miércoles, 5 de junio de 2019




AVENGERS: ENDGAME
(2019)

Anthony Russo y Joe Russo



El cine tiende al infinito y cuando alguien pretende finiquitarlo de un plumazo -como suele ocurrir a menudo en el mundo del arte-, muta para sobrevivir y expandirse. No es un secreto que el cine más consumido hoy por el gran público es el llamado comercial, diversificado en sí mismo en un centenar de formas modeladas por la industria para el cómodo goce del público. Atrás queda el cine mudo, el clasicismo, los independientes años 70', los nuevos cines, las olas francesas, alemanas, el gran cine italiano y japonés e incluso el sucio undergound warholiano donde aún el público esperaba aprender algo o descubrir nuevos placeres, acudiendo a las salas buscando una nueva experiencia capaz de cambiarles. Hoy las cosas son distintas, como también es distinto el sistema que gobierna el mundo, más rápido, invisible y tenaz que nunca. Este último capítulo del capitalismo en el que los días siguen flotando en billetes -ahora incluso virtuales- ha tenido que esforzarse mucho en sofisticar las formas de intercambios para convencer sin predicar, para educar sin dejar huella aparente. Así, las obras cúlmen de la industria cinematográfica norteamericana cobran la apariencia de su propia naturaleza, o sea, de la sociedad donde surgen y viven, encarnando peligrosas ideas en iconos fácilmente solubles.
Desde hace veinte años, la gran industria yanki del audiovisual ha sido tomada por el fenómeno de las sagas en toda su extensión y me refiero a que es fácil observar cómo en el siglo XXI lo que ha funcionado es la serialidad, la continuidad, el relato largo, exacerbado e inacabable, el entretenimiento de masas de aliento largo; la vieja ilusión de eternidad. No se asusten por la palabra, pues detecto cómo en estos tiempos efímeros donde todo parece valer nada, nombrar dichos absolutos puede provocar asombro o incluso risa, pero nada más lejos de mis intenciones, no es mi fin escandalizar. La cosa es que la duración no es la única obsesión de este nuevo siglo fílmico pues, si se fijan, también se repite una constante en la autoría de ciertos productos megalómanos: su fabricación corresponde a pares de hermanos; sagas que hacen sagas. Parece que la ley de la genealogía ha tomado el sistema de las atiguas monarquías para concentrar el control de las imágenes hasta hacerlo endogámico. Ya sean los Coen o los Wachowski, todos han triunfado a su manera y a lo grande y han marcado un cierto imaginario patente en la psique colectiva, un imago mundi de evasión futurista y alienígena mezclada con la falsa idea del progreso tecnológico. Con la saga de Los Vengadores han aparecido un nuevo par de hermanos, los Russo, directores y productores de series y algunas películas sueltas, los cuáles han tomado el relevo ante la colosal ola de superproducciones que invade la retina del espectador actual, apabullado en su butaca ante la increible fecundidad de la todopoderosa industria del Tío Sam. La cuestión es no parar, no dejar pensar ni un solo segundo al público y acostumbrarle a un carrusel infinito de imágenes que cuentan la misma historia una y otra vez. Véase como ejemplo Juego de tronos: una clara mezcla entre la obra de Shakespeare y la de Tolkien; este último también exprimido en varias trilogías por el ambicioso Peter Jackson, hipnotizado igualmente por la nueva técnica, como si ésta pudiese salvar la mediocridad.
EndGame (2019) es la segunda parte de un largo final que comienza con Infinity War (2018) y que parece culminar la adaptacón fílmica de los comics que Stan Lee y Jack Kirby crearon desde los años 70'. La cultura LSD exteriorizó visualmente el mundo de las utopías y distopías y reactualizó el papel de los héroes clásicos. Las generaciones de los Veranos del Amor inventaron un mundo imaginario para aislarse del recuerdo de las grandes guerras y las políticas ultraconservadoras que dominaban el mundo entonces. Nada parece haber cambiado a ese respecto y el status quo parece idéntico. La diferencia se siente en el público, hoy más pasivo y adocenado que el de hace cincuenta años,  también más insaciable, alienado y banalizador... pero la cosa no es tan terrible pues cabe la posibilidad de que sólo sean meras apariencias y discursos seudosociológicos, pues la búsqueda de la emoción y el gusto por devorar historias, no parece haber cambiado ni un ápice y eso es un signo positivo. A pesar de que el consumo de cine hoy se ha transformado de manera transversal, la experiencia íntima parece conservarse en su esencia y la magia de las imágenes en movimiento parece permanecer intacta ante el ojo, conservando la catársis espiritual que hace de las películas bloques de vivencia, de revelación, de empatía. Tal vez sólo sea una sensación, pero cuando uno asiste a una sala a ver una película como Endgame, aún se respira un ambiente de inquietud y felicidad contenida, parecida a la que en los años 50' se vivía al asistir a una proyección de Singing in the rain. No exagero. Hoy el prestigio de los grandes musicales lo han tomado las sagas intergalácticas o apocalípticas, y la gente asiste a la gran pantalla a evadirse por el ciberespacio a sabiendas de lo que se le mostrará: batallas, héroes, viajes, amores, odios y misterios; nada nuevo desde la literatura homérica: lo que antes se contaba a través de la voz, hoy es imagen virtual llena de efectos artificiosos de luminotecnia renderizada, o lo que es lo mismo: píxeles fantasiosos que modelan monstruos, naves y gestos imposibles para la materia común. Hoy el cine espectáculo se alimenta de la estética de lo imposible o inexistente a la manera de los teatros de magia de los primerios decenios del siglo XX. Endgame utiliza todo eso, pero en menos medida que las demás piezas de la opulenta saga, pues en gran parte del metraje apenas se hace otra cosa que hablar y solucionar una trágica situación que poco a poco acabará solucionándose a través de una nueva y definitiva aventura; átomo fascinatorio de la ficción. Tal y como se desarrollaron las novelas norteamericanas desde los años 80' en EEUU, la narrativa anglosajona tomó una deriva de complicaciones estéticas y océanos metaliterarios sin medida -Foster Wallace, Thomas Pynchon- que han heredado una industria y unos directores de cine, obsesionados por la sofisticación de la imagen, empujados por la atractiva posibilidad de poder representarlo todo, de llegar a la película total, cabalgando en un hipermodernismo paranoico que, a veces, incluso llega a ser comprensible. Endgame se aparta ligeramente de dicha idea y traza una trama más humana, centrada en escenas más simples, jugando al billar sobre el tapete de un guión ultrapoliédrico bien encauzado por los guionistas; toda una hazaña, de hecho. Aparte de los logros técnicos, la película, ya desde su anterior entrega, comenzó a desarrollar un discurso curioso para este tipo de formatos: desde la aparición de Thanos -el villano de la saga- se escurre en la historia una controvertida idea sobre la sostenibilidad del Universo: debido al caos reinante, la única salida posible es acabar con la mitad de la población del mundo. Thanos no ostenta ningún poder superior o anhelo material y es construido como un personaje sensato que intenta que la existencia siga su curso y no colapse, por lo que al espectador se le propone un dilema curioso de difícil solución moral. Todo en la película es resultado de una mezcla de numerosos elementos (filosofía New Age, Ecologismo, Feminismo, lucha racial, etc.) que se combinan en un palimpsesto psicológico lleno de fisuras varias, intentando por un lado entretener y por otro seducir a un público bombardeado en su día a día por montañas de ideas sobre conspiración e injusticias, sobre terrorismo y enfermedad. En Endgame aparece todo junto, personificado en múltiples personajes que encarnan valores o realidades más o menos familiares con los que poder identificarse: la ciencia, lo sobrenatural, la inmortalidad, la fantasía, el valor, la mutación, lo imposible... movida en masa como una bola de nieve inmensa donde sólo la amistad entre los personajes puede salvar la realidad, Endgame rueda de forma compacta durante la mayor parte del metraje, hasta que empieza a derretirse en su parte final, siendo condescendiente con discursos de moda que la hacen vulnerable y ridícula en su terminación. Pero tras la paja tendenciosa y burguesa, se esconde un mensaje poderoso y sugestivo: la realidad está perdida de antemano pues las nuevas utopías (Thanos) son mucho más poderosas que cualquier superhéroe y cualquier alianza. Hasta cierto punto, el filme es interesante desde ese punto de vista en el que se siente incluso cómo los propios vengadores recelan de la impepinable razón que ofrece Thanos en su obsesión por la supervivencia de la vida en el mundo. Los vengadores no ofrecen ninguna alternativa; su único objetivo es mantener el conflicto con un enemigo a quien poder vencer, pero ¿y si el enemigo ya no es material y se ha diluido en lo telúrico? En la industria comercial, la creencia en la realidad se perdió de vista hace mucho y de alguna manera se demuestra que en ciertas superproducciones la tuerca empieza a ceder y la rosca se pasa, pues cuando la estética barroca llega a un límite, todo estilo acaba desapareciendo para dejar paso a singularidades que ofrezcan algo nuevo, algo humano, algo de veras real. Si la virtualidad ha robado algo al arte es el alma -ver el final de The Terror-, es lo telúrico, la esencia de las cosas naturales; lo orgánico-fílmico en definitiva. Por mucho que el público se acostumbre a lo irreal -o pretendan acostumbrarlo a ello- y a que sustituyan su imaginación por imágenes diseñadas, siempre habrá algo llamando a nuestra puerta, algo más poderoso que cualquier máquina o ciencia; alguien bramando en la llanura del ser. Por lo demás, dicen los biólogos que las cloacas de Manhattan están infestadas de ejércitos de ratas que llegan a duplicar la población de humanos de la isla y parece ser que no saben muy bien cómo resolver el problema, aunque lo que sí aceptan es que en el problema mismo están incluidos los habitantes de la isla. La realidad propone extrañas conjeturas que el cine a veces, toma como motivo, como metáfora; visto así, tal vez en la pantalla se propongan ciertos dilemas que se deban solucionar o quizás sólo sea una estratagema para que tomemos como irreal la existencia y dejemos de creer en ella. Como decía el viejo y lúcido Nietszche: "la obsesión de ser a cualquier precio acaba pagando el precio de la falsificación de la Naturaleza, de toda naturalidad, de toda realidad, tanto de todo el mundo interior como del exterior".
Tal vez el neocapitalismo global intenta anular la conciencia a través de su mejor propaganda, el espectáculo, y por eso también, quizás, muchos consideran hoy a la filosofía de Nietszche pasada de moda.
A leer y a soñar que falta nos hace.













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