domingo, 26 de octubre de 2014





ADAPTATION 
(2002)

Spike Jonze




Escribir es muy difícil y sobretodo lo es cuando se hace de verdad. Hay cosas que pertenecen íntegramente al entendimiento y que deben ser efectuadas por la razón; la escritura en sí es una de ellas o al menos el automatismo que la hace real. Sin embargo, existe un tipo de escritura que no nace en el cerebro, sino más abajo, exactamente en la zona del estómago y del culo. Hay que mezclarse con las propias heces para saber quiénes somos o si verdaderamente somos cuando escribimos; sin duda, hay que escribir de lo que no sabemos, pues de lo que sabemos, ya han escrito otros. 
Escribir tiene que ver mucho con el trasero, con lo que no se ve, con el lugar donde aposentamos nuestro peso; para escribir debemos volver a amar lo más despreciable de nuestra intimidad y obviar la opinión que puede generar nuestro alrededor. Es tan difícil ser como escribir y el sacrificio que conlleva es equivalente a una vida de arriesgados intentos por sentirnos justos en las palabras y en los hechos. La humanidad es mezquina en su generalidad y generosa en su esencia, tan paradójica como sublime, no se mantiene a salvo de su doble naturaleza. Charlie Kaufman quiso hacer una película sobre la humanidad y le salió una película de flores. No es casualidad que esto ocurra; el universo debe sintetizarse en una sola cosa para permitirse una simple palabra. Nuestra limitada capacidad de conocimiento nos impide comprender realidades puramente abstractas o asumir dimensiones infinitas e irracionales. Por eso la escritura es necesaria, pues lleva al alma del hombre por un camino vagabundo lleno de trampas, tendente a desviarse por el abundante cauce de las casualidades y las coincidencias. Decía el abigarrado Joyce que él apenas tenía talento para escribir y que lo hacía muy lentamente. Parece ser que sólo confiaba en la suerte; confesó que en esencia era lo único que le proporcionaba aquello necesario para seguir adelante. Joyce se consideraba a sí mismo como un simple paseante que tropieza y da una patada a algo minúsculo que prodigiosamente coincide con lo que busca. En la octava entrega de la serie The South Bank Show (1985), David Hinton dirige un documental sobre Francis Bacon, el cuál, en el último momento del film, concluye como Joyce, que la suerte es su único dios verdadero. La creación funciona de esa manera, al menos funciona así cuando el artista se entrega sin excusa al misterio de la vida y ahonda en sus venas, embriagándose de su caos y su belleza, de su laberinto y su crueldad. El escritor se aísla de la realidad común para penetrar en el túnel que atraviesan los sueños, aquella abertura que nos traspasa como una espada hasta dejarnos vacíos y renovados, envueltos de nuevas imágenes y extrañas realidades. Aquel que se acerque tanto a dicha zona prohibida, debe saber que está próximo a la brecha, a la ardiente cicatriz que contiene el éxtasis más poderoso, aquel veneno necesario que nos une al movimiento del universo y que nos transforma al fin, en una criatura etérea y fuerte; un animal con la posibilidad de comprender ciertos secretos de la manera más simple. Así, siguiendo esa misma idea, Charlie Kaufman no sabe que está cerca de tropezarse con su suerte particular; está a punto de transformarse en algo tan poderoso como una flor. Sobre su pétalo se escribe todo el universo. Toda la mínima historia de nuestra pobre humanidad cabe en el ligero filo de sus hojas, pues ellas han estado siempre aquí, respirando y han visto todo lo que fuimos antes de ser.
Charlie Kaufman es un hombre y una flor que tiene que luchar por construir un mundo donde quepa un film. Kaufman manosea su film de la misma manera que Will More lo hace con su enorme chicle en Arrebato (1979). Los dos son almas perdidas que buscan la esencia del cine y la esencia misma del relato de la imagen, dando vueltas y vueltas a un mismo fluido incomprensible e inquietante. La aventura del film, lleva a Kaufman a revelarse a sí mismo, a incluirse de manera duplicada y diversa, consiguiendo mostrar las dos caras de un mismo sentimiento. Pero no se queda ahí, ya que también se atreve a plegar en dos la propia película, curvándola a modo de lámina luminiscente, doblando así todos los sentidos y significados, haciendo que la ficción y la realidad formen parte de una nueva dimensión, consiguiendo conducirlos hacia un agujero negro que atrapa todo lo que existe y lo que no existe, aunándolos en su interior. Para llegar a estar frente a esa cicatriz de los sueños, se necesita tener algo más que valor, pues requiere de una fe especial y de una creencia casi estúpida, casi exclusiva, casi absurda, de la que no avergonzarse bajo ningún concepto, aunque te tachen de idiota, aunque te sientas sojuzgado, inservible, incapaz. Lo más tonto de ti posee el secreto de todo este business y Kaufman nos lo recuerda de la manera más bella: eres lo que amas, no lo que te ama.






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