lunes, 8 de septiembre de 2014




LES 400 COUPS
(1959)

Francois Truffaut






En una esquina escribes tu destino como si fuese un conjuro de brujas que inventase el futuro. Tú, detrás de aquello que se obliga a escribir, donde todo está equivocado, escribes tu propia historia con la intención de construir en un sucio rincón, todo tu reino. Las sombras te rodean y no te dejan ser tú mismo, pues eres un niño y creen que saben lo que deben hacer contigo. Los que mandan sostienen que todo lo que serás, lo aprenderás de ellos, pero obvian el mundo que tú intuyes, el espacio donde intentarás escapar para siempre para ser tú mismo, Antoine Doinel, un chico inventado por un niño que quiso ser libre a pesar todo, un niño al que no le dejaron crecer ni conocer su verdadero destino, ese que escribió palabras sagradas en un rincón de castigo, demostrando ser el más valiente de los espíritus.
     Antoine Doinel fue el mayor invento de Francois Truffaut, una síntesis milagrosa de la más poderosa infancia -entre El Chico de Chaplin y los gamberros de Jean Vigo- que encierra en sí mismo la metáfora esencial del cine, esa disciplina limitada por el poder y la ambición, controlada por la moral y la adocenada educación civil; por eso el cinematógrafo siempre quiso ser un niño. Antoine mira a través de las rejas, sin entender qué hace allí, metido en una jaula de hierro sin saber por qué ni para qué existe el mundo, si realmente no lo puedes vivir como lo sientes; el mundo es una emoción. La vida trata de ser vivida y él no se va conformar con la simple ley y el estúpido orden de la gente que tiene el cerebro del revés. Cuando pierdes todo, puedes ser libre por fin y a él, desde muy pronto, se lo quitaron todo sin preguntarle cuáles eran sus sueños, cuál su aventura, así que no pudieron advertir lo que sin querer habían creado: un superniño con la fuerza de una huracán.
       A Doinel no le importa dormir entre máquinas, beber leche en la calle junto a los gatos, sonreír, poner la mesa, dormir en un camastro de pasillo, tirar la basura o mentir, si finalmente puede correr mucho más rápido que cualquiera para lograr engañar a la norma y salirse con la suya, que no es otra que la de vivir, la de sentirse libre en un mundo de tinieblas donde las ostias vienen de cualquier parte con la simple excusa del poder, por el simple hecho de ser un niño sin más. Truffaut sabía que los niños saben todo lo que hay que saber del Universo y que su mirada y sus acciones nos hablan de la profundidad de la existencia, de esa imbatible vitalidad, esa inocencia pura y salvaje del superviviente, del poeta, del que imagina el mundo que le rodea leyendo a Balzac a escondidas, repitiendo: la búsqueda de lo absoluto, la búsqueda de lo absoluto. Ahora Antoine está girando en una espiral sin retorno, dentro de un cilindro de hojalata que le hace volar y que le atrapa poderosamente, sin soltarlo. Asciende emocionado ante la invencible gravedad, y por un momento siente que en la vida todo es posible si te lo dice el corazón y que sentirse bien es un paraíso digno por el que luchar contra quien sea y hacia el cuál fugarse sin miedo una y otra vez, pues los que se quedan, caen confundidos al suelo, aburridos y egoístas, creándose problemas inexistentes llenos de ambición y mentira, de narcisismo y mala soledad.
La ciudad pasa a su lado mirando hacia arriba, girando alrededor de la torre Eiffel, esa montaña de hierros que representó la promesa de los nuevos tiempos que nunca llegó a buen cauce. Sus oídos sólo reciben una canción mágica que sale de las calles y que las recorre dictando sus pasos, sus pequeños pasitos de gigante invisible, de hermosa pulga saltarina. Él es un canal, un profeta que predica con los actos, el rumbo de la aventura del espíritu; no hay nada más. El horizonte nace en su imaginación para destruir los muros que le encierran. Antoine es un animal salvaje perdido en el delirio de Occidente, surcando el laberinto del complicado sufrimiento de ser por naturaleza un auténtico respirateur. Al único que no miente es a él mismo, pues él se dice la verdad y se la cree, no como los demás, a los que hace tanto daño y vagan escépticos. Entonces, el conjuro que escribiste se hará realidad y dirás que tu madre ha muerto para poder ser libre y correrás por las calles de Paris como los viejos poetas, esos locos que desgastaron su vida de la manera más hermosa, hacia lo absoluto, hacia una idea personal y contradictoria sobre por qué y cómo habitar este mundo. Inventarás el juego de tus días y no permitirás que nadie te los robe. Robarás tus imágenes preferidas, echándote a la fuga, guardando en tu pecho lo más valioso de tus sueños, corriendo sin mirar atrás, olvidando incluso a tu creador, Francois Truffaut, el único que te siguió hasta esa playa desierta a la que escapaste y donde mojaste tus pies con el misterioso mar que a todos oculta el mismo enigma; allí le miraste como no miraste a nadie en toda tu vida, y por primera vez el cine nos hizo un gesto de verdad, imitando a la muerte y a la vida en una sola mirada, encerrada en un niño.












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