viernes, 7 de febrero de 2020




LAZZARO FELICE
(2018)

Alice Rohrwacher




¿Qué piensa Lázaro?, ¿qué siente Lázaro ante el mundo?, ¿por qué es atractivo este personaje para el espectador? Decía Robert Bresson que un actor sólo podía hacer un papel en su vida, una interpretación del mundo, emitir una única y exclusiva mirada sobre las cosas, basado en la idea de que no se puede representar a los demás sino solo y en todo caso, a uno mismo. Este el caso de Adriano Tardiolo, un actor desconocido para el mundo del espectáculo que vive en la pantalla bendecido por una naturalidad prodigiosa al estilo de Emmanuel Schottè en La Humanidad (1999) o del pequeño Israel Gómez de La leyenda del tiempo (2006). Son todos ellos una especie de santos fílmicos, autores de una sola obra, de un solo momento cinematográfico que se va haciendo eterno a medida que habitan la pantalla, en función de su desmesurada habitabilidad dentro de las cuatro esquinas de la lona. Existen seres que milagrosamente encuentran su lugar en el mundo, su objeto preciso y en el cine, cuando se encuentra a uno de estos entes casi imposibles -casi imaginarios- llenos de verdad y emoción, capaces de encarnar la inocencia perdida y la ingenuidad más irrefutable, entonces y sólo entonces se realiza el ideal bressoniano del actor.
Lazaro es un personaje que al igual que la fabulosa Gelsomina de La strada o el increíble Fernando Ramos da Silva de Pixote: A Lei do Mais Fraco (1981), transmite una infancia imperecedera, una forma de ver las cosas a través de un cristal transfiguratorio digno de los cuadros de Rafael. El ambiente naif que la cineasta Alice Rohrwacher consigue instalar en sus imágenes alrededor de Lázaro, enriquece el milagro, dotándolo de un sentido onírico y lírico de una austeridad épica, casi legendaria. Consigue no caer en el infantilismo de directores como Wes Anderson o Michael Gondry, o en la dulcificada utopía de Capitán Fantástico (2016) o el patio de recreo de Hook (1991); no se trata de divinizar los filmes protagonizados por niños o jóvenes, ni de santificar la infancia... películas como Lazzaro felice aportan una presencia distinta, una revelación como lo fue en su día Enrique Irazoqui cuando Pasolini le ofreció protagonizar El evangelio según San Mateo (1964). Parece que el don de un director, la gracia de una película, depende en gran medida de un sexto sentido -explicado por Humphrey Bogart en su papel de cineasta en irregular pero afamada La condesa descalza (1954)-, una intuición que hace ver en las personas una luz especial, una fotogenia del alma que si se consigue filmar, brilla por sí misma, creando formas sagradas. En el frágil mundo  de la interpretación, todo esfuerzo exagerado, toda deformación convulsiva es pagada con la falsedad, con la inverosimilitud. Así, una interpretación tan rousseniana como la de Adriano Tardiolo, podría salvar a casi cualquier película y maquillar las debilidades o imperfecciones en que los films suelen caer por motivos comerciales o falta de talento. En su caso, Alice Rohrwacher lo hace casi todo bien, planteando una estética a mitad de camino entre el absurdo de un Yorgos Lanthimos, un Fernando Arrabal y un Fellini, dejando una distancia justa entre el espectador y el protagonista, un espacio suficiente para asimilar el áura emitida por los movimientos de Lázaro, por sus gestos, sus miradas, su pensamiento salvaje. Interesa menos cuando se acerca al costumbrismo neorrealista, a las películas de Berlanga, Ken Loach o De Sica y de hecho, el final se enturvia con fenómenos pseudoespirituales demasiado newage, con guiños muy estética indie, muy de imaginario hippie. Salvando estos pecados, se podría afirmar que Lazzaro felice se erige como un monumento del nuevo siglo, un hito fílmico de referencia al que acudir en estos momentos tan complicados para un arte como el del cine al que los sistemas capitaloides quieren hacer desaparecer, convirtiéndolo en una pobre imagen televisiva, en una serie fruslera llena de conservantes y colorantes.





   





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