viernes, 18 de noviembre de 2022


 

 

THE SQUARE
(2017)

Ruben Ostlund

 


¿Por qué le cuesta tanto a los cineastas hablar de arte? Tal vez es una vulgaridad explicitar algo sagrado o quizás, un desmesurado acto de soberbia. El mundo del arte contemporáneo y concretamente el que atañe a los museos estatales bautizados con dichos tropos, es un asunto espinoso, pues ¿qué es lo contemporáneo del arte contemporáneo? La película de Ostlud comienza con valentía abordando este tema directamente, evadiendo la respuesta en un galimatías, subrayando que todo, en definitiva, como también le ocurrió a la Escolástica, se trata de un embrollo lingüístico donde los conceptos se han adueñado de los espacios. Hoy, toda obra, sea de la naturaleza que sea, tiene una apariencia conceptual; otra cosa es que finalmente lo sea. En esta dicotomía del parecer y el ser, Ostlund, lamentablemente elige la primera, dejando caer a su película en una sopa de frivolidad que va desgajándose a sí misma hasta desactivarse. Cuando uno ve que un film como este ha sido galardonado por Cannes, comienzan a volar sobre las cabezas ciertas sospechas. Las palmas de oro del festival francés suelen ser fatales bagatelas: Elephant (2003), El niño (2005), El árbol de la vida (2011) o la La vida de Adèle lo confirman con creces. Así, ¿toda película estrenada en una sala de butacas se convierte en cine? o como se plantea en The Square: ¿todo objeto colocado en un museo se convierte en arte? Vivimos en un mundo postduchampiano donde la verdad y la mentira han fracasado. La mantequilla de la frivolidad y el cinismo cubre nuestras conciencias y hace reprimir los sentimientos y las emociones. Lo que parece una cosa, es otra. El famoso urinario de 1917 firmado por Richard Mutt y expuesto por Marcel Duchamp, abrió la caja de Pandora y el arte quedó embrujado para siempre entre el indiscernible, la copia, el infraleve y el original. Todo parece lo mismo y a este juego se ha apuntado hasta el más tonto. Desde aquello, hace ya más de un siglo, ya nadie entiende el valor de las cosas y se deja llevar por las tendencias. El film de Ostlund es una tendencia, una moda a la sueca, un cacho de tela pretendiendo ser cachemir sin ser más que un pobre plástico. La oportunidad de reflexionar sobre un asunto tan providencial como lo es en la actualidad, nuestra relación con el mundo de los objetos artísticos, se pierde en un espectáculo circense y ridículo lleno de clichés y música techno, alta burguesía y buenos modales. El intento de ridiculización por parte del cineasta del panorama expositivo y comisarial se vuelve contra él mismo, al enredarse en un tono infantilizado del asunto, desviando la atención de lo verdaderamente capital, dejando que la cinta se muera por sí misma, mientras el público ya está enterrado de sueño en el cementerio del aburrimiento. Al final, el objeto queda sin definir, sin abrazar y la broma infinita continúa imperturbable. A estas alturas, a uno le da por pensar en la razón por la que Ostlund, en vez de tomar como modelo la artística actitud de su compatriota Ingmar Bergman, prefiere una estética publicitaria llena de diabluras vagas y efímeras que nada aclaran y que poco entretienen. El cine de hoy es un parque de atracciones del que se sale frustrado, con las manos vacías.

Sólo la apariencia parece brillar en lo contemporáneo.


 


 

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