martes, 1 de noviembre de 2022




ENCERRAR LA INFANCIA
Exégesis del tiempo ficcional


"Cuando la gente crece
se olvida de cómo se hace".

J. M. Barrie, Peter Pan
 
 

Existe una ausencia de doce años entre La Leyenda del Tiempo (2006) y su secuela, Entre dos aguas (2018), continuación o expansión narrativa de una película irregular -con una segunda parte algo caprichosa, aún ligada a la filiación inicial de Lacuesta por Chris Marker- que practica  ese ejercicio de mostrar la evolución vital de un ser a través del tiempo. Ingenio truffoniano sobreutilizado por Linklater en basuras como Boyhood (2014) o su famosa trilogía (2005-2013) junto a Ethan Hawke y Julie Delpi, el experimento fenomenológico de intentar captar la vida a través de la evolución de un mismo personaje nos hace olvidar las tercas elipsis que impiden contemplar el todo. El paisaje, ¿qué había antes del paisaje? El público llena los huecos en su mente a través de sugerencias, palabras y presencias cambiantes, casi mágicas, atrapadas en la pantalla, vivas, de algún modo, en un más allá. Lacuesta desarrolla este desafío azaroso tomando como eje a un niño que sufre un duelo que le condicionará toda su vida, o lo que es lo mismo, la historia de un alma perturbada por la interrupción de la muerte. El misterio de La Leyenda del tiempo reside en esa historia, en la muerte de ese padre del que apenas se sabe nada, dispositivo narrativo similar al de la maravillosa El desencanto (1976). Aún, en ese primer estadio, se aborda la fase de la infancia, una fase idealizada incluso en medio de la circunstancia de precariedad y miseria en la que viven los protagonistas: las marismas de Cádiz como un paraíso de barro que se evapora, un paisaje dantiano y breve. Lo material aún no es importante, aún no es un elemento vertebrador y por eso, se desarrolla la imaginación y el caos. Como película cosmogónica es todo un modelo; como película truffoniana, una auténtica imitación de la intención aproximativa a lo sagrado. Doce años después, canta un pájaro y el pelo largo del protagonista se hace corto y el flamenco se distorsiona en ruido hasta convertirse en pasto para alimañas. El regreso del héroe a su casa es un retorno al infierno: a la Realidad, pero, ¿cómo sobrevivirá aquél que ha vivido en un sueño negro? Lacuesta propone ver lo invisible, entrar en la intimidad de lo cotidiano, en vivir los últimos atisbos de infancia hasta darse cuenta de que eso ya no existe y que ni siquiera el amor es suficiente. En la tragedia, el amor nunca basta. Si las dos películas de Lacuesta fuesen dos personajes, se fusionarían en los protagonistas de Mi tío Jacinto (1956), esa película de Vajda que tan mal se ha visto pero que mucho contiene y más conserva. El cine español es un misterio porque nadie lo conoce ni puede conocerlo en profundidad. Una maldición. El destino. Todo pueblo que no conozca su cine está abocado a adorar dioses extranjeros. Por eso es tan importante ver Mi tío Jacinto, una fábula modélica basada en la tradición picaresca española, asentada en un realismo brutal y demoledor, donde los héroes permanecen atrapados en un sistema que les ahoga hasta  hacerlos desfallecer: sólo les salva cierto ingenio, cierta esperanza vacua. Bukowski. Beckett. Marx, ¿dónde perece el mundo?
Isra, el héroe de Lacuesta, no es un ser inteligente, es un cuerpo enfermo lleno de dudas, una mente ofuscada por la soberbia, por el poder, amarrado a una idea caduca del mundo y muy casposa e inoperante, en medio de un estado de cosas cambiantes y terribles. La realidad. Isra quiere ser un lazarillo tal y como Pablito Calvo lo es con su tío, el torero retirado y arrogante al que se le han acabado las pilas y el argumento. El vino. A Isra no se le han terminado pero su circunstancia y su creencia en que puede superarla con la única ayuda de su voluntad le llevarán  al punto ciego y sin retorno del trapicheo y la corrupción. Nietszche y la muerte. Antes de renunciar a la esperanza, Isra fregará el suelo con agua sucia, se intentará suicidar, se fumará un canuto, se hará un tatuaje horripilante y escuchará un violín hasta distorsionarse a sí mismo, comiendo atún con mayonesa en una chabola perdida de la marisma, sin poder purificar su mirada de miedo. Frente a esta mirada heróica y atormentada aparece -con mayor intensidad que en La leyenda del tiempo- la mirada estrábica de su hermano Cheíto, ese Sancho Panza de corazón humano y mente sublime, que llena la pantalla, superando a los dioses, acercando la imagen a la verdad. Cheíto es una especie de Virgilio, de maestro encapuchado que intenta guiar a Isra por el reino de la pesadilla, intentando enseñar a jugar a su hermano al ajedrez de la vida. Él se gana los cuartos como panadero en una fragata del ejército, montando bocadillos a los marinos. Los marinos intentan ayudarle a él, le aconsejan sonbre el futuro, pero Cheíto echa de menos el infierno. Muy cervantino. Para él, lo mejor es caminar hasta el puente y tirarse al agua pútrida de la marisma y zambullirse en un baño de lujo hecho de podredumbre. Las escena de ambos hermanos en el agua es lo mejor de la cinta. Vuelven a estar juntos, unidos por el barro original, su preferido líquido amniótico. Su Bíblia. Lacuesta muestra el silencio en un mundo distorsionado, atronador, un lugar donde los monstruos desaparecen por un momento y el paraíso o su ilusión, regresa. Se hace presente. En ese momento, nos acordamos de una de la enseñanzas de Bresson: en el cine, una persona sólo puede interpretar un solo personaje, el suyo. Todo lo demás es artificio. Bajo el puente, flotando en el agua, son ellos mismos, dos hermanos, dos humanos respirando de verdad, ejerciendo su particular incomunicación; la desigualdad del amor mutuo. Brilla el cine. Pero si va de algo más este film es de la madurez o de su imposibilidad, ¿sirve para algo o sólo nos endurece?, ¿es malo vivir como un niño? Aparece la leche y un gato y de repente nos acordamos de una película de Vittorio De Sica (ese gran olviado) y uno piensa si tal vez Lacuesta se dio cuenta de que iba de esto su cine, de tirarse de un puente, de bañarse con zapatillas, de correr sobre el agua y de reconectar con un cierto tipo de cine italiano y no de la revolución, ni del arte de los mitos, ni de la piel, ni de la crisis. Lacuesta siempre fue una gran promesa del cine peninsular, un cometa que fue diluido por un ansia de velocidad, de visibilidad. Una idolatría de los ojos. El cine no se hace con los ojos. En 2018 el cine parecía haber cambiado mucho, mas la función del cineasta actual es demostrar lo contrario: hay que detectar la pornografía estética que en ocasiones Lacuesta practica al dejarse llevar por sus ansias de penetrar; hay que evitar los clichés y centrarse más en niños tatuados de infancia, de viento, de miseria y ladridos: Entre dos Aguas culmina una ficción doble que pierde el misterio pero que ahonda en el fenómeno del aburrimiento y la impotencia, dejando de par en par las puertas a elementos narrativos finalistas como la pistola, los gritos, los árboles marcados, los tambores, la venganza y la filosofía de los chatarreros. Todos los gitanos quieren ser chatarreros de mayores, pero, ¿qué ser en la vida cuando no eres más que un duelo sin curar? La ignorancia es una enfermedad que hace cíclico al mundo. Si la película se basaba en un invento truffoniano para pasar a ser una imitación picaresca de la mejor literatura española, para luego convertirsse en puro neorrelismo, pasando por una serie de gestos bressonianos, la dinámica del film desemboca en un invento de Jacques Tourner y su sobrecitada obra I walked with a zombie (1943). Al final de cierto fotograma, Isra descubre que está muerto y que sólo puede ejercer el oficio de los fantasmas, para los cuáles, el agua es la libertad y el miedo es la pérdida del amor. Brilla una escena en medio del film donde los protagonistas navegan en una lancha como reyes del Olimpo, imaginando poder ser ladrones y huir de la miseria. El sueño de irse lejos para vivir es el sueño de aquellos que están muertos. Isra es un fantasma que sueña con un atajo que le lleva a la libertad: piensa en un helicóptero, en una moto, en un coche; trabaja en un desguace lleno de posibilidades, de pensamientos, de ideas, de juegos mortales. Un cementerio de errores. Su vida es una fuga de Bach. Pero él no sabe quién es Bach. Dirime sus reflexiones entre las armas de verdad y las armas de mentira, caminando como un zombie en el desguace de la locura, sometido por los tatuajes como un chamán. Habla de los extraterrestres con sus hijas, de E. T., de Disneylandia, de los piratas de la china, de los marcianos del fin del mundo. Genera ilusiones a otras infancias, se distrae, regatea el obstáculo pero, la torre, la marisma, el tráfico y la desesperación le llevan, inevitablemente al infierno del trabajo, al dilema contemporáneo, a la piedra angular capitalista: si no tienes dinero eres nadie. Un fantasma. La identidad de Isra se desvanece en la religión de los alucinados donde la misión es purificarse y alabar a un dios supremo y único, pero las drogas son una religión más poderosa que cualquier pentateuco y ellas le llevan a contar la verdadera historia de su padre a Cheíto, el quid de la cuestión de toda la trama construida desde La leyenda del tiempo, uniendo dos extremos invisibles, agotando el duelo. Como en Banda aparte (1964), una escalera larga lleva a la muerte; Isra lo sabe y no deja de subir por esa escalera. Al final, como en la primera parte, todo acaba en un árbol, en el árbol del tiempo donde se cierra la mente, donde se pierde la memoria y se reflejan los traumas que serán los destinos fatales, tatuando en la naturaleza las pesadillas del cambio para que a nadie se le ocurra jamás, salir de nuevo de la infancia. 











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