martes, 18 de junio de 2013






LA SONRISA DE NANOUK

Flaherty




Cuando Víctor Erice habla de la importancia decisiva que representa la milagrosa sonrisa esbozada por Nanouk -el gran protagonista del film de 1922 rodado por el norteamericano Robert Flaherty-, Erice no está hablando de otra cosa que de la esencia cinematográfica, el misterio que todos los filmakers buscan, incluso los menos acertados. Esa presencia de realidad pura es casi imposible de filmar y por eso, cuando un cineasta la encuentra, sabe que ha llegado a una cima de la experiencia del cine. Cuando Víctor Erice habla de esa sonrisa, también está hablando de los ojos de Ana Torrent, de las lágrimas y las manos del chico de The Kid de Chaplin, está hablando de los aristócratas durmientes de Á propos de Nice, del valiente Timothy Treadwell bañándose feliz con los osos grizzlies en los ríos de Katmai, está hablando del rostro de Giulietta Masina bailando con espíritus, de Michel Simón eructando en una casa consistorial, de Anna Karina paseando por la orilla de un río sin saber qué hacer, está hablando de la risa balbuceante de Leopoldo María Panero, de la sonrisa de Tarkovski en su lecho de muerte, del supuesto cineasta de Close-up de Kiarostami explicando porqué quiso ser otro, de Bob Dylan diciendo I don´t believe you en un escenario, de los rostros del desierto en Passolini perdidos en la eternidad, de las tres niñas suecas de Sans Soleil paseando de la mano por el campo, protegiendo su inocencia.
Es muy difícil llegar a cualquiera de estos momentos, ya que estos momentos son el cine y el cine es muy difícil de encontrar porque se escapa, porque es la fruta prohibida más allá del umbral. Erice lo sabe porque se ha encontrado en ocasiones con él, con el cine y ha querido filmarlo el mayor tiempo posible; pero el cine no dura mucho o al menos, no dura lo que desearíamos y se rebela, explota, desaparece. La cosa es así de extraña y seguramente por eso se sigue filmando o como dice Godard, por eso la gente sigue yendo al cine: porque no hay reglas y nadie sabe muy bien qué puede aparecer en la pantalla.
Seguimos enganchados al calor del asombro.
La historia del asombro, de la contemplación.
Cuando Erice se queda hipnotizado mirando el rostro de Nanouk mientras lanza su arpón, no sólo ve al esquimal, sino que está mirando también la cara de Joe Dallesandro en Trash o en Flesh fumando en la calle la hierba de dios, está mirando los golpes que Jean Paul Belmondo lanza en el aire como si pudiera alcanzarlo, ve la capa de Orson Welles apunto de desaparecer de la escena, ve el rostro de Klaus Kinski sobre una balsa llena de monos, navegando a la deriva en el Amazonas, sintiendo cómo todo se destruye, cómo le devora la selva mientras su mirada se pierde, ve a Buster Keaton saltando de un tren porque está enamorado, ve a Vanda filmada por Pedro Costa con su hijo en la cama, enganchada a la locura, ve a Marlon Brando acariciando una paloma en el ático, ve a Joris Ivens intentando filmar lo imposible, a Jean Marie Straub discutiendo con Danielle Huillet por el instante de un rostro o a Renée Jeanne Falconetti en esa milagrosa película de Dreyer de la que tan poco se habla.
Y esto no es nostalgia del cine, y esto no es historia del cine.
Que se mueran todos los manuales y todas las teorías.
El cine no tiene reglas, sólo se revela y nadie sabe cuándo.
Pero nadie quiere aceptarlo.
Y por eso los niños y por eso el amor, y por eso los esquimales.
Y por eso Robert Flaherty -como Erice o Dreyer o Bresson- no pudo filmar más que unas cuantas películas, regalándonos lo más precioso de la existencia de la manera más sencilla, el tesoro del cine en unos cuantos momentos imposibles donde algo se revela, por fin. Imagino cuando Flaherty conoció a Nanouk y vio en sus ojos el cine, estoy seguro de que fue lo mismo que Raymond Depardon vio en Nueva York por primera vez o cuando John Ford puso sus pies en las llanuras del Gran Cañón para encontrarse a John Wayne. Billy Wilder lo buscaba en Marilyn, pero Marilyn lo encontró en Huston (The Mysfits) y Truffaut se obsesionó con que estaba dentro de Antoine Duanel, pero no siempre se consigue, aunque lo intentes toda la vida.
Bukowski lo repite una y otra vez: no sólo vale con intentarlo. DON´T TRY.
Por eso Barbet Schroeder consiguió filmarle y vimos que Bukowski era real y no sólo un libro y no sólo historias, sino un hombre de habla y que bebe, donde se puede comprobar que su sonrisa se parece mucho a la de ese esquimal de Alaska que se llamaba Nanouk, donde de alguna manera, empezó todo, otra vez.

Y esto no es historia, es cine y el cine sigue por ahí, bailando a nuestro alrededor, para siempre.









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