miércoles, 13 de octubre de 2021



 
A Metamorfose dos Pássaros
(2020)

Catarina Vasconcelos
 
 

 
 
Existen películas que corresponden con colores o formas mas que con discursos o tramas. El cine no existe, en esencia, gracias a las historias sino a la realidad filmada que alimenta dichas estrategias de continuidad, de conexión con el otro. Todo lo que vemos en una pantalla, por vulgar que pueda ser, representa una inconsciencia fenomenológica, una descripción detallada de la existencia en su aspecto telúrico, externo. Así, la labor de los artistas es elegir fragmentos de ese todo para establecer una serie de relaciones con ellos -y entre ellos- con el objetivo de darles vida, de humanizarlos, de conseguir resignificar la realidad y tocar el cine. La película de Vasconcelos es un ejemplo peculiar de lo mencionado, peculiar por lo heterodoxo de su propuesta, peculiar por lo artesanal. Se trata de un film plagado de detalles y recursos retóricos de todos los calados -unos más eficientes que otros-, dirigidos a la consumación de un ritual chamánico de la mirada donde lo importante es transportar al espectador a otro lenguaje, a otro idioma. Existe cierta cinematografía portuguesa que ahonda en esta alquimia de las imágenes, en una radicalidad poética que apenas se encuentra en otras: Pedro Costa, Miguel Gomes, Manoel de Oliveira, Leonor Teles, João Pedro Rodrigues o Margarida Gil. Existe algo especial en gran parte de los cineastas de aquel rincón sureño de la vieja Europa que mantiene una tensión mágica con el ilusionismo del cine, sustancia última del tan apaleado Séptimo Arte. Catarina Vasconcelos juega esa baza, la baza de la dignidad y del talento, tomando el sendero del ingenio y la sugestión, creando un ejército de espejos y lupas envueltas en color verde mar, verde selva, obligando al espectador a abrir su Tercer Ojo hacia sublimes bodegones dignos de De Chirico o Morandi, combinándolos con juegos visuales que dan paso a un multiverso de detalles invisibles, una mise en scène surreal digna del mejor Cocteau. El árbol pasa a ser niebla y esta se convierte en hoja, en canción, en un cuadro de Fantin-Latour, en un óleo de Sorolla: este sistema de objetos y seres se ordenan para narrar una vivencia familar donde la ausencia genera un relato y la muerte, otro muy distinto. Tal vez es en este punto en el que la película se vuelva más convencional, cuando intenta subjetivizar una experiencia universal a través de la confesión. Vasconcelos no es tan buena narradora como artista, no posee la misma originalidad a la hora de ver que a la de crear una voz, a pesar de su alto nivel lírico y su potente capacidad sugestiva: sus imágenes son verdaderas por su elegancia y su cuidado, por mostrarnos que el mundo puede ser una miniatura ante el dolor humano, un chiste frente a su incomprensión. Se podría decir que se trata de un álbum familiar compuesto por fotografías de los Lumière, Paul Strand o incluso del mismo Daguerre; lo fotográfico prima en este film formalista sediento de emociones. Por eso, la desaparición, la pérdida y búsqueda de uno mismo son el leitmotiv de este discurso sobre la familia emocional que cada uno lleva dentro, de ese paráiso perdido del que a cada paso nos alejamos un poco más, confusos por el bamboleo de los mares en los que se entra siendo uno, de los que se sale siendo otros. Al final, sólo existe el entierro de un pájaro rodeado de plantas que piensan en cómo hacer una película más basada en el absurdo de la vida humana.



 

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