DIMENSIONES
Julio - Agosto - Septiembre
24
Para comenzar esta nueva perorata -atrasada, por cierto- sobre un puñado de películas disfrutadas bajo los cocoteros de las más fina y salvaje cinefilia veraniega, no hay nada mejor que comentar el lindo film Clorindo Testa (2022) del versátil y abigarrado Mario Llinás, uno de esos artistas casi condenados por su circunstancia vital a ejercer el complejo juego de espejos del narrador puro. Del estilista. Llinás es un guionista alambicado lleno de sorpresas, un autor más que resuelto, de una brillantez inusual o usualmente grata. Por otra parte, también se puede afirmar -sin temblor alguno de las teclas- que en realidad no es tan original como parece o pretende y que su película no es la primera en abordar el cine de dicha maniera; sea como fuere, tiene el don de unir fragmentos de dispares ocurrencias con facilidad, de romper el relato y de crear artefactos caníbales como La flor (2018) o El escarabajo de oro (2014) o más recientemente, Trenque lauquen (2022) y de lanzar al espectador a un artificio lleno de aristas poliédricas de dimensiones paradójicas. Con respecto a la originalidad, habría que destacar que Llinás no descubre nada nuevo que no hubiese inventado ya el Godard de los años 60' o el Hitchcock una década antes. Decir esto y nada acaba siendo lo mismo. Concluir que estamos ante un experimentador en estado de gracia es lo justo. Clorindo Testa es una joyita.
Perseguir coches de desconocidos, visitar lugares montados en máquinas, viajar en definitiva hacia la curiosidad y el misterio hasta sintonizar con una de las vías más prolíficas del cine más persuasivo y lúcido de todos los tiempos, ¿puede dudarse que Llinás invoca los efluvios fosforitos de maestros como Rossellini o Kiarostami? Si el cine es movimiento, ¿por qué no mostrar ese secreto en su propia naturaleza, en su propio estado? Todo se mueve: el film, el protagonista y el público. Como un planetario en funcionamiento. Nada está parado. Heráclito fue el primer cineasta. Por su lado, Llinás busca edificios de un arquitecto que también fue pintor, que fue amigo de su padre, un artista famoso, un hombre de poder, una leyenda resumida en un libro sobre ese personaje, Clorindo Testa; un libro que es en realidad la película y a la vez el protagonista, un libro que escribió su progenitor. Llinás se empeña en mostrar todas las dimensiones de la realidad y del tiempo, en hacer un chiste sobre la perspectiva que acaba hablando de él y de su relación con el cine. Con su padre. Quiere que veamos lo que él ve, que le veamos ficcionalizarse, que experimentemos los problemas del cineasta mientras está siendo devorado por la película, ¿no esta en realidad una historia similar a la de Moby Dick?
El cine contemporáneo está lleno de ballenas. Llinás, en vez de contextualizarse en ese siglo XIX estadounidense y fanático de Melville, deambula por su país, Argentina, un lugar anclado en la parálisis eterna, en la decadencia crónica, lleno a su vez de historias palpitantes y únicas, acumuladas en el polvo capa a capa, nacidas de la ruina y la contradicción de un país sin identidad donde todo es una copia de una copia. Un abstracción. Un cuento de Borges. Llinás busca y rebusca aunque en realidad el autor finge buscar: es un método. Un estilo. La perífrasis visual le da tiempo a dejar que la película se desdoble como una pajarita, haciendo que los ecos resuenen y aparezcan los fantasmas del pasado; esos que alguna vez hicieron del cine un arte inolvidable, eterno.
Mario nos sube a coches, nos lee artículos, pasa páginas del libro llamado Clorindo Testa sobre un homónimo arquitecto que pintaba cuadros, nos confunde de un lado a otro con su estilo posmo, lleno de incompletudes, caprichos y fuertes sospechas de estar atravesando una ficción muy poco estable que se desvanecerá en seguida. Lo efímero intentando ser abstracto, perfecto; como el personaje femenino del cuento El Zahir. Miles de películas pasan por nuestros ojos, miles de lugares por donde otros personajes ya han vivido sus propias ficciones, intentando el glorioso suicidio de la narración. Todo está abocado al fracaso hasta que no se demuestre lo contrario, hasta que no se halle una revelación, un brillo que cambie la obra en señal luminosa, la imagen en pensamiento.
Las miradas ficcionales invaden la ciudad hasta el punto de confundirse con las reales. Ya no sabemos si todo es un escenario, un recuerdo o un sueño donde todo sucede para acabar borrando las propias imágenes. Las imágenes sólo pueden sobrevivir recordándose unas a otras, construyendo una cadena infinita, indestructible. En el caso contrario, todo desaparecerá en forma de laberinto errático. Al respecto, hay una película de 1961 poco conocida, dirigida por Allen Baron, llamada Blast of silence, que merece ser mencionada al respecto. Otra joyita.
El protagonista también va en coche, persiguiendo a alguien como James Stewart en Vértigo (1959) o Llinás en Clorindo Testa. Todos buscan algo que de alguna manera se convierte en un sentido suficiente como para afrontar el peligro de la existencia. De un film. El cine negro de los 40' se mezcla con el cine de autor, el documental y hasta podríamos decir, con cierto conceptualismo silencioso de su coetánea Il posto de Olmi o con la maravillosa Banda aparte (1964), donde el relato de una novela se convierte en una adaptación fílmica sui géneris llena de romanticismo y relativismo estético. Por tanto, ¿qué aporta en realidad Llinás sino un recuerdo del camino que habría podido tomar el cine desde los 60'? El cine comercial se lo ha comido casi todo, empezando por los ojos y el alma del público, lo cuál no quiere decir que la resistencia de ciertos autores mantenga viva la llama de lo real en un oficio evanescente donde sólo reinan aquellos que saben manejar bien los dineros.
En Blast of silence aparece un plano que luego será repetido una y mil veces por otros cineastas, pero que conecta de manera inaudita con un plano de Chantal Ackerman de su película News for home (1976): un plano de la ciudad de Nueva York vista desde el barco que lleva a Staten Island. La única diferencia entre ellos es la arquitectura, el crecimiento del capital, la belleza de la abundancia, el absurdo del poder. Ambas imágenes se llevan quince años y lo extraño es que la más moderna parece la más antigua.
En esa película de Ackerman, se nos muestran postales de una ciudad que llenan de tristeza a una joven que quiere ser cineasta, pero que no se siente en su sitio. La construcción del artista como motivo vuelve a aparecer en los 70' como un leit motiv de los propios autores, desesperados por el tiránico cine industrial dictando su vaciedad y banalidad infinita. La cultura empirista anglosajona tiene mucha culpa y sobre todo, su doble perverso, la estadounidense. Viendo Civil War de Alex Garland, uno se da cuenta de que hay un poder envilecido que no deja de apuntarnos a la cabeza, que nos hace caer fuera de la humanidad, fanatizando las mentes, violentando los instintos, mintiendo para sobrevivir hasta borrar toda seña de verdad. Hollywood quiere sustituir al mundo, así como también lo quiere hacer internet o la Cocacola. Todos son inventos yankis. Todo son instrumentos imperialistas de sustitución. De control. Controlar la realidad. La realidad es un territorio invadido por millones de imaginaciones que apuntan a la cabeza del espectador. Todos somos extranjeros ante la mirada oscura de un sistema sin escrúpulos que obliga a declamar su verdad inventada bajo pena de una silla eléctrica o cosas peores.
Las imágenes también cuentan estas historias.
Se camuflan.
Experimentan con nuestras mentes.
Todo se vuelve un experimento como en la mítica Akira (1988) de Katsuhiro Otomo, donde al jugar con lo humano, todo se vuelve peligroso, explosivo. La naturaleza es más poderosa que cualquier sistema económico. La tecnología sólo es una excusa para llenar las cuentas de megalómanos que sueñan con abandonar la realidad, frikis multimillonarios que no aceptan la existencia, que quieren ir más allá en un mundo cerrado y esférico, más que suficiente para seres microscópicos como las personas. Somos polvo de hadas que la ciencia-ficción convirtió en estrellas. De hecho, el 90% de las películas fantásticas realizadas por Hollywood desde los años 80' son argumentos versionados de novelas y cuentos de Philip K. Dick, ese escritor olvidado por el mundo oficial de la cultura, de pluma irregular y sueños originalísimos, ¿de dónde creéis que salieron películas como Regreso al futuro, Blade Runner, Desafío Total, Minority Report, Alien y todas las series intergalácticas y multidimensionales de la actualidad? ¿De dónde creéis que nace Akira, Freddy Krugger y todas las historias pesadillescas de la contemporaneidad? Phillip K. Dick desarrolló un método infalible para conectar con la imaginación: marginarse, apartarse, ser anónimo, no caer en las garras de la popularidad, curiosear en el conocimiento incansablemente, escuchar música clásica y leer la Biblia. Y tomar bencedrina. Dick es un antisistema perseguido por el FBI en la época de la Guerra Fría, que consiguió acumular una bolsa mágica llena de historias increíbles mientras su corazón y su mente se iban partiendo en trocitos de papel mojado. Murió en 1982 y no pudo ver estrenada Blade Runner. Tras su muerte, los buitres agotan su esqueleto, trasladando sus paranoias al público general.
Así, series como Stranger Things (2016-2023), creada por los hermanos Duffer -autores de películas de terror-, simbolizan ese ansia imperialista de hacerse con todas las imaginaciones posibles en un afán compulsivo por reunir las máximas referencias de los ochenta, como queriendo invocar un tiempo perdido donde las cosas iban mejor para el país del tío Sam, esa pesadilla convertida en máquina tragaperras. La evidente decadencia de un país fanatizado, dirigido por esclavistas y asesinos burocratizados, se ve reflejada en productos como este, nacidos de una semilla de nostalgia iniciada por el gran Satanás de la pantalla: Steven Spielberg. ¿Quién pude pasar por alto que Stranger Things es un trasunto estirado de las aventuras de Los Goonies, dirigida por Richard Donner pero escrita por nuestro amigo de los dinosaurios? La lista de referencias evidentes de la serie es tan numerosa que la estructura propia del producto se basa en disfrazar descaradamente viejos mitos ochenteros en tramas de temporadas: Los cazafantasmas, Akira, Alien, Scoby Doo, El señor de los anillos, Altered States, E. T., Eduardo Manostijeras, Twin Peaks, Godzilla... la lista es infinita, tanto como el deseo de esta megaficción por deglutir toda una cultura de época con el objeto de refundar como innovadora una cosa ya hecha, eso sí, infantilizándola, transformándola en un asunto kitsch. Un videojuego.
EEUU juega con la memoria de la civilización: un país acomplejado por una ausencia de verdadera historia, intenta constantemente reescribir su fenomenología para convencer al futuro de su impacto evanescente, inocuo, ¿cuántas veces has visto el skyline de Nueva York en un film? Hollywood es la evasión que lanza los mensajes y los temas, anatemizando la narrativa de la pantalla, hasta el punto que cualquier película que no trate de gansters, militares, dragones, violencia explícita, superhéroes, pornografía o drogadicción enfermiza, en realidad no existe. Quieren que sólo exista eso en la mente del público. Todo lo demás debe quedar fuera. Todo debe acabar siendo un videojuego o un cómic. Es el mismo método que la música pop: empobrecimiento, acumulación y depresión constante.
Así, Stranger Things puede entenderse como un juego de mesa, un juego de rol audiovisual practicado por un grupo de niños que acaban encontrando las claves para destruir la malignidad de otro niño -grande-, traumatizado, convertido en monstruo vengativo. Los laberintos, los túneles y los puzzles son recurrentes, tocando constantemente los mundos de El exorcista (1973), Encuentros en la tercera fase (1977) o Amazing Stories (1985-1987); toda evasión es bienvenida si está fuera de la realidad, si se instala en medio de la fantasía como recurso capitalista.
Por eso, ver películas como Leones por corderos (2007) es muy importante, para darse cuenta que en EEUU existe un discurso sin réplica, un discurso intimidante que construye una imagen irreal de un país dominado por el mal. Por eso es tan importante que existan películas como Sasquatch Sunset (2024) de los hermanos Zellner, un chiste en modo naturalista, ecologista, primitivista muy afortunado que demuestra que en el cine, con voluntad y talento, está todo por hacer y que la fantasía no sólo es terreno de ovnis y gansters.
Todo vuela o todo dispara, pero los pezones pueden apretarse más fuerte y aún podemos cagarnos sobre las carreteras. Hay que dejar los caminos asfaltados e ir campo a través al encuentro de nuevos cines que nos digan nuevas cosas: volved a películas maravillosas como Blue in the face (1996), Me and You and Everyone We Know (2005) o Jimi Hendrix (1973) de Joe Boyd, uno de los documentales más sinceros y emocionantes del siglo XX, sobre uno de los únicos artistas verdaderamente grandes que ha dado el país de las hamburguesas.
La música fluye en la iglesia de la electricidad, en el arte de la luz. Las películas de Night Shyamalan mueren antes de nacer: Old (2021) y Trap (2024) siguen en una estela de impotencia sin término. Películas como The comedian (2016), Poor things (2023) o Notas sobre un verano (2023) demuestran que las expectativas de cine de autor no garantizan nada. Directores consagrados como Soderberg se deslizan en No sudden move (2021) o en Let Them all talk (2020) hacia ficciones pastel, burguesas, bastante aburridas; artificiales. En la primera, Soderberg parece querer marcarse un Coppola y en la segunda, un Charlie Kaufman. Ni una cosa ni la otra. Sodeberg es un cineasta terrible que sabe mucho de cine. Así, a veces, en el pozo de la ficción comercial, el público tiene que tirar de series como The witcher (2019-2023) para salir a flote y agarrarse a la tangente para como en The fall guy (2024), salir ileso de este gran desastre que es hoy el espectáculo en general y tomar aire fresco como los poetas de Kill your darlings (2013) -volviendo a recurrir a los años 70' para recuperar el espíritu- y alzar el vuelo sonriendo gracias a series tan divertidas como El encargado (2022-2024) hasta llegar al cosmos estrellado y vacío, lleno y ausente de Alien Romulus (2024) del uruguayo Fede Álvarez, un director de películas de terror que ha creado un capricho vintage bastante potable sobre la eterna saga del bicho malo.
Ya en el cosmos podemos descansar un ratito y contemplar la esfera terrestre con tranquilidad, miengtras leemos a Borges o a Philip K. Dick, pensando quién está muerto en este mundo, nosotros o los demás o si el dinero es una materialización del tiempo que nos absorbe o una bestia que nos devora. Orientada la mente en dicha dirección, acunada por la literatura, podemos mencionar que tal vez, lo más relevante de nuestra época a nivel de mensaje y espectáculo sea una serie de la que no se habla demasiado, pero que marcó un hito como sólo lo pudo hacer Lost (2004-2010) o Twin Peaks 3 (2017) y que seguramente es de las cosas más importante que se han hecho en formato serie en la historia de la televisión: hablo de Mr. Robot.
Esta serie no sólo revela un mundo original -construído por el brillante creador Sam Esmail-, sino que lanza un mensaje importante hacia el futuro, hacia el presente continuo. Como ya se ha dicho de Stranger Things, Mr. Robot (2015-2019) también entraría dentro de esa cultura mix devoralotodo, pero esta vez no en modo infantilizado o nostálgico. Mr. Robot es una ficción que nace de la famosa obra de Chuck Phalaniuk El club de la lucha (1996), o al menos, de su narrativa que David Fincher ya llevó a la pantalla en 1999 -de manera única-, instaurando una forma bipolar de contar las historias, un desdoblamiento rítmico del que bebe sin parar Mr. Robot, eso sí, llevándolo hasta sus últimas consecuencias. De hecho, se podría afirmar, para resumir, que es una suma cuyos sumando serían: El club de la lucha + Matrix + The Wire, todo a la vez. Y lo mejor de todo es que a Sam Esmail no le sale nada mal y además da en la diana conceptual de su época y en la forma adecuada para predicar su mensaje antisistema.
Todo es una mentira.
Todo es un código.
Sólo queda luchar contra la bestia.
Mientras tanto, lo mejor es ver, antes de dormir, películas extraterrestres como Son nom de Venise dans Calcutta désert (1976), al menos para no olvidar del todo de qué va esto del cine, ante la invasión imperialista de un virus que habla en inglés y que sigue creyendo que la esfera será suya, en tesoro.
Pero el tesoro es infinito y pertenece a la imaginación.
A lo humano que sueña.
Dulces sueños.
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