jueves, 29 de septiembre de 2022

THE MUSIC OF CHANCE


THE MUSIC OF CHANCE

(1993)

Philip Haas




¿Para qué sirve el cine, para recrear historias de amor, ver superhéroes, vaqueros de las llanuras y militares torturando a inocentes en Irak o Guantánamo, para desarrollar pedagogías del nuevo siglo, documentales sobre la nueva carne, la nueva sensibilidad y la nueva religión o simplemente para exhibir pornografía lato sensu? Cuando se pierde el cosmos se vuelve al caos. El orden, incluso de la imaginación, puede llegar a desvirtuarse hasta perderse por senderos impropios. El cine siempre ha sido una gran ballena blanca que ha ido digiriendo todo tipo de culturas, costumbres y usos varios, triturando la locura y la banalidad; cribando junto al tiempo las pocas pepitas de oro halladas en el río de la vida. Existen muy pocos creadores dignos del título de cineastas y no hablo del talento que es rico y repartido, sino de artistas que hayan respetado el oficio cinematográfico hasta tal punto de conseguir atrapar su esencia. Philip Haas consiguió estrenar en los difíciles y contaminados 90', uno de los títulos más interesantes de al menos, los últimos 50 años. Haas, un vertiginoso documentalista dedicado a lo inusual, se atrevió a adaptar una de las tramas más curiosas del ya de por sí curioso y afamado escritor Paul Auster. Y la cosa no es fácil, ya que las novelas comerciales de Auster funcionan como un entretenimiento interesante, como un artificio de apariencia profunda, mas de gusto bastante standar. Al terminar una novela de Auster, todo lector siente una desazón, un vacío inexplicable que le lleva a la siguiente, pero que nunca puede saciar. No es suficiente. El secreto reside en que todos los libros de Auster son -de alguna manera- guiones de películas y por eso, bien adaptados, pueden dar resultados sorprendentes. Cuando Auster se atrevió a ponerse detrás de las cámaras con Smoke (1995) y Lulu on the Bridge (1998), la cosa no fue bien del todo, pues el fotograma no es el lápiz. La literatura no es el cine. Pero cuando Philip Haas versionó el libro La música del azar (1990), lo hizo de la mejor manera posible, rebasando el libro por encima, contratando al irregularísimo pero fascinante James Spader, reconstruyendo la trama de una manera profundamente poética, llena de elementos líricos y absurdos, menos intensos en el texto, de una manera sutil y perfecta para esconder una posible pretenciosidad. Pero Haas sabe desde el inicio que se basa en un texto fantástico y no quiere que eso se olvide, como si desease que el público leyese las imágenes para no aburrirse en esta singular aventura hacia la prisión de la mente. Se trata pues, de un film único e irrepetible lleno de alusiones a las películas góticas de Vincent Price, a la atmósfera de Hitchcock, a Beetlejuice (1988), THX 1138 (1971) Barry Lyndon (1975), Out of the blue (1980), Twin Peaks (1990), los relatos de Hemingway y el land art de los años 70'. La literatura y el cine son vasos comunicantes y por eso, los libros de Auster están llenos de miniargumentos sacados de viejas películas, reconvertidos en novelas que luego son adaptados por cineastas. El bucle nunca termina. El arte es un bucle en sí mismo, pero un bucle muy especial, un anillo de Morbius preparado para emocionar, para trasladar a la conciencia de lo común a lo maravilloso, para luego retornar a lo real. El eterno retorno. Nos vamos, pero volvemos de una forma nueva. Sin el arte, lo humano se hace muy pobre y perece. Por eso, más que nunca, insertos en un sistema anunciado y teorizado por Adam Smith en el siglo XVIII, debemos depurar el criterio y abandonar la basura cada día más abundante en un mundo repleto de abundancias. La música del azar abre nuevas puertas a ficciones como Funny games (1997) de Haneke, The Village (2004) de Shyamalan o incluso a la paradigmática Lost (2004), que no es más que un palimpsesto enciclopédico de la tradición científica anglosajona. La obra de Haas es un acierto irreprochable, una visión sublimada de una novela anecdótica, una obra maestra más allá de la perfección, más cerca del cine.





sábado, 24 de septiembre de 2022


 

 



DEBES CAMBIAR TU VIDA

De Jonás Trueba y lo irreal

 

 

  

¿Postureo o Realidad? Siempre se ha deseado que un cineasta como Jonás Trueba funcionase como autor en un país tan opaco como España. En este país no hay muchos directores especiales con visibilidad y él, encuadrado en el minimal, en el relismo cotidiano y el espectro burgués de la vida, ha conseguido hacerse un hueco con una fórmula breve alejada del estilo comercial de su padre, Fernando Trueba y de su tío, David Trueba. Sus películas mezclan la sobriedad y el nihilismo de Cesc Gay, con las maneras líricas de un Marc Recha, untando todo con una atmósfera sacada de la mirada de Erich Rohmer. Todo lo anterior, evidentemente, guardando las distancias, aunque por momentos no tantas y me explicaré: la obsesión de Trueba de apostar por un cierto tipo de cine francés le ha llevado a alambicar una contemporaneidad en modo snob en un tarrito muy pequeño y ese es el verdadero asunto del cine de este hijo de productores, novelista, guionista y crítico: ¿sus películas funcionan como una reflexión sobre la clase media, sobre la vida urbana o simplemente es un reflejo de sus relaciones y sus gustos personales?, ¿es ambas cosas a la vez?, ¿es una sola?, ¿es ninguna? Cuando un artista propone una ambigüedad de este tipo, debe ser consecuente hasta el final. Trueba parece serlo, visto su devenir ofreciendo desde sus inicios films sosos, llenos de conversaciones intrascendentes, carentes de toda vitalidad, de todo brillo, de todo lo extraordinario. Las expectativas siempre son altas y generan curiosidad: el resultado siempre es un desencanto total. Durante las entrevistas, se demuestra que Jonás Trueba piensa mejor que filma. Mantiene un discurso. Tiene respuestas ingeniosas. Ha leído. Ha visto. Ha publicado. Hasta ahí, bien. Ahora: la cuestión fundamental para un cineasta es la de atrapar "lo real", asumido como una de las esencias cinematográficas cada vez más escasas en el cine mundial; un ciervo con rostro humano accesible a muy pocos. Estoy de acuerdo que hay que intentarlo sin cesar pero, ¿son todas las sendas dignas de llegar a él? El problema del Arte es que, en principio, no sólo tiene que ver con la insistencia, con el machaque, con la producción continuada. Está o no está. Revisen las filmografías más amplias de directores vivos y llegarán a sus propias conclusiones. En el caso de Jonás Trueba, su trayectoria es envidiable: con algo más de cuarenta años ha filmado ocho largometrajes, ha creado una productora, ha publicado un libro y ha trabajado como guionista en películas de enjundia comercial. Qué más se puede pedir: para un cineasta coherente y honesto, comprometido con la religión de la pantalla, lo único que le quedaría sería conseguir filmar una buena película. Quizás Jonás Trueba disfruta viendo sus propios films, no así el público y no es por una incapacidad técnica o profesional, sino porque sus ficciones están carentes de vida, de entusiasmo, de espíritu. No se puede vivir en una religión de palabras sino con hechos. Obras, no palabras. Las películas son los hechos del cineasta, la huella de su idea y de su lucha por cazar al ciervo sagrado; las palabras se las lleva el viento y no sostienen las obras. Hoy, el arte contemporáneo ha exprimido de tal manera los discursos, que las obras han ido desapareciendo o evaporándose, dejando sólo, en muchos casos, un cadaver conceptual sin trascendencia alguna. De momento, Jonás Trueba, tras ocho intentos, ha vuelto a casa con las manos vacías y no hablamos del éxito del espectáculo, sino del tesoro del cineasta, de su relación inevitable con lo que acontece, con la existencia. Hablamos de él: aún no ha conocido cara a cara al cine. Por eso hacer películas de este tipo, siempre es un arma de doble filo, pues la virtud y el defecto salen a flote por mucho empeño que pongamos en disfrazar realidades o imponer idealidades, y lo que vemos en las películas de Jonás Trueba es una realidad indiferente, aburrida e indeseable. No hay cine. Por mucho que se aferre a la realidad, a la palabra, a herramientas prestadas, su selección de gestos y ritmos no es simplemente eficaz y en el arte, lo más importante es la eficacia. En su última entrega Tenéis que venir a verla, Jonás Trueba nos vuelve a sumergir en sus atmósferas madrileñas de ambiente cultureta o simplemente snob, escenas repletas de clichés y estereotipos, de conversaciones archiconocidas y vacías, evocando las peores películas de Rohmer que, por cierto, son la mayoría, ¿por qué no imita, puestos a imitar, películas tan maravillosas como Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle de 1987? Quizás le hace gracia irritar al público con banalidades. Es otra opción, tal vez es su peculiar humor, una broma demasiado personal como para ser entendida por alguien más que él mismo. Quién sabe. Hoy ocurren tantas cosas extravagantes... La cuestión de Tenéis que venir a verla es que vuelve a mostrar la ineficacia de su cine, a pesar de usar un maravilloso formato cuadrangular, unos colores vitales y un ambiente algo más natural que otras veces; a pesar de ella, a pesar del libro de Sloterdijk leído con insistencia a lo largo de la historieta y a pesar de ser una cinta de metraje menor -lo cuál aporta un grado de radicalidad muy sano a una industria que sigue paralizada en las duraciones standars- la cosa se desmorona. No querría ser agorero, pero la elección y aplicación de ciertos referentes es una cosa muy delicada que puede frenar una verdadera intención, una verdadera vocación: por momentos, las películas de Jonás Trueba parecen querer tender hacia Pedro Costa, hacia Miguel Gomes, hacia Kiarostami... pero eso está muy lejos para casi cualquiera y lo malo no es no llegar a eso, sino quedarse en una especie de kitsch conformista muy aburguesado con cara de mala leche y a freir espárragos, ¿es tal vez el joven Trueba más un cinéfilo que un cineasta?, ¿un cineasta enfermo de cinefilia existencial?, ¿un cineasta venido a sociólogo?, ¿más racional que sentimental y por tanto más inhumano, más artificioso? A mí me gustaría que alguna vez Jonás Trueba hiciera una película eficaz, una película parecida a sus palabras, cuando define el cine o su trabajo, cuando suelta metáforas sobre esto o lo otro. Hay personas que en la vida, por circunstancias, tienen oportunidades privilegiadas, para los demás inalcanzables. Imposibles. Improbables. Jonás Trueba siempre ha tenido la posibilidad pero no la mirada; transformar esa visión, ese concepto y hacerlo carne es todo el desafío de la carrera de este aún joven autor, muy alejado de maravillosos talentos como Albert Serra o Luis López Carrasco, más cercano al supuesto naturalismo de Carla Simón, fraudulento, insustancial, plano. Cine pop. Algún día me gustaría hablar a gusto de una película de Jonás Trueba y descubrir que ha tocado lo real.

Debes cambiar tu vida.