miércoles, 12 de octubre de 2022

 

 
 
EL PÁJARO SIN PIES DE LA INDIA

Un texto sobre Bande à part (1964) de J-L. Godard 





Cuentan los biógrafos que Anna Karina, tres días antes de comenzar el cuarto rodaje junto a su marido, había estado internada en un centro psiquiátrico. El motivo: su tercer intento de suicidio. Teniendo este dato, se hace aún más significativa su interpretación en Bande á parte, donde da vida a una adolescente inocente, aniñada y soñadora, ¿intentó volver la actriz a la infancia como compensación a la pérdida del hijo que había concebido años antes junto a Godard y que perdió fatalmente? Y más aún, ¿no intentó Godard a modo de chamán, involucrarla en una ficción fabulosa con la esperanza de volver a recuperar su mente enferma? Sea así o no, la música de Michel Legrand suena en el aire y suena para adentrarnos en una historieta pulp de Dolores Hitchens, un argumento barato de finales de los cincuenta que Godard aprovecha para dar rienda suelta a la barra libre de la imaginación. El atronador sonido del tráfico cesa y la mente del público viaja en melodías evanescentes que abren puertas inesperadas e invisibles, transportando el espíritu hacia el alma y el alma hacia el cine. Godard, como casi nadie, era capaz de evocar de la manera más simple, sus ambiciosas intenciones de escanear el cerebro del espectador y generar una página en blanco donde sellar ciertas ideas, ciertas palabras y ciertos mensajes, pues no es ningún secreto a estas alturas que la obra godardiana es una piñata de paradojas, ingenios y bromas cool, muy adelantadas a una época aún encartonada en las viejas costumbres y los polvorientos mitos. Godard fue una estrella fugaz, un cometa peculiar que pasaba por el cielo cada cierto tiempo para arrasarlo todo. Sus películas son hoy un testamento perenne de una voluntad privilegiada llena de contradicciones y conocimiento. Bande á part es una de sus joyas iniciales, un diamante en bruto que demasiadas veces pasa desapercibida al estar muy cerca de hitos populares como El desprecio (1963) o Alphaville (1965), por no nombrar a la reina de bastos, Pierrot le fou (1965), de hecho, parece ser que Band á part fue una de las películas con las que Godard se entretuvo mientras conseguía dinero para filmar con Belmondo. Y menos mal que tardó en reunir la pasta unos dos años, pues así hoy puede existir Band á part, film milagroso que reunió el mejor reparto posible nunca imaginado: Karina, Brasseur y Girard, tres actores complementarios que funcionan como uno solo, emulando el triángulo amoroso de Truffaut (Jules y Jim, 1962), adaptando así por partida doble una historia que se vuelve original por sí sola convirtiendo lo clásico en algo moderno, tratando el amor prematuro desde tres aristas distintas que convergen en versos de Shakespeare y aventuras de Thomas Hardy. La influencia de lo anglosajón como elemento temático es una constante en el cine de Godard hasta 1968. Juega con el icono de Hollywood y el imperialismo yanki, retorciendo la idea de los mitos dorados del celuloide, sacando jugo a su inutilidad, pues recordemos que a pesar de su cariño por el mundo prebélico mostrado en las pantallas, Godard sabe que ya no puede ser, que esa realidad cinematográfica se ha esfumado y que hay que andar por otros caminos, quizás más ingeniosos y atrevidos, más, a fin de cuentas, nuevos. Así, durante el metraje, juega con ideas dispares: una película de un millón de dólares, la posibilidad de llegar a nada, envenenar a una viuda rica y quedarse su dinero y mil disparates por el estilo. Todas las ideas proceden del cine y se quedan en el cine. La obsesión de Godard en muchas de estas películas iniciales es la dificultad por financiarlas, miles de films imaginados en su cabeza que no tenían salida más que en el olvido. Por eso, él intenta construir una memoria, a estas primeras alturas, de sentimientos y emociones. Así, construye un teatro: Godard es un creador de personajes típicos de Bruegel: un orondo alumno que esconde una botella de licor en una caja en forma de librería, una profesora de inglés que les enseña el idioma a través de la literatura, un chico que su único sueño es conducir en la carrera de Indianápolis, otro que se llama Arthur Rimbaud o una chica que vive con una condesa en una mansión a las afueras de París. El crisol es deslumbrante y a la vez mínimal; parece un teatro de marionetas que Godard va moviendo a su antojo, mezclando estos espíritus irreales en medio de un montón de imágenes cotidianas y antropológicas del movimiento de la ciudad, de su caos inevitable, del desorden y el riesgo que conlleva habitar entre humanos atrapados dentro del laberinto. Vuelve a sonar la música de Michel Legrand, como si se pasase a una página nueva o al capítulo siguiente donde lo continuo y lo discontinuo van de la mano, donde los planos secuencia, los pasajes banales y las brillantes escenas van generando una psicología nueva, fresca, original, emparentada con la de Los carabineros (1963) donde el humor y la tragedia se hunden en la misma fosa. Ambas películas son de las más humildes y austeras de toda esta época inicial: a los personajes les gusta la Naturaleza no la cultura, la cuál odian con todo su alma. Son outsiders, personajes sin identidad social, sin futuro, con la cabeza llena de jazz y noticias leídas en un bosque. Durante el film se habla sobre 20 mil cadáveres ahogados en un río, sobre la inercia del mal, sobre un cuento de Poe, otro de un indio mentiroso y por último, de un pájaro sin pies procedente de la India. Las mil y una noches, ideas baudelerianas, sociología, poesía, filosofía y todo tipo de referencias pop se entrelazan en esta sopa de ajo que sabe a manjar, pues en ella hay muy poca ampulosidad y mucho existencialismo: los tres protagonistas viven el dilema del aburrimiento (¿qué hacer?, ¿qué hacer?) entre billares, cigarrillos y licores, cambios de posición y bailes de moda en modo bucle hasta conseguir la ácida presencia de la repetición. Godard, a partir de un punto de Bande à part incide en esta idea absoluta de la Nada, de habitar la nada, el vacío y la desesperación de vivir hasta preguntarse, ¿el sueño se está convirtiendo en mundo o viceversa? La única solución que Godard encuentra es la imaginación, la coreografía, el juego. El amor se convierte en un chantaje, en una frivolidad, en un pasatiempo pero entonces, ¿dónde van los sentimientos? Montados en la Nouvelle Vague, un ola que en realidad sólo fue surfeada por muy pocos -aunque otros muchos se apuntasen-, un tsunami donde resuena la voz de Godard, un personaje más, un narrador que ayuda a la historia a que avance, a que no se enquiste en nimiedades, en rollos, en clichés. Bande à parte es una de las películas de Godard más literarias en el aspecto de que él filma o intenta filmar como un novelista, de hecho, en un momento de la película, uno de los personajes se detiene en un puesto de libros del Sena y compra la novela Odile de Raymond Queneau, con lo cuál introduce el efecto de la la metaliteratura en el cine, pues la novela de Queneau es un sátira sobre los surrealistas, una burla que trata los temas de la vaciedad, la juventud perdida y el primer amor de una manera ligera, gamberra. Así, la adaptación se vuelve triple, pero suena la música de Michel Legrand y todo se vuelve único, sin igual, perfecto. De hecho, todo cuadra: la madre de Godard se llama también Odile, por lo cuál, por arte de birlibirloque, el cineasta ha coronado como madre a Karina que en la película también se llama Odile. La desconsolada Karina se ha curado a través de su personaje sin apenas advertirlo. Magia. Y entonces ella pregunta al espectador, ¿por qué necesitamos un plan? Sus dos compañeros quieren atracar a la condesa convirtiéndola a ella en una traidora, en una ladrona y a pesar de la bondad y el miedo de Odile, sus dos amigos acaban convenciéndola con la maravillosa técnica de ser felices, matando el tiempo de la mejor manera posible: corriendo por los pasillos del Louvre, deslizándose por los museos, cantando en el metro, conduciendo por el barro como locos, perdiendo la cabeza, enamorándose, mintiéndose unos a otros, robándose los sentimientos hasta hacerse daño; el daño de la juventud, ese falso estado de la vida donde todo vale y donde nada parece tener término. Suena jazz y ellos le piden las medias a Odile: se acabó el juego, se acabó la infancia. La escalera más larga del mundo sirve para alcanzar las pesadillas, para matar a la condesa y terminar la novela de una vez, pues la ficción se ha agotado y ya no hay más que decir. Godard, en esta fastuosa impostura, en este entremés de rastrillo, en este capricho para no sentirse del todo solo, consigue lo que ya no volverá a conseguir jamás: un sueño de entusiasmo, una verdadera revolución, un amor para siempre.
Y suena la música de Michel Legrand
 




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