al comprobar cómo el mundo del cine se come al cine mismo. La mayor parte de las películas que se estrenan -sobre todo, la más populares- son terribles y feas, vacías, redundantes, dotadas de una simpleza estúpida e insultante que desanima a cualquier espíritu vivaz y entusiasta. Esto no es de ahora, claro, si no lean los salones de Baudelaire y comprobarán cómo el polígrafo francés salva unos pocos cuadros de cada gran exposición, lamentándose del callejón sin salida de la pintura. Más de un siglo después, el crítico cinematográfico se enfrenta a un desafío parecido, en el que pierde mucha energía contemplando soberanas mierdas en forma de película que no podrían considerarse más que engendros audiovisuales de una cultura analfabeta y débil, muy similar a la norteamericana. Es una pena admitir que gran parte de las películas realizadas a partir de los años 50' adoptan en el mundo una estética hollywoodiense en concepto y forma, cayendo en la trampa imperialista que es más que un movimiento económico. Todo eso ha sido una tragedia para el cine que hoy sigue brotando en las esquinas, a la sombra de esta bola audiovisual que nada enseña, que nada crea. La crítica tiene la responsabilidad de combatir contra el mercado poniendo en su lugar a cada cosa, colocando etiquetas de verdad, demostrando a través de las palabras qué es el cine hoy y qué no lo es
René Clair hizo una película en los años 20' de menos de quince minutos que valdría como metáfora para explicar qué es la crítica en realidad y por analogía, el cine. Durante el silente metraje, Clair -que es uno de los genios olvidados del cine- establece un juego estético con las formas de la Torre Eiffel, con el hecho de su construcción, con el laberinto de su entramado. En principio, este tipo de films pueden pasar desapercibidos por su insustancialidad aparente e incluso por su probable objeto propagandista, pero nada más lejos de la realidad, pues si uno contempla el breve ejercicio del cineasta, se irá dando cuenta de un mensaje oculto que propone un discurso paradójico de valor incalculable: las subidas y bajadas del enorme ascendor, las poleas, los cables, las escaleras circulares que ascienden y descienden, la imposible arquitectura del acero, la altura inadmisible que hace el mundo diminuto desde arriba... Clair sube y baja para enseñarnos una sensación secreta de inutilidad, un ejercicio maestro y complejo que en realidad no sirve más que para echar un ojo a la ciudad de Paris por encima, para echar un rato, para ver las cosas desde otro punto de vista y disfrutar del aire fresco. Al ver todo aquel armazón inerte, erguido sobre el mundo, uno siente a través de Clair una emoción extraña, dividida entre admiración e ironía. Al final, el espectador siente haber recibido algo y haber soltado algo también: se ha producido una transferencia real y no se ha necesitado una historia convencional, ni fuegos de artificio, ni millones y millones de dólares desperdiciados en chorradas; sólo una cámara, un cineasta y una torre. Por eso el crítico debe parecerse a Clair, a su práctica, a su cine y hacer con muy poco un enorme monumento, reconstruir el pasado con el presente e inventar un mecanismo admirable de pensamiento, un discurso ingenioso desde el que ver la vida y el cine de otra manera para hacerlo vivir y hacer del mundo algo más humano, más artístico, más bello.