sábado, 15 de febrero de 2020





MISTERIOS DE HOLLYWOOD
Maneras cutres de dominar el mundo

Spider-Man: Far from Home  
(2019)

John Watts






A pesar de su más que evidente factura kitsch, la última entrega de la infinita saga de Spiderman contiene un elemento paradójico lleno de ambigüedad, cargado de inquietud. Esta película multigénero engaña al espectador desde su mismo inicio. La trama se presenta como un producto festivoadolescente, lleno de banalidades e infantiladas, relaciones convencionales chico-chica, empleando el elemento del héroe oculto como premisa principal. A través de pequeños engaños, el público se va dando cuenta de que el director inicia un juego narrativo sin precedentes en la interminable saga Marvel: contar la historia del héroe ha quedado obsoleta y manida, lo que fuerza a inventar un artefacto visual de una versatilidad inusitada para presentar la hazaña de una forma nueva, distrayendo al espectador con la mezcla de géneros, urdiendo entre bambalinas un truco sorprendente. La tonalidad del film muta, se disfraza como un camaleón, descubriendo capas de la verdadera cebolla, oculta en el boscaje del verdadero objeto del film. No es baladí que el personaje que encarna el conflicto se haga llamar Dr. Misterio, ¿pero qué clase de misterio mantiene en vilo la película? Trampantojos, conflictos imaginarios, contrasentidos, ilusiones. A la vez que se avanza en la historia, uno se siente más en una función de magia. Para hacer más clara la idea, imaginemos a Misterio no como un personaje más de tebeo sino como una metáfora sintética (kitsch) de toda la avalancha del cine de superhéroes, una metáfora autoconsciente de su desgaste, sabedora de su agotamiento, del próximo fin de su eficacia: ¿qué hacer? Llegado a este punto, no hay otra que mostrar sus trucos, venderse al público para seguir encandilándolo una vez más, exhibir la vulgaridad como virtud, correr el telón. Así, explicar el funcionamiento de las ilusiones se convierte en el tema principal de la película, pero también en una impúdica y extraña confesión del cine digital norteamericano sobre el mecanismo de sus diabólicas herramientas, con el fin de vulgarizar el placer, ¿qué se muestra hoy en el mundo de lo audiovisual-comercial-industrial?, ¿qué se exhibe en las salas de cine en la era del decadente capitalismo virtual?, ¿hasta qué punto el público vive atrapado por una carencia de imágenes reveladoras y originales, paralizado por la repetición sistemática de argumentos y formas, por la desmitificación de las imágenes? 
En dos momentos de la película, la desesperación ficcional del director hace llegar al radicalismo de la alucinación visual, adentrando al espectador en laberintos alegóricos y pesadillescos sin salida, por cierto, fascinantes e inútiles, ¿es la realidad ausiovisual del presente una alucinación elaborada para esclavizar a los sentidos y paliar las emociones? ¿O quizás no es todo un gran videojuego sin profundidad en la que la fascinación hipnótica de los efectos es el único aliciente?, ¿no será el efectismo la nueva corriente que llevará al desgaste definitivo de una fórmula superindustrial? ¿Se acabó la era de la propaganda hollywoodiense y están empezando a vender los entresijos de su circo? El conjunto masivo de films fantásticos y evasivos emitidos en las últimas dos décadas, ha formado una red de caminos selváticos y erráticos donde el imaginario común se pierde, creyendo avanzar cuando en realidad se topa contra su mismo absurdo. La broma infinita se va haciendo finita. Se nota en los sutiles mensajes que el director lanza al espectador, generando una nueva (o poco común) dimensión fílmica en la industria comercial: la reflexión. La confesión de ciertos pecados capitales, el desarme parcial del artefacto y el afán de desmantelar la ficción, se convierte en un leitmotiv inquietante que parece atentar contra la misma película, revelando los secretos más celosos de una industria que hoy vive de la posproducción virtual. Por un momento, uno llega a pensar que han decidido ser sinceros con su público esclavizado; por otro, a uno le da por concluir que han rebasado el límite de la decencia y que en su filosofía del vale todo, han llegado a la conclusión de que la fuerte insensibilidad que ellos mismos han fraguado durante décadas en el patio de butacas es tal que pueden hacer lo que quieran, pues nadie se va a sentir aludido, nadie se va a quejar. Como ejemplo, la frase final del Dr. Misterio es digna de enmarcarse en marco de oro puro: "Quise crear algo de verdad, hoy que la gente se cree cualquier cosa". 

viernes, 7 de febrero de 2020




LAZZARO FELICE
(2018)

Alice Rohrwacher




¿Qué piensa Lázaro?, ¿qué siente Lázaro ante el mundo?, ¿por qué es atractivo este personaje para el espectador? Decía Robert Bresson que un actor sólo podía hacer un papel en su vida, una interpretación del mundo, emitir una única y exclusiva mirada sobre las cosas, basado en la idea de que no se puede representar a los demás sino solo y en todo caso, a uno mismo. Este el caso de Adriano Tardiolo, un actor desconocido para el mundo del espectáculo que vive en la pantalla bendecido por una naturalidad prodigiosa al estilo de Emmanuel Schottè en La Humanidad (1999) o del pequeño Israel Gómez de La leyenda del tiempo (2006). Son todos ellos una especie de santos fílmicos, autores de una sola obra, de un solo momento cinematográfico que se va haciendo eterno a medida que habitan la pantalla, en función de su desmesurada habitabilidad dentro de las cuatro esquinas de la lona. Existen seres que milagrosamente encuentran su lugar en el mundo, su objeto preciso y en el cine, cuando se encuentra a uno de estos entes casi imposibles -casi imaginarios- llenos de verdad y emoción, capaces de encarnar la inocencia perdida y la ingenuidad más irrefutable, entonces y sólo entonces se realiza el ideal bressoniano del actor.
Lazaro es un personaje que al igual que la fabulosa Gelsomina de La strada o el increíble Fernando Ramos da Silva de Pixote: A Lei do Mais Fraco (1981), transmite una infancia imperecedera, una forma de ver las cosas a través de un cristal transfiguratorio digno de los cuadros de Rafael. El ambiente naif que la cineasta Alice Rohrwacher consigue instalar en sus imágenes alrededor de Lázaro, enriquece el milagro, dotándolo de un sentido onírico y lírico de una austeridad épica, casi legendaria. Consigue no caer en el infantilismo de directores como Wes Anderson o Michael Gondry, o en la dulcificada utopía de Capitán Fantástico (2016) o el patio de recreo de Hook (1991); no se trata de divinizar los filmes protagonizados por niños o jóvenes, ni de santificar la infancia... películas como Lazzaro felice aportan una presencia distinta, una revelación como lo fue en su día Enrique Irazoqui cuando Pasolini le ofreció protagonizar El evangelio según San Mateo (1964). Parece que el don de un director, la gracia de una película, depende en gran medida de un sexto sentido -explicado por Humphrey Bogart en su papel de cineasta en irregular pero afamada La condesa descalza (1954)-, una intuición que hace ver en las personas una luz especial, una fotogenia del alma que si se consigue filmar, brilla por sí misma, creando formas sagradas. En el frágil mundo  de la interpretación, todo esfuerzo exagerado, toda deformación convulsiva es pagada con la falsedad, con la inverosimilitud. Así, una interpretación tan rousseniana como la de Adriano Tardiolo, podría salvar a casi cualquier película y maquillar las debilidades o imperfecciones en que los films suelen caer por motivos comerciales o falta de talento. En su caso, Alice Rohrwacher lo hace casi todo bien, planteando una estética a mitad de camino entre el absurdo de un Yorgos Lanthimos, un Fernando Arrabal y un Fellini, dejando una distancia justa entre el espectador y el protagonista, un espacio suficiente para asimilar el áura emitida por los movimientos de Lázaro, por sus gestos, sus miradas, su pensamiento salvaje. Interesa menos cuando se acerca al costumbrismo neorrealista, a las películas de Berlanga, Ken Loach o De Sica y de hecho, el final se enturvia con fenómenos pseudoespirituales demasiado newage, con guiños muy estética indie, muy de imaginario hippie. Salvando estos pecados, se podría afirmar que Lazzaro felice se erige como un monumento del nuevo siglo, un hito fílmico de referencia al que acudir en estos momentos tan complicados para un arte como el del cine al que los sistemas capitaloides quieren hacer desaparecer, convirtiéndolo en una pobre imagen televisiva, en una serie fruslera llena de conservantes y colorantes.





   






LA STRADA

(1954)
Federico Fellini

LA FUGA DE LA BELLEZA 
EN EL MUNDO MODERNO


 
“De cien películas hay una que no está mal, otra que es buena y noventa y ocho que son pésimas. La mayoría empiezan horrible y continúan peor; si te resultan creíbles las acciones y los diálogos de los personajes, es que eres capaz de creerte que las palomitas de maíz que te estás comiendo albergan también algún significado”1. Estos casuales versos de Bukowski ponen en claro una ley universal de la creación, una constante aplicable a las artes desarrolladas a partir del siglo XX, por la que la abundancia y la democratización de los objetos culturales y artísticos conducen a un estado generalizado de banalidad. La ley que menciona el poeta, es la ley invisible que sostiene la imperturbable idea de que en realidad, en el gran relato de la Historia del Arte, han existido muy pocos artistas verdaderos. En el arte, las únicas obras respetables son las necesarias. Todo lo caprichoso, lo puramente estético, lo anecdótico y superficial sólo responden a la inercia de la moda y la tendencia, a la artesanía, a la imitación de formas corrompidas y a la concepción del fenómeno como una fábrica o fotocopiadora. Esto, entre otros, ya lo anunciaron Benjamin, Baudelaire y Baudrillard (las tres bes del paroxismo crítico) y que los nuevos siglos estarían (y siguen estando) condicionados por la copia, el simulacro y la repetición masoquista que ha acabado vaciando el alma del ser humano hasta dejarlo en estado catatónico. El nihilismo y el escepticismo reinantes en el corazón del viviente actual, han llevado por pura lógica a una filosofía vital relativista -alimentada por los movimientos post- poco recomendable para la supervivencia emocional de una especie, la cuál, pese a quien le pese, no está tan cerca del apocalipsis como algunos desearían. El arte siempre va por delante de la vida, pues los verdaderos artistas son poetas y los poetas son, por definición, visionarios; una singular curiosidad les hace ir un poco más allá de lo convencional, su extraña voluntad les empuja a descubrir lo desconocido y revelar en claves enigmáticas un porvenir imprevisible. Pero por desgracia, el mundo del arte ha sido secuestrado por el mercado, la moda, la industria, la bolsa, el ecologismo, la política, la sociedad; hoy todo parece ser lo mismo, igualado a la misma terrible vulgaridad. Todo debe ser vulgar para que nada tenga una trascendencia, un valor mayor al de una moneda o un chiste. Hoy, el mundo del arte -con ayuda de los media, la publicidad y la diarrea crónica de las redes- cree haber conseguido lo que quería: falsear la verdadera función de la belleza, sustituyéndola por un juego bursátil e infantil en torno a las meras apariencias, lo cuál no es nuevo; el arte contemporáneo se ha dejado llevar hasta ese callejón sin salida desde hace ya más de medio siglo. Como ejemplo, sólo hay que echar un ojo al tono de la obra de reputados artistas como Kenneth Nolan, Pipo Hernández, Rosenquist, Sherrie Levine, Jean Helion, Keith Haring, Kenny Scharf, McCollum, Phillip Taaffe, Bertrand Lavier, David Reed, Gilbert&George, Francesco Clemente o Terry Winters para darse cuenta del fracaso emocional que anunciaban sus materializaciones y que hoy se ha hecho carne viva al traspasar el espejo y ocupar todos los espacios y todas las mentes, configurando el mundo de la indiferencia y en definitiva, del vacío.

El mundo del arte no es en sí el arte y por eso, tras la Segunda Gran Guerra (1939-1945), se inician diferentes caminos estéticos para abordar un mundo en ruinas lleno de desesperanza y miedo: en concreto, en el mundo del cine, precursoras películas como Hallelujah (1929) de King Vidor u Ossessione (1942) de Visconti, inspiran o convencen a espíritus enormes de posguerra como Rossellini, Vittorio De Sica, Lattuada y en gran medida, al visionario guionista Cesare Zavattini,(Teresa Venerdi, 1941; El limpiabotas, 1946; Ladrones de bicicletas, 1948), el cuál podría considerarse como el ideólogo del famoso movimiento neorrealista. Zavattini, radicalizando sus principios y entusiasmado por el descubrimiento de lo real, propuso desnovelizar el cine, documentalizando la realidad, en un intento de destruir las artificiosidades ficcionales creadas por los grandes estudios, condenando al séptimo arte a una concreta captación de hechos -una especie de regreso a los Lumière en un sentido totalmente literal- que él intentaría llevar hasta sus últimas consecuencias en Italia Mía, un filme jamás realizado -aunque sí previsto para el año 1951- en el que se propuso filmar ochenta minutos consecutivos de la vida de un hombre común. Para llevar a cabo sus proyectos, realizaba encuestas colectivas e intentaba incluir testimonios reales, adelantándose a lo que luego sería el estilo televisivo o telerrealidad y que inspiraría a un joven Pasolini en su vibrante experimento sociológico Comizi d'amore (1964). A pesar de las inmensas ambiciones de Zavattini de llegar a un cine utilitario, el verdadero héroe del triunfo neorrealista no fue él sino Roberto Rossellini, un joven cineasta romano que desde sus primeras películas (Roma, ciudad abierta, 1945 y Païsa, 1946) -apoyándose en el realismo soviético, el verismo italiano y el documentalismo británico- consiguió una nueva fórmula de hacer cine que mezclaba el clasicismo con el cine directo, que ponía en contacto a las grandes estrellas con actores aficionados y a los escenarios reales con representaciones ficticias que conseguían conjugar los dos mundos, la vida y el arte, la verdad y la mentira, en pos de una nueva humanidad, una nueva moral. Si algo hay que agradecer a Rossellini es el haber sido el cineasta humanista más importante de la historia fílmica, el primero que, tras el desastre, supo repensar el arte y volverlo humano, desenterrando las sombras de los seres, filmándolas de nuevo para que el mundo volviese a tener sentido: sólo cuando alguien tiene la posibilidad de mirar algo, aquello puede llegar a tener un significado; mientras pase desapercibido, queda olvidado en la nada. Por dicha razón y aunque sólo sea por esa, el cine es esencial para imaginar al nuevo hombre que se avecina: el ser moderno.

Se hace muy curioso descubrir que el final del neorrealismo, o mejor dicho, su superación, vendría de la mano de uno de los fieles guionistas de Rossellini, Federico Fellini, joven gagman, dibujante autodidacta, llegado desde Rímini a Roma en 1939, aficionado a los viajes, a las fugas y sobre todo, al mundo del circo. Fellini fue desde su juventud un ser desapegado; coqueteó tanto con el vitellonismo existencial como con el mundo del teatro hasta desembocar en el oficio de los guiones y comenzar a demostrar un agudo ingenio y un especial lirismo, dones que le darían la oportunidad de dirigir su primera película, Luces de variedad (1950) donde comenzaría a desarrollar su obsesión por el tema del espectáculo y los sueños, el vagabundeo, los arquetipos y el humor. En esta primera película ya se nota la influencia de un famoso film de los años 30’, Luces de la ciudad, una de tantas maravillas chaplinianas de las que siempre se alimentaría el resto de su obra: por ejemplo, El circo (1928) o Candilejas (1952) serán dos de sus referencias favoritas. De Rossellini heredó la moral y el rigor, el amor por lo humano; de Lattuada, el refinamiento y lo maravilloso; con De Sica comprendió lo mágico y por último, de Zavattinni entendió que un hombre puede equivocarse y hacer errar a los demás cuando está cegado por un fanatismo mesiánico, por una falsa idea pragmática. Aunque parezca mentira, Fellini fue el único director que se dio cuenta del callejón sin salida del neorrealismo y por eso, en tan solo cuatro años -y algo más de tres películas- logró filmar La strada (1954), una película para la eternidad que cambiaría su cine en particular y el mundo del arte para siempre.

El proyecto inicial tuvo muchas dificultades para llevarse a cabo, pues entre otras cosas, la mayoría de los productores lo tacharon de anticomercial, de capricho melodramático, de rara avis; la resaca neorrealista había terminado y en Italia se regresó a las comedias banales y frívolas. A pesar de ello, Fellini consiguió convencer a los productores Dino de Laurentis y Carlo Ponti gracias a la fuerte personalidad y originalidad inaudita que le harían famoso en el futuro; el film fue protagonizado por Anthony Quinn (el forzudo Zampanó) y Giullieta Masina (el clown Gelsomina) -con la cuál el cineasta se había casado en 1943-, aportando a la obra, quizás, la mejor y más especial de las actuaciones de sus carreras. En toda la filmografía de Fellini no existe una película similar: es la única entre todas las suyas que goza de una pureza y un minimalismo milagroso, muy alejado del barroquismo que comenzará a manifestar a partir de Otto e mezzo (1963) y que en ciertos momentos le llevará a la desmesura y la confusión. La Strada es un poema fílmico, una fábula de haluros milagrosos que ofrece al público la honorable oportunidad de la emoción, cuestión excepcional en esta era de asepsia generalizada. Hoy el arte y en concreto el cine, está exento de este elemento providencial, de este regalo sobrenatural que viaja para decirlo todo de todas las cosas, que recorre el interior de las almas hasta volver a ponerlas en marcha y que luce en lo alto de las conquistas humanas como su mayor logro. Si el arte existe, debe ser luminoso; si la luz cura, debe ser milagro. El poeta es ese ser insignificante que vive para conocer el amor pero también para darlo, un ser anónimo pero necesario para que todo sobreviva, para que la alegría reine, para que las cosas recobren su sentido primordial y la belleza se manifieste. El poeta vive en la palabra y por la palabra, pues a partir de ella todo vuelve a existir; al nombrar las cosas, la realidad regresa de otra manera. Así, Fellini reinventa el neorrealismo una década después de su brillante nacimiento y se desvía por voluntad como un cometa salvaje, a través de una senda desconocida que sólo él puede surcar y que lleva su nombre. Con La Strada, Fellini sublima las ideas clásicas del cine e inaugura muchas de las modernas: une el costumbrismo a lo fantástico, lo lírico a lo vulgar, lo divino a lo humano, inventa a Gelsomina -una especie de mezcla entre Jackie Coogan en The kid (1921), Toshiro Mifune en Los siete samuráis (1954) y el primer Charlot-, la nostalgia del circo, la sublima la poesía fílmica. Ya en Francisco, juglar de dios (1950) había tenido la oportunidad junto a Rossellinni de explorar los espacios místicos del ser, pero no hasta la profundidad que le ofrecieron elementos tan prodigiosos como el personaje de Gelsomina, la melodía esencial de Nino Rota, la brutalidad inherente de Zampanó y la locura de Matto. Fellini crea y combina estos arquetipos fundamentales para entender el proceso que lleva a la poesía, que funda el arte. El ser marginado, el viaje, la aventura, el humor, la representación, la imaginación, la revelación, el amor, el misterio y la muerte, en resumen: el nacimiento y fuga de la belleza.

Más de sesenta años después, esta pequeña cinta demuestra que el cine, si es necesario y verdadero, es también inmortal y que la inmortalidad si se contempla y se transmite, puede llegar a ser real. Así, el mundo del arte queda dividido en dos a partir de esta clase de obras: el verdadero y el falso. El falso, llevado por su inercia hacia las apariencias y el hiperrealismo, acaba desembocando en una negación de él mismo, en el tedio, en el readymade que habla de su propia destrucción, convencido de su particular fatalismo. En cambio, el arte verdadero, tenga la forma que tenga, siempre es diferente y emocionante, siempre alimenta, se hace inagotable, bello. Lo falso posee la maldición de la finitud, condenado por su naturaleza antiespiritual y su grave falta de originalidad. Lo verdadero siempre es nuevo porque tiene el don de lo infinito, de los innumerables atributos, de la simplicidad de lo divino. Fellini concentra en su diminuto circo metafísico el problema de la belleza con su relación con la humanidad y acaba admitiendo que esta, es capaz de abandonarla aún a sabiendas de que nunca será feliz sin ella. El pecado mortal del arte contemporáneo radica en la ausencia de la belleza, en la ausencia de la verdad, en una confianza ciega en la realidad y una tremenda falta de fe en la imaginación; es curioso sentir cómo esta última palabra se ha convertido en la época actual en una especie de tabú que alguien sigue empeñado en desterrar para siempre, no se sabe si para permitir que la banalidad y el materialismo sigan ocupando su lugar, desesperando a la humanidad con su vacío, su frialdad y su perverso juego o si sólo es porque le tienen miedo. Recuerden las palabras iniciales de este texto, recuerden que el poeta siempre dice la verdad, váyanse a dar un paseo por la playa cuando la brisa corra y haga volar las sábanas tendidas en la orilla; entonces, esperen a escuchar la canción de los tiempos, la melodía que les hará vivir para siempre. Siempre que les sea posible, vayan a ver La Strada a una sala de cine -allí se ven más cosas- para comprobar cómo los seres humanos pueden obrar milagros y construir sueños, sentir que nada está perdido, que aún existen la emoción y el amor, que estamos rodeados de divinidad y que la confusión sólo es una apariencia… y entonces esperen un poco más, justo hasta la palabra Fin y, antes de que enciendan las luces y las lágrimas les mojen la piel al darse cuenta de que la belleza no puede desvelar su último secreto, escucharán los aplausos del público, aplausos a los que ya no están acostumbradas las salas de cine; una celebración reservada hoy sólo para lo necesario, para lo verdadero.