miércoles, 17 de septiembre de 2014





KING LEAR
(1987)

Jean-Luc Godard




"No veo por qué razón no puedo hacer una cinta con los norteamericanos, si me conceden la misma libertad que otros productores. Propuse El Rey Lear y se me aceptó la idea. Por supuesto, nunca me propuse hacer una adaptación, sino una aproximación personal. Norman Mailer se limitó a recopilar sencillamente los textos de Shakespeare por los que llegó a cobrar 200 mil dólares. He tenido que hacerlo yo solo... y es trabajando en libertad cuando se te ocurren las mejores ideas, las más originales... Había visto todas las versiones que se habían hecho: Welles, Polanski, Kozintzev... de momento sólo tenía la vaga idea de realizar una aproximación etnológica de El rey Lear en forma de documental. Se me había ocurrido al querer explorar otra tierra por intermedio del lenguaje, una lengua diferente a la mía. He rodado la película en doce días, más doce de montaje y otros tantos de laboratorio... la copia que acabo de presentar en Cannes precisa de no pocos retoques".
J.L.G.


Las flores vuelven a brillar ante la fe; la muerte vuelve a tener un sentido en las palabras. Pétalo a pétalo se va reconstruyendo el verso mayor de un poeta olvidado en el bosque. Los libros se abren y las imágenes quieren escapar para hacerse ver de nuevo, para transportar su herencia y su destino más allá de la realidad. Hay un hombre que se vale de una obra de Shakespeare para revelar un gesto, para anunciarnos que ha inventado algo así como la misma realidad. Las historias permanecen en un plato de sopa y hay que ir sorbiéndolas, mientras miramos la ola que pasa, embravecida o mansa. Nadie sabe qué esconde ese hombre que anuncia el porvenir, tirándose pedos en una cabaña perdida, donde el tataranieto de Shakespeare -que él mismo ha inventado- intenta recobrar los versos destruidos por el desastre de Chernobil. Como Pierre Menard, el tataranieto del famoso escritor recorre el filo de un vaso para mojarse en la orilla del mar, esperando ser salpicado por la fuerza del poeta anglosajón, infinito, lúcido, omnipresente. En el momento menos esperado, todo comienza a ser una aclaración, un boceto, un trazo ciego de lo que debería ser el film en realidad y entonces los jardines se bifurcan y todo se sucede como algo secreto. El relato se introduce en un mundo en el que las palabras ya no pueden regresar y en el que las imágenes se acaban de inventar por primera vez, sin ser conscientes aún de su poder. La historia, antes de la historia, va naciendo como una mota de polvo donde los duendes aparecen y desaparecen en una noche de verano o en un balcón acuático donde se firman contratos multimillonarios para contar historias. Pero lo que se ve no quiere saber de menudencias y sólo quiere revelarse en un sonido ronco y bestial; la luz habita en una caja de cartón donde saltan chispas que hacen arder los ojos. La luz siempre viene desde atrás para alumbrar el camino de las sombras presentes y por eso, la recuperación del pasado se torna en un novedoso invento capaz de contar lo mismo de otra manera, practicando la luz en vez de las palabras. Las huellas se quedan flotando en el aire para que un cazamariposas las recoja a tiempo y las imite otra vez; la naturaleza es la repetición del universo. Shakespeare lanzó una flecha llameante al cielo, esperando que otro valiente pudiese recogerla y volverla a lanzar con la misma milagrosa e impensable fuerza. Como algunos dicen, tal vez Shakespeare no es más que una invención de la cultura inglesa, por el único fin de demostrar una vez más su ego y su liberal soberbia; de todas formas, aunque el poeta de Stratford-upon-Avon nunca hubiera existido, lo que sí es seguro es que alguien -mucho después- lo ha vuelto a inventar, pero esta vez, no en pos del poder, sino en el nombre de la pura y hermosa libertad.




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