lunes, 30 de septiembre de 2013




HUSBANDS
(1970) 

John Cassavettes





Vuelve el cine. Cada cierto tiempo, siempre vuelve y no es coincidencia que las películas de John Cassavettes hagan que vuelva como si se tratase de una invocación fílmica. Cuando todo parece tranquilo y acomodado, cuando las cosas parecen estar claras, aparecen películas como ésta, para recordarnos que el cine en sus formas, es tan infinito como todos aquellos autores que se atrevan a ser ellos mismos. Husbands es un film pletórico de delirio y grandeza, una batidora de las pasiones más bajas de lo políticamente correcto, para destruir toda una imagen de la cortesía social de las relaciones personales. Como se señala en el subtítulo inicial del film, esta película trata de la muerte, la vida y la libertad, pero no indica que también trata, y en mayor medida, sobre la amistad y la locura. Las relaciones personales son una guerra intensa en la que nos jugamos la supervivencia de nuetra propia identidad, de si la perdemos o no, de si somos nosotros al 100% o en cambio, somos más la otra persona con la que se comparte una relación (el eterno dilema). Husbands muestra cómo sólo a partir de la locura, del desarraigo y de la perdida de la consciencia, podemos volver a amar realmente, dejándonos llevar por los instintos más naturales, por la violencia de nuestros actos, por la ridiculez de nuestros pensamientos. Esa parece ser la sola vía que presenta Cassavettes como alternativa por la supervivencia de la felicidad, o sea, la opción del espasmo, de la risa contagiosa, de la canción, del baile, en definitiva, de la pasión por la vida en todas sus formas. La lucha, el empujón, la carrera, el viaje son los elementos indispensables para la llegada de la emoción, ese sentimiento que nos hace estar vivos, haciéndonos capaces de sonreir y de hacer el mono por todas partes, pues Cassavettes no habla aquí de los matrimonios en sí, sino de la liberación del espíritu que vamos perdiendo sin darnos cuenta, de las cadenas cotidianas que nos hacen perder el gusto por la melodía de la vida y que nos llevan al silencio y la desesperación. Husbands es un grito salvaje hacia lo incomprensible, lleno de fracaso y paranoia, un ejercicio de ascesis que cuestiona el por qué de nuestro modus operandi, destacando lo más bello del delirio como cura, dejando una puerta abierta llena de inconsciente y palabrería casi chamánica, de hermosas carreras por las calles, de absurdas peleas en las camas y borracheras eternas y brutales, durante días insomnes sin término. Husbands es una especie de fuga de la realidad para hablar de la realidad, una inmersión etílica que se dirige hacia el final de la noche, en una secuencia que nunca termina ni se deja domar; un lugar donde se dice -por una vez- lo que se piensa y se hace lo que se desea. El film es un deseo desatado del lado masculino de las cosas, que transforma a los hombres en niños y al mundo en un juego. Ya lo decía Godard: ellas tienen más infancia, nosotros somos más infantiles, por ello Husbands puede definirse como una película salvajemente infantil sobre el amor por las cosas que nos importan de verdad, sobre la esencia y los deseos que nos constituyen. Cassavettes invoca a la Libertad para que vuelva el cine, y para que el cine vuelva a colocar sus formas y hacernos sentir que todo puede seguir teniendo vida, si estamos dispuestos a sobrevivir con todas nuestras multiplicidades, dejando a un lado las  adocenadas concepciones sobre la existencia, sobre lo que está bien o mal, sobre lo que se puede o no se puede hacer (es increíble que aún haya gente que crea en la moral como algo verdadero).
Husbands interroga con sus imágenes a todo el status quo del aburrimiento eterno y a la insípida sobriedad que acaba destruyendo el espíritu y el amor que nos constituye, representando así, una especie de conjuro de monjes locos por vivir y sentir que la emoción sigue allí fuera, esperando a que la despertemos y juguemos con ella, aunque sólo sea por un ratito.
 







miércoles, 18 de septiembre de 2013







EL DESIERTO
EN LLUIS ESCARTÍN








Existe un lugar donde la arena habla sin saber muy bien a quién, donde la arena habita sin saber muy bien dónde ni para qué. Hay un lugar donde un hombre mira un poco de esa arena sobre su mano y luego la echa al viento para reconocer que somos parte del mundo, una cosa muy pequeña que apenas importa al universo. Pero incluso eso es insignificante cuando uno intenta atravesar ese bello desierto donde todo ocurre sin pensar, donde las carreteras se cruzan para hablar del amanecer; donde el amanecer sueña que es la noche. En la oscuridad ese hombre dice: yo no hago cine, sólo filmo las cosas, de la misma manera que un pájaro dice, yo no vuelo, yo sólo soy un pájaro.
Se dice que allí siempre es de día y que por tanto la libertad es un motivo para arrancar lo más bello a un puñado de tierra que a nadie interesa y por eso el desierto se hace mágico mirado desde este punto en el que todo gira y las preguntas rebotan contra el alma, aunque el alma no exista ni se recupere; existen momentos de esplendor que nadie ha podido ver, perdidos en ese espacio salvaje y anónimo donde todo sigue su curso a pesar de nuestra presencia, a pesar de invocar nuestros errores y contemplar el fracaso deslizándose sobre el suelo.
El mundo se abre para mostrar su grieta, su piel, su profundidad y allá, en ese espejo de arena, hay un hombre que mira sin cesar lo que le rodea porque sabe que es irrepetible y que al contrario del desierto, él se agota, se diluye, siente que el viento le erosiona. Por eso es importante este lugar y ese hombre que recorre flotando el territorio de los placeres desconocidos, el secreto del lugar vacío y enorme que lo rodea, deteniéndose en lo efímero para encontrar una materia que le haga libre.
La arena dice que escapes, que huyas, que te muevas para que no te atrapen.
La arena es solitaria y austera, por eso nada ha podido destruirla.











sábado, 14 de septiembre de 2013






POUR LE MISTRAL
(1965)
UNE HISTOIRE DE VENT
(1988)
Joris Ivens








Existen películas hermosas y ésta es precisamente una de ellas. No hay nada tan sencillo y tan potente como la tentativa de atrapar lo invisible y sin duda, este diminuto film, lo consigue. Ivens se remite al ejercicio primitivo de la fotografía, basado -por un lado- en la simple captura de las presencias y por otro lado, en la búsqueda inagotable de la belleza, para acabar construyendo uno de los films más bellos y mágicos de todos los tiempos. Todo lo que ocurre dentro de sus imágenes es prodigioso y como espectadores, sólo podemos disfrutar de ello contemplándolo, casi como si se tratase de un suceso milagroso, casi como un sueño imaginado, un acontecimiento de una naturaleza tan misteriosa que se eleva por si mismo. Todas las imágenes están dotadas por un halo de eternidad que las hace irrepetibles e infinitas, haciéndonos testigos del movimiento puro de las cosas en un momento muy concreto de lo inefable, siendo testigos de su extrema delicadeza, haciéndose cada elemento, un capricho estético y necesario que además de moverse, vibra en nuestro interior, manifestando su resistencia a la propia inexistencia. Se trata de una película de resistir ante lo incomprensible, de seguir mirando -como si fuera un ejercicio-, de mantener la atención en un punto inasumible y bello donde todo se resume en cosas muy elementales. Ivens tiene la lucidez de lanzarse al desafío más difícil de un artista: trabajar con elementos abstractos e inmateriales, en su caso el viento. Para Ivens, el viento es el elemento principal de la película y por ello le dedica su atención hasta límites insospechados, persiguiéndolo hasta las nubes, insistentemente, como si fuera un cazador del aire. En su delirio estético, Ivens va incluso más allá y en ocasiones detiene la imagen (tiempo) para que, por momentos disfrutemos de un gesto, una postura, un detalle -imposibles de ver de cualquier otra manera- y luego, inesperadamente, hace que la imagen se reanude (movimiento), utilizando así las dos cualidades esenciales de la imagen cinematográfica de una forma inédita.
Movimiento, Tiempo.
Tiempo, Movimiento.
Tiempo, Tiempo.
Movimiento, Movimiento.
Pour le mistral es una de esas películas absolutas -a la maniera de A propòs de Nice (1930)- que creo podría estar viendo toda la vida, una y otra vez sin cansarme -recogiendo cosas nuevas en cada visionado- bajando el volumen de la narración, dejándome llevar sólamente por esas visiones hipnóticas y silenciosas que hablan de todo y de nada al mismo tiempo y que tantean al viento como si fuesen una materia oscura intentando saber algo de su secreto, de su violencia, de su inacabable hermosura.  
¿De dónde nace esta obsesión por el invisible elemento?
Ivens lo sabía muy bien y por eso veintitrés años después de este trabajo, el director filmará su última película: Una historia del viento (1988).
Sin duda, es su obra definitiva y más acertada. A un año de su muerte, Ivens concentra todo su cine en un solo filme y vuelve a perseguir su obsesión. Nada le detiene a pesar de sus 90 años para ascender a lo más alto o sumergirse en lo más profundo o desmayarse en el desierto; todo para verse cara a cara con aquello que ha buscado toda su vida. Sólo hay una oportunidad, sólo hay una vida. Ivens realiza una película épica llena de pura extrañeza y modernidad, que consigue una belleza mágica de la forma más simple e ingeniosa. Toda la película es una especie de performance de sus visiones, un work in progress que desemboca en su encuentro final con lo imposible. Al igual que 8 1/2 (1963) de Fellini, F for Fake (1973) de Orson Welles o JLG/JLG - Autoportrait de décembre (1995), la película de Ivens se acerca a expresión máxima de una voluntad y la claridad de sus imágenes y de sus palabras transmiten un mensaje de paz espiritual y de comprensión esencial de la existencia.
Lo más hermoso de la película es ver sonreir a un niño de 90 años llamado Joris Ivens.
Hay que tener valor para crear realidad.

La obsesión nunca termina, sólo terminamos nosotros.

Ivens se fue, el viento se queda.







jueves, 12 de septiembre de 2013







À NOUS AMOURS
(1983)

Maurice Pialat







La histeria del sentimiento es una historia en sí misma, pues ya lo reivindica Klaus Kinski en el título de su autobiografía: Yo necesito amor. Y lo dice él que fue uno de los artistas más apasionados y arrebatados de todos los tiempos. Cuando el deseo y una cierta (incierta) idea del amor nacen a la vez, es muy difícil saber cómo satisfacerlos sin que exploten bombas atómicas de confusión dentro del flujo del cuerpo, un río muy frágil por donde se conducen nuestros impulsos, precipitándose hacia los acontecimientos. El acontecimiento es nuestra vida y el suceso es lo que nos recorre; a veces, ese suceso suele ser contradictorio. Por esta razón, el amor existe como un misterio y para las llameantes almas jóvenes se transforma en una guerra por la satisfacción aquel deseo natural que se combina junto a su imaginación -aquello que se cree saber sobre el sentimiento-, pero que nunca coincide con la realidad. 
La realidad del amor es otra, por mucho que nos empeñemos. 
No estamos preparados para leer los secretos de la Fortuna y por eso nos equivocamos.
Somos un error sentimental, día tras día.
Pero cuando el fuego quema y la pasión por la vida (deseante) se hace incontenible, los enamorados se transforman en una estructura de derrumbe, en invasores de placeres desconocidos, de territorios sin nombre, que luchan por la supervivencia de un sentimiento muy concreto; la sensación de estar VIVOS, el privilegio de ESTAR.
Al enamorado le invade el espíritu del poeta; aquel que lucha para defender el AMOR del mundo, para que no desaparezca, para que la belleza perdure, pase lo que pase. Y por esa meta, se dejará golpear, ridiculizar, insultar, denigrar... pues todo castigo es nimio ante el acontecimiento que arde en su corazón y que por momentos se identifica como el único fin de la vida.
Mantenerse vivos para poder amar; ese es el objeto.
Por eso es hermoso el amor; por su lucha, su ansia, su incomprensión.
Nadie sabe bien de qué va todo esto.
Nuestra condición imperfecta nos hace conocer el horror de las cosas (y no su virtud), el dolor que nuestras confusiones provocan (y no su caricia), nuestra debilidad por el deseo (capricho) y nuestra falta de discernimiento en cuanto al valor oculto de las cosas. Nunca estamos preparados del todo para entender los retos sentimentales a los que nos desafía nuestro instinto y por eso somos un mapa equivocado que nos lleva a la aventura, una aventura en ocasiones tortuosa, en ocasiones triste, pero que más allá de lo ingrato y de lo que se olvida, suavemente nos dirige hacia un lugar que nunca podremos imaginar, donde surge la felicidad y donde va creciendo un verdadero entendimiento de la satisfacción de nuestros deseos, sobre todo el de ESTAR aquí contemplando nuestra propia comedia.




domingo, 8 de septiembre de 2013





 LA MORTE ROUGE
(2006)

Víctor Erice






Todos los carteros son asesinos.
Todos son emisarios de un poder que nos domina.
El Todo y la Nada viven dentro de la cabeza de un niño.
Un niño descubre por primera vez el cine o la muerte.
Ese niño construye su vida a partir de eso, de ese misterio, de esa emoción.
Mientras la luz se apaga y se vuelve a encender, ese niño sigue siendo el testimonio vivo de ese encuentro, la ruina que queda tras el sueño, la flor de esa ruina; lo más real, lo más etéreo, en un sueño que nunca termina. 

El niño nos mira, pero aún no entendemos su obsesión; su bella obsesión.














MONEYBALL
(2011)

Bennett Miller







Hay que tener fe.
Hay que tener fe en el cine para hacer cine.
Las matemáticas también son una especie de fe. 
Hay que creer en ellas, sobre todo si se sintetizan en una sola cifra.
Son muy pocos los elementos que conforman este film de apariencia inocente y ociosa, una obra de simpleza que oculta su verdadera intención en varios niveles. Empezaré haciendo un aviso para navegantes: cuando Brad Pitt produce e interpreta una misma película, a ésta, se le debería prestar una especial atención. Ya lo ha demostrado en otros títulos como El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, El árbol de la vida o Mátalos suavemente, todas producidas y protagonizadas por él. No es vano descubrir que dichas obras se sitúan en un lugar muy particular dentro del cine norteamericano -un nuevo cine yanki que ya sorprende desde hace más de una década- y que por tanto, establecen una actitud clara frente al cíclico mainstream hollywodiense. Brad Pitt sabe que hay algo que sólo se puede hacer en ciertos márgenes, que hay espacios de libertad donde nacen films por los que apostar sin miramientos. Muchos actores multimillonarios como él han descubierto esta beta, el MAKEYOURSELF -o en este caso, PRODUCEYOURSELF- como única manera de representar papeles verdaderamente dignos; al final todo esto nace como producto de un capricho, una responsabilidad, un sentimiento de culpa.
El actor mecenas.
Hay casos en los que el remedio es peor que la enfermedad (Sandra Bullock), pero si se hace bien, funciona (Nolan). Kevin Costner o Mel Gibson apostaron en los años 90 por esta fórmula, pero se equivocaron, pues quisieron cambiar el sistema de financiación y producción para acabar haciendo lo mismo, o sea, superproducciones mainstream. Aún nadie sabe muy bien qué es lo que pretendían. Por eso, ellos no pertenecen a ese Nuevo Cine Yanki, que revierte los sistemas de producción para hacer películas distintas, tan diferentes como Moneyball -la tercera película del poco conocido Bennett Miller, a pesar de su éxito con Capote (2005) y de su extraordinaria The Cruise (1998)- donde podemos reconocer cómo el cine vuelve a repetirnos que ha perdido su inocencia y que quiere luchar y ser algo bello con carácter. En los sistemas de representación actuales, nada es lo que parece, ni siquiera en la ficción -cuando la ficción es realidad y la realidad es otra cosa- y los directores con talento como Miller, saben que cada obra cuenta como si fuera la última y por ello intentan no dejarse nada fuera, creando artefactos fílmicos de una multiplicidad de lecturas, que acaba transformando a la -en teoría- ligera Moneyball, en una auténtica matriuska fílmica. Y esto al sistema no le gusta, porque al final es un desafío, una ruptura de paradigma, una nueva forma de hacer las cosas, en este caso: el cine.
Al sistema no le gustan los cambios y sobretodo, los que no puede controlar.

Empleando una estética comercial, Miller juega con el espectador presentando una historia ordinaria -o repetida a nivel formal-, en un escenario común, junto a una serie de actores famosos que indican un camino trillado que probablemente, llevará la película; el espectador se prepara para dormirse y a la vez sonríe porque le gusta saber que ya sabe lo que ocurrirá (éste es un extraño síndrome que ha creado el capitalismo cultural, que aún nadie le ha puesto nombre, pero que tiene mucho que ver con la pasividad, la condescendencia y el control), pero en Moneyball no pasa lo que se espera, ni siquiera lo contrario, pues tampoco cae en el espíritu New Age de otra tendencia fílmica norteamericana, tan equivocada como el mainstream, representada por películas como Promised land (2012). Tanto el New Age fílmico, como el mainstream, se rinden ante intereses muy alejados del cine, ante poderes ante los que tienen que saldar cuentas; eso no es cine, es esclavitud.
¿quién quiere ver una obra sometida? ¿quién disfruta de una película a la que no la dejan crecer?
Pero Miller sí que crece y lo consigue con Moneyball, sorprendiendo y construyendo una trampa fílmica, consiguiendo, desde muy pronto, una atención milagrosa, empleando un argumento, inicialmente sabido, pero que es el punzón que nos va atravesando sin hacernos daño, hasta el final.
Vamos, que nos comemos el queso sin darnos cuenta.
Y eso no es fácil ni gratuito por mucho que nos guste el queso.
Porque Moneyball parece que nos va a hablar del problema del dinero, de la ambición, de la corrupción, pero realmente, nos va a contar qué podemos hacer sin él (de nuevo, la épica de la picaresca, del ingenioso, del rebelde) y por esa razón, Brad Pitt se encarga de que te olvides de que él es Brad Pitt y se transforma en Bill, el gerente de un humilde equipo de baseball que quiere cambiar el status quo del funcionamiento de la máquina mercantil del sistema de fichajes de EEUU. El deporte se ha convertido en una metáfora simplista y complaciente de nuestro mundo: quien paga más, gana más y por tanto, el mejor siempre será el que más tenga; DINERO = ÉXITO. Ésta es una de las ideas implícitas que conlleva la mutación del capitalismo; la máquina de control más perfecta de la historia. Capitalismos aparte, Bill, nuestro hombre, representa la alternativa ridícula de aquel que pretende cambiar las cosas de una manera poco ortodoxa, o sea:

si 1 + 1 = 2
Bill dice que 1 + 1 = 4

Por eso esta película va de tener fe, de hacer un milagro, porque en cuestión de contracorrientes, las cosas siempre suceden de esa manera y si uno no cree en él mismo, da igual por lo que luche. Hay mucha gente que lucha, pero sólo unos pocos se lo creen y esos son los consiguen el éxito como una victoria personal y no como un premio por haber sido el más servil. Porque si realmente no haces lo que deseas, eres pasto de la servidumbre y la creación de servidumbre es de lo que trata el sistema.
Por eso Bill no es uno de ellos; Bill quiere hacer explotar todo por los aires para que las cosas sean más justas, aunque en el fondo, lo hace sólo por él. Bill tiene cosas sin solucionar en su vida y ésta es su respuesta ante una existencia con la que nunca es fácil lidiar. De alguna manera, me recuerda al Sheriff Freddy Heflin, el protagonista de Copland (1998), interpretado por Sylvester Sallone, aunque si lo pienso mejor, diré que Bill y Moneyball, se parecen aún más a John Rambo y a su First Blood (1982), en parte escrita y también interpretada por Stallone (quien con esta película cumple con la filosofía del Nuevo Cine Yanki del que hablamos, por lo que Stallone sería, en teoría, un pionero en esa línea). 
Finalmente, Bill es una especie de John Rambo.
Moneyball se contagia de ese espíritu de resistencia que nace en Bill y por eso y a pesar de tratar sobre un simple equipo de baseball, el film no trata exactamente sobre un grupo -que es de lo que generalmente habla el cine norteamericano, del grupo, del colectivo, de la masa, de la nación- sino que habla de un solo individuo y de su inquietante actitud ante las reglas del juego, luchando por él mismo. Tomando este sentido que ligeramente suena a la homónima película de Jean Renoir, podríamos decir que Moneyball es un poco renoiriana -si se puede decir así- partiendo del hecho de que ciertos personajes se rebelan en un mundo establecido, con una cortesía salvaje y una original defensa de la justicia. 
El bien siempre es una meta.
Bill es un héroe porque sabe que no ganará la batalla, pero aún así tiene fe y continua en su creencia, como si esa fuera la única forma de ganar -cuando ganar significa también perder-.
Porque Bill sabe que no hay otra, porque si no, todo seguirá igual.
Y él quiere cambiar el juego, aunque el juego acabe con él.
Es una película sobre un sacrificio personal, porque lo importante para Bill es ganar, pero no un partido, ni veinte partidos, sino ganar la liga con un equipo de desconocidos y de veteranos -de perdedores-, o sea, de marginales que no están atados a las modas ni al sensacionalismo, jugadores que no valen nada en una escala de valores construida con la filosofía de lo políticamente correcto, jugadores que simplemente hacen lo que tienen que hacer: jugar bien al baseball.
Al mismo tiempo, Miller está jugando bien al cine.
Jugar, porque todo lo demás sólo es dinero.
Y eso Bill lo sabe y eso Miller lo sabe y eso Pitt lo sabe.
Por eso, esta película es importante, porque se enfrenta a la épica clásica de Hollywood, donde el pequeño acaba triunfando para convertirse en un modelo de la sociedad; Bill no acaba siendo un modelo canónico del sistema. El sistema no logra devorarlo.
No todo es el dinero.
Por eso el sistema no quiere gente como Bill o como Miller, pues no quieren que nadie se de cuenta de que  el sueño americano nunca existió verdaderamente, aunque ha pervivido durante generaciones dentro del cine y ha prometido que el pequeño será el grande. Pero el grande siempre será el grande y el pequeño siempre será el pequeño, porque así es el estado de las cosas. Por eso Bill es el héroe de los nuevos tiempos, el héroe que sabe que fracasará, pero que asume que representa la amenaza ante un sistema imperfecto.
Bill, junto a su asesor Peter Brand y a una teoría estadística inventada por un tal Bill James, intentarán dar la vuelta a las cosas, al sistema, al cine, para descubrir el valor oculto que tienen las personas e incluso demostrar que, como en muchas otras cosas, norteamérica se equivocaba.










viernes, 6 de septiembre de 2013








MEKONG HOTEL
(2012)

Apichatpong Weerasethakul







La inundación del espíritu.
Tenemos el agua al cuello y no sabemos cómo salir. 
La naturaleza siempre es más fuerte dentro y fuera, en el pasado y en el porvenir.
Si escuchamos a nuestro alrededor, entenderemos el pasado y lo que éste nos tiene que decir.
Luego están los sueños y las tardes sin hacer nada, el calor, la lluvia y un hotel desde donde ver pasar los días.
Todo se inunda para llenar el vacío de la vida, el sinsentido del suceder, elevándose por momentos, en algo milagroso porque seguir respirando.