miércoles, 23 de noviembre de 2022



MEMORIAS DE NOVIEMBRE
Apostillas contadas por un muerto
 

 
Dos milenials van en un autobús y uno le dice al otro: "no concibo una película mejor que aquella en la que aparezcan Christian Bale y Natalie Portman juntos." La afirmación es loca de primeras, superficial y adolescente, de segundas. Por un lado, en la conversación -que naturalmente era más extensa-, subyace el hecho de la mitomanía, de la idealización de las formas, del anhelo burgués de los dioses. No mucho ha cambiado a ese respecto desde la época de Capote o de Warhol; ellos también eran adolescentes que soñaban con las estrellas mundanas. En la otra cara del dado se pueden leer otras cosas, como que el imperialismo salvaje de los yanquis es hoy la normalidad dentro de la mente occidental y más allá (cuenten cuantas películas anglosajonas ven a la semana y cuántas europeas) y no ha dejado hueco para casi nada. Los milenial juegan a videojuegos, ven películas que se parecen a videojuegos (Marvel) y se relacionan en aplicaciones ludopáticas que también son videojuegos (tragaperras sentimentales). Esto les hace no querer salir demasiado de sus círculos de poder y seguridad y les obliga a agarrar con fuerza ese aparato inverosímil que parece saberlo todo. Pero lo malo o lo nuevo no es esto, sino que la mentalidad actual y las políticas de poder han bendecido todas estas prácticas, sacándoles la máxima rentabilidad, potenciándolas, aprovechándose de una época depresiva y estéril, perfecta para estas políticas del gusto y la banalidad. El mantra del nuevo paradigma ha entrado en el coco humano como un pepino de ilusiones perdidas, como un satisfyer infinito que hace confundir el placer con el dolor, el erotismo con la indolencia. El mundo virtual ha llegado para quedarse un tiempo, para empobrecer las almas y los corazones de una humanidad machacada por la conspiración, la guerra y el existencialismo. Más que nunca, un escepticismo del malo asola los imaginarios y se conforma con la queja y el hastío -y la mala hostia- como se puede ver en dos películas idénticas hechas en dos países muy distantes: La Estrella (2013) y Sorry, we missed you (2019). Un desastre pesimista sin límites. Allá lejos, perdido en los inicios del siglo XX, queda El chico (1921) de Chaplin, esa fábula idealista y optimista nacida de un hecho terrible: un año antes, el director inglés había perdido un hijo. Charles Chaplin no es grande por ser un artista superdotado, es memorable por emocionar y soñar esa emoción de una manera positiva; a cien años vista, su época no fue más sencilla que la nuestra. Pero los milenials siguen charlando en el autobús, alabando sin querer el cine norteamericano y por tanto, la ultraviolencia, el chantaje, el capitalismo y la injusticia. En torno a  los años 90' -década donde se fraguó el mayor declive ficcional del cine-, se estrenaron películas "antisistema" como Robocop (1987), rarezas kitsch como Always (1989) -curiosa antecesora de Ghost (1990), nacida de una película francesa decadente y infantil como Silvia y el fantasma (1946)- o films perversos como Bound (1996), la olvidada pieza de los hermanos Wachowski, quizá única salvedad de su filmogafía. Los milenials los adoran pues se han convertido en una especie de patrón, de ídolos de barro, deshaciéndose en cada nuevo estreno; sus personajes se han comido su obra, convirtiéndolos en aquello que se ha venido a llamar influencers. Cada generación ve caer a sus ídolos, ve nacer las promesas y tiene que aguantar a los parásitos. Es tremendo que las nuevas generaciones sólo miren para atrás para encontrar películas como Pulp Fiction (1994) o El padrino (1972), cuando películas tan accesibles como La Promesa (1996) de los hermanos Dardenne, a pesar de su prosaísmo, mantiene una belleza incalculable, una frescura -que se fue perdiendo en el nuevo siglo- pero que se conserva intacta en films de este tipo, de factura europea, realizados con una mentalidad humana, no transhumana. Pensemos en El Desencanto (1976) seguramente una de las mejores películas de los últimos cincienta años: ¿por qué los milenial no se interesan por ver y disfrutar de esta joya del cine, esta obra única e irrepetible que nos acerca a la clave de la problemática existencial? 
 
Todo esta noción de llegar más allá de lo humano, más allá del planeta, más allá de los límites de lo que en realidad somos, no es más que un esoterismo barato. Todo esto de los viajes a Marte, a la Luna y qué se yo, Orión, no son más que distracciones megalómanas de encantadores de serpientes; nuevas utopías, falsas razones. Hoy el dinero produce hipnosis y allí, en ese fenómeno psico-materialista, reside gran parte del problema. En la reciente Amsterdam (2022) pueden encontrarse ejemplares de este tipo de dictadores de lo humano, como también se puede apreciar, en otro nivel en Tar (2022), una película sorprendente aunque demasiado dilatada, donde la ambición se mezcla con el talento y lo refinado; detrás subyace un genocidio personal. Los nazis basaron toda su teoría de exterminio y dominación en una serie de principios astrológicos; el resultado, de alguna manera, se percibe en Tar, ¿quién domina hoy el mundo?, ¿de quién es Europa? Esto nos llevaría aún más lejos, hasta la gran China, donde en 2008 se realizó una interesantísima película titulada Ciudad 24, dirigida por Jia Zhangke, el gran documentalista asiático, privilegiado testigo de una era de astronómica transformación que se lleva por delante las historias humanas y que acecha en convertirse en un futuro que avanza hacia Occidente, un futuro sin memoria, amenazándolo en el silencio hasta conseguir borrarlo del mapa; por eso es tan importante ver películas de Apitchatpong Weerasethakul. La cultura Europea peligra cuando se adhiere a las costumbres foráneas más banales venidas de los diferentes trópicos y olvida su esencia más ínmtima que es, nada más y nada menos, que la originalidad. Toda la cultura norteamericana es un bluff, un plagio repetido infinitamente hasta la senilidad, una lluvia dorada de heces sin emoción: su originalidad es la aplicación del lavado de cerebro. Miren: uno de sus novelistas más famosos, Paul Auster, además de ser un bodrio de escritor, padre de la novelística comercialoide con apariencia de profundidad, es un copión de primera. Si se vuelve al inicio de Sunset Blvd. (1950) de Billy Wilder y se escucha con atención el prólogo de la voz en off y seguidamente se lee la primera página de la aclamada novela de Auster, Leviatán (1992), los ojos podrán corroborar el robo explícito del planteamiento, la probeza de oficio desarrollada por Auster, el cuál se hizo famoso en la década de la mierda, del capitalismo salvaje, de la gran corruptela; pero el mundo gira y los milenials siguen en el autobús dejándose llevar, hablando de películas, de vídeos, de clips, de instantes de narcisismo que en un par de décadas les pasará facturas, como a otros ya les ocurrió, mientras yo imagino, en medio de una de sus diálogos, que uno de ellos cita a Michi Panero y entonces el mundo vuelve a cobrar sentido.
 
 

 

 
 
 

viernes, 18 de noviembre de 2022


 

 

THE SQUARE
(2017)

Ruben Ostlund

 


¿Por qué le cuesta tanto a los cineastas hablar de arte? Tal vez es una vulgaridad explicitar algo sagrado o quizás, un desmesurado acto de soberbia. El mundo del arte contemporáneo y concretamente el que atañe a los museos estatales bautizados con dichos tropos, es un asunto espinoso, pues ¿qué es lo contemporáneo del arte contemporáneo? La película de Ostlud comienza con valentía abordando este tema directamente, evadiendo la respuesta en un galimatías, subrayando que todo, en definitiva, como también le ocurrió a la Escolástica, se trata de un embrollo lingüístico donde los conceptos se han adueñado de los espacios. Hoy, toda obra, sea de la naturaleza que sea, tiene una apariencia conceptual; otra cosa es que finalmente lo sea. En esta dicotomía del parecer y el ser, Ostlund, lamentablemente elige la primera, dejando caer a su película en una sopa de frivolidad que va desgajándose a sí misma hasta desactivarse. Cuando uno ve que un film como este ha sido galardonado por Cannes, comienzan a volar sobre las cabezas ciertas sospechas. Las palmas de oro del festival francés suelen ser fatales bagatelas: Elephant (2003), El niño (2005), El árbol de la vida (2011) o la La vida de Adèle lo confirman con creces. Así, ¿toda película estrenada en una sala de butacas se convierte en cine? o como se plantea en The Square: ¿todo objeto colocado en un museo se convierte en arte? Vivimos en un mundo postduchampiano donde la verdad y la mentira han fracasado. La mantequilla de la frivolidad y el cinismo cubre nuestras conciencias y hace reprimir los sentimientos y las emociones. Lo que parece una cosa, es otra. El famoso urinario de 1917 firmado por Richard Mutt y expuesto por Marcel Duchamp, abrió la caja de Pandora y el arte quedó embrujado para siempre entre el indiscernible, la copia, el infraleve y el original. Todo parece lo mismo y a este juego se ha apuntado hasta el más tonto. Desde aquello, hace ya más de un siglo, ya nadie entiende el valor de las cosas y se deja llevar por las tendencias. El film de Ostlund es una tendencia, una moda a la sueca, un cacho de tela pretendiendo ser cachemir sin ser más que un pobre plástico. La oportunidad de reflexionar sobre un asunto tan providencial como lo es en la actualidad, nuestra relación con el mundo de los objetos artísticos, se pierde en un espectáculo circense y ridículo lleno de clichés y música techno, alta burguesía y buenos modales. El intento de ridiculización por parte del cineasta del panorama expositivo y comisarial se vuelve contra él mismo, al enredarse en un tono infantilizado del asunto, desviando la atención de lo verdaderamente capital, dejando que la cinta se muera por sí misma, mientras el público ya está enterrado de sueño en el cementerio del aburrimiento. Al final, el objeto queda sin definir, sin abrazar y la broma infinita continúa imperturbable. A estas alturas, a uno le da por pensar en la razón por la que Ostlund, en vez de tomar como modelo la artística actitud de su compatriota Ingmar Bergman, prefiere una estética publicitaria llena de diabluras vagas y efímeras que nada aclaran y que poco entretienen. El cine de hoy es un parque de atracciones del que se sale frustrado, con las manos vacías.

Sólo la apariencia parece brillar en lo contemporáneo.


 


 

martes, 1 de noviembre de 2022




ENCERRAR LA INFANCIA
Exégesis del tiempo ficcional


"Cuando la gente crece
se olvida de cómo se hace".

J. M. Barrie, Peter Pan
 
 

Existe una ausencia de doce años entre La Leyenda del Tiempo (2006) y su secuela, Entre dos aguas (2018), continuación o expansión narrativa de una película irregular -con una segunda parte algo caprichosa, aún ligada a la filiación inicial de Lacuesta por Chris Marker- que practica  ese ejercicio de mostrar la evolución vital de un ser a través del tiempo. Ingenio truffoniano sobreutilizado por Linklater en basuras como Boyhood (2014) o su famosa trilogía (2005-2013) junto a Ethan Hawke y Julie Delpi, el experimento fenomenológico de intentar captar la vida a través de la evolución de un mismo personaje nos hace olvidar las tercas elipsis que impiden contemplar el todo. El paisaje, ¿qué había antes del paisaje? El público llena los huecos en su mente a través de sugerencias, palabras y presencias cambiantes, casi mágicas, atrapadas en la pantalla, vivas, de algún modo, en un más allá. Lacuesta desarrolla este desafío azaroso tomando como eje a un niño que sufre un duelo que le condicionará toda su vida, o lo que es lo mismo, la historia de un alma perturbada por la interrupción de la muerte. El misterio de La Leyenda del tiempo reside en esa historia, en la muerte de ese padre del que apenas se sabe nada, dispositivo narrativo similar al de la maravillosa El desencanto (1976). Aún, en ese primer estadio, se aborda la fase de la infancia, una fase idealizada incluso en medio de la circunstancia de precariedad y miseria en la que viven los protagonistas: las marismas de Cádiz como un paraíso de barro que se evapora, un paisaje dantiano y breve. Lo material aún no es importante, aún no es un elemento vertebrador y por eso, se desarrolla la imaginación y el caos. Como película cosmogónica es todo un modelo; como película truffoniana, una auténtica imitación de la intención aproximativa a lo sagrado. Doce años después, canta un pájaro y el pelo largo del protagonista se hace corto y el flamenco se distorsiona en ruido hasta convertirse en pasto para alimañas. El regreso del héroe a su casa es un retorno al infierno: a la Realidad, pero, ¿cómo sobrevivirá aquél que ha vivido en un sueño negro? Lacuesta propone ver lo invisible, entrar en la intimidad de lo cotidiano, en vivir los últimos atisbos de infancia hasta darse cuenta de que eso ya no existe y que ni siquiera el amor es suficiente. En la tragedia, el amor nunca basta. Si las dos películas de Lacuesta fuesen dos personajes, se fusionarían en los protagonistas de Mi tío Jacinto (1956), esa película de Vajda que tan mal se ha visto pero que mucho contiene y más conserva. El cine español es un misterio porque nadie lo conoce ni puede conocerlo en profundidad. Una maldición. El destino. Todo pueblo que no conozca su cine está abocado a adorar dioses extranjeros. Por eso es tan importante ver Mi tío Jacinto, una fábula modélica basada en la tradición picaresca española, asentada en un realismo brutal y demoledor, donde los héroes permanecen atrapados en un sistema que les ahoga hasta  hacerlos desfallecer: sólo les salva cierto ingenio, cierta esperanza vacua. Bukowski. Beckett. Marx, ¿dónde perece el mundo?
Isra, el héroe de Lacuesta, no es un ser inteligente, es un cuerpo enfermo lleno de dudas, una mente ofuscada por la soberbia, por el poder, amarrado a una idea caduca del mundo y muy casposa e inoperante, en medio de un estado de cosas cambiantes y terribles. La realidad. Isra quiere ser un lazarillo tal y como Pablito Calvo lo es con su tío, el torero retirado y arrogante al que se le han acabado las pilas y el argumento. El vino. A Isra no se le han terminado pero su circunstancia y su creencia en que puede superarla con la única ayuda de su voluntad le llevarán  al punto ciego y sin retorno del trapicheo y la corrupción. Nietszche y la muerte. Antes de renunciar a la esperanza, Isra fregará el suelo con agua sucia, se intentará suicidar, se fumará un canuto, se hará un tatuaje horripilante y escuchará un violín hasta distorsionarse a sí mismo, comiendo atún con mayonesa en una chabola perdida de la marisma, sin poder purificar su mirada de miedo. Frente a esta mirada heróica y atormentada aparece -con mayor intensidad que en La leyenda del tiempo- la mirada estrábica de su hermano Cheíto, ese Sancho Panza de corazón humano y mente sublime, que llena la pantalla, superando a los dioses, acercando la imagen a la verdad. Cheíto es una especie de Virgilio, de maestro encapuchado que intenta guiar a Isra por el reino de la pesadilla, intentando enseñar a jugar a su hermano al ajedrez de la vida. Él se gana los cuartos como panadero en una fragata del ejército, montando bocadillos a los marinos. Los marinos intentan ayudarle a él, le aconsejan sonbre el futuro, pero Cheíto echa de menos el infierno. Muy cervantino. Para él, lo mejor es caminar hasta el puente y tirarse al agua pútrida de la marisma y zambullirse en un baño de lujo hecho de podredumbre. Las escena de ambos hermanos en el agua es lo mejor de la cinta. Vuelven a estar juntos, unidos por el barro original, su preferido líquido amniótico. Su Bíblia. Lacuesta muestra el silencio en un mundo distorsionado, atronador, un lugar donde los monstruos desaparecen por un momento y el paraíso o su ilusión, regresa. Se hace presente. En ese momento, nos acordamos de una de la enseñanzas de Bresson: en el cine, una persona sólo puede interpretar un solo personaje, el suyo. Todo lo demás es artificio. Bajo el puente, flotando en el agua, son ellos mismos, dos hermanos, dos humanos respirando de verdad, ejerciendo su particular incomunicación; la desigualdad del amor mutuo. Brilla el cine. Pero si va de algo más este film es de la madurez o de su imposibilidad, ¿sirve para algo o sólo nos endurece?, ¿es malo vivir como un niño? Aparece la leche y un gato y de repente nos acordamos de una película de Vittorio De Sica (ese gran olviado) y uno piensa si tal vez Lacuesta se dio cuenta de que iba de esto su cine, de tirarse de un puente, de bañarse con zapatillas, de correr sobre el agua y de reconectar con un cierto tipo de cine italiano y no de la revolución, ni del arte de los mitos, ni de la piel, ni de la crisis. Lacuesta siempre fue una gran promesa del cine peninsular, un cometa que fue diluido por un ansia de velocidad, de visibilidad. Una idolatría de los ojos. El cine no se hace con los ojos. En 2018 el cine parecía haber cambiado mucho, mas la función del cineasta actual es demostrar lo contrario: hay que detectar la pornografía estética que en ocasiones Lacuesta practica al dejarse llevar por sus ansias de penetrar; hay que evitar los clichés y centrarse más en niños tatuados de infancia, de viento, de miseria y ladridos: Entre dos Aguas culmina una ficción doble que pierde el misterio pero que ahonda en el fenómeno del aburrimiento y la impotencia, dejando de par en par las puertas a elementos narrativos finalistas como la pistola, los gritos, los árboles marcados, los tambores, la venganza y la filosofía de los chatarreros. Todos los gitanos quieren ser chatarreros de mayores, pero, ¿qué ser en la vida cuando no eres más que un duelo sin curar? La ignorancia es una enfermedad que hace cíclico al mundo. Si la película se basaba en un invento truffoniano para pasar a ser una imitación picaresca de la mejor literatura española, para luego convertirsse en puro neorrelismo, pasando por una serie de gestos bressonianos, la dinámica del film desemboca en un invento de Jacques Tourner y su sobrecitada obra I walked with a zombie (1943). Al final de cierto fotograma, Isra descubre que está muerto y que sólo puede ejercer el oficio de los fantasmas, para los cuáles, el agua es la libertad y el miedo es la pérdida del amor. Brilla una escena en medio del film donde los protagonistas navegan en una lancha como reyes del Olimpo, imaginando poder ser ladrones y huir de la miseria. El sueño de irse lejos para vivir es el sueño de aquellos que están muertos. Isra es un fantasma que sueña con un atajo que le lleva a la libertad: piensa en un helicóptero, en una moto, en un coche; trabaja en un desguace lleno de posibilidades, de pensamientos, de ideas, de juegos mortales. Un cementerio de errores. Su vida es una fuga de Bach. Pero él no sabe quién es Bach. Dirime sus reflexiones entre las armas de verdad y las armas de mentira, caminando como un zombie en el desguace de la locura, sometido por los tatuajes como un chamán. Habla de los extraterrestres con sus hijas, de E. T., de Disneylandia, de los piratas de la china, de los marcianos del fin del mundo. Genera ilusiones a otras infancias, se distrae, regatea el obstáculo pero, la torre, la marisma, el tráfico y la desesperación le llevan, inevitablemente al infierno del trabajo, al dilema contemporáneo, a la piedra angular capitalista: si no tienes dinero eres nadie. Un fantasma. La identidad de Isra se desvanece en la religión de los alucinados donde la misión es purificarse y alabar a un dios supremo y único, pero las drogas son una religión más poderosa que cualquier pentateuco y ellas le llevan a contar la verdadera historia de su padre a Cheíto, el quid de la cuestión de toda la trama construida desde La leyenda del tiempo, uniendo dos extremos invisibles, agotando el duelo. Como en Banda aparte (1964), una escalera larga lleva a la muerte; Isra lo sabe y no deja de subir por esa escalera. Al final, como en la primera parte, todo acaba en un árbol, en el árbol del tiempo donde se cierra la mente, donde se pierde la memoria y se reflejan los traumas que serán los destinos fatales, tatuando en la naturaleza las pesadillas del cambio para que a nadie se le ocurra jamás, salir de nuevo de la infancia.