miércoles, 18 de septiembre de 2013







EL DESIERTO
EN LLUIS ESCARTÍN








Existe un lugar donde la arena habla sin saber muy bien a quién, donde la arena habita sin saber muy bien dónde ni para qué. Hay un lugar donde un hombre mira un poco de esa arena sobre su mano y luego la echa al viento para reconocer que somos parte del mundo, una cosa muy pequeña que apenas importa al universo. Pero incluso eso es insignificante cuando uno intenta atravesar ese bello desierto donde todo ocurre sin pensar, donde las carreteras se cruzan para hablar del amanecer; donde el amanecer sueña que es la noche. En la oscuridad ese hombre dice: yo no hago cine, sólo filmo las cosas, de la misma manera que un pájaro dice, yo no vuelo, yo sólo soy un pájaro.
Se dice que allí siempre es de día y que por tanto la libertad es un motivo para arrancar lo más bello a un puñado de tierra que a nadie interesa y por eso el desierto se hace mágico mirado desde este punto en el que todo gira y las preguntas rebotan contra el alma, aunque el alma no exista ni se recupere; existen momentos de esplendor que nadie ha podido ver, perdidos en ese espacio salvaje y anónimo donde todo sigue su curso a pesar de nuestra presencia, a pesar de invocar nuestros errores y contemplar el fracaso deslizándose sobre el suelo.
El mundo se abre para mostrar su grieta, su piel, su profundidad y allá, en ese espejo de arena, hay un hombre que mira sin cesar lo que le rodea porque sabe que es irrepetible y que al contrario del desierto, él se agota, se diluye, siente que el viento le erosiona. Por eso es importante este lugar y ese hombre que recorre flotando el territorio de los placeres desconocidos, el secreto del lugar vacío y enorme que lo rodea, deteniéndose en lo efímero para encontrar una materia que le haga libre.
La arena dice que escapes, que huyas, que te muevas para que no te atrapen.
La arena es solitaria y austera, por eso nada ha podido destruirla.











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