miércoles, 28 de abril de 2021

 

4B


Los signos entre nosotros

 

J-L. G.

 





Querido Jean-Luc:


tú y tu pobre corazón ponen punto final a esta alucinación llena de fidelidad y amor, una historia que nunca supiste cómo comenzar, cómo ordenar y que entregaste a una voz distinta, al caos, a un voz humana en el momento más solitario de tu naturaleza. El Cine. La imagen comenzando desde el origen, desde Adán y Eva, desde su humillación cósmica, desde el intento de Massaccio de reflejar el motivo de la desesperación, del error. Lágrimas de dolor que llegan a lugares imposibles, a leyendas indemostrables. Los teutones masacrando a los rusos, las palabras de Bloy provocando un recuerdo en forma de vela, de niño soñando a través de palabras de tu amigo Foucault. Los nibelungos aplastan a los inocentes hasta que llegue Fassbinder, el gran chapero iluminado, para redimir el mundo pretérito y resucitar la podredumbre de Alemania, ¿dónde comienza esta terrible historia? Antonioni se estaba muriendo y el estilo perdía un artífice desmesurado. Ahora es de día y sólo puedes pensar, Jean-Luc, imaginar que Robert Siodmack filmó a los asesinos antes de ser asesinos -paseando un domingo por el parque-, sospechar que él intuía que el crimen era un género aún por desarrollar, pero ¿de qué trata esta cosa de la destrucción? Algunos intentaron alimentar a la belleza de otra manera, contar la fatalidad de una forma bella: Franju, Judex, el hombre pájaro. La soledad de la verdad, la venganza, el cuadro, el miedo, la impaciencia, llegar a ser el enemigo público número uno: Nosferatu bailando en un musical “On the town” como “Un americano en París”. El cinemascope y el color transformaron al público en una maquinaria risueña ante las melodías más tontas y frívolas, hasta que llegó Karina -tu Karina- y cortó el aire en dos para hacer música de la realidad, para montar las imágenes, los sucesos de una manera distinta: ella en tus películas cantaba y tú la interrumpías. Hablabas del peligro de la corrupción, de dejarse llevar por las flautas malditas de Hamelin, de la fatalidad del imperio de los sentidos. Los mensajes llegaban de todas partes: el placer, la violencia, el monstruo de los dioses que contaba historias a través de la boca de las superestrellas. Depardieu abandonó el rodaje de “Helas, por moi” y nunca volvió. Una película incompleta que acabó siendo una de tus joyas. Stroheim, Welles, Jean Moreau eran otras joyas parecidas. Un tesoro. Los ojos verdes. Anne Wiazensky y el rayo de luz. Otro mundo. Otro amor. Otras historias. Se necesita un cuerpo para comprender la virtualidad de la pornografía. “A veces oigo a hombres narrando el placer sentido”, escribes Jean-Luc, admiras películas que eran otra cosa, el cine, el arte del retrato, el mundo del collage, Marylin, Buster, la inocencia y el desprecio por la memoria: sólo el reino de la imaginación es lo que cuenta. Lo que sobrevive.  Acuérdate de Funes; Borges lo vio antes que nadie. Predijo la maldición. Un monumento, no una memoria, no una cronología, no una sucesión de películas, sino un traje hecho de todos los harapos de un siglo incomprensible. Para amar se necesita un cuerpo y un largo travelling de la nueva ola.
Jean-Luc, cuentas la historia de Jean Ort, aquel que descubrió el escondite de los asteroides dormidos, de las sombras cósmicas: estrellas mirando estrellas como Shirley, Nana, Fausto o Vampyr sin saber que la mitad del universo es incierta, pero ¿dónde se encuentra? Materia Fantasma. La pantalla. Los asteroides se desvían a una velocidad impredecible con una masa variable, imaginaria. Lirios, leones y arcos: imágenes cortas, fuertes y libres. Sólo eso. Una película de cuatro horas y veintisiete minutos dividida en ocho partes, el número de la resurrección. Una autobiografía. Un retrato. Vivian Leigh. Metrópolis. Hitchcock, Langlois y Vigo. El cine que pudo ser, el cine que te hubiera gustado contar con orgullo. La historia del cine que el arte se merece es la historia de todas las artes. Una realidad que el cine debió contar y no pudo del todo: un eclipse oculta a Monica Vitti y libro tras libro el mundo se oscurece mecido por palabras de Paul Celan, de los escepticismos poéticos de Beckett, hasta llegar al tiempo de los sótanos, de los torturados, del terror maléfico; la lucha de las tinieblas, voces infantiles. Todos bajan del camión, escapan del horror en Roma. El viejo imperio cae de nuevo. Desde el fondo del callejón, Lon Chaney mira a los niños jugando en la playa, niños rodeados de ladridos de perros y frases de Bernanos. Dylan Thomas, antes de seguir bebiendo, tiene algo que decir sobre la muerte: Euclides inventó las libélulas para que el cine las filmase. Son tan bellas. El cine sirve para una cosa distinta a la de hoy. Imagen, movimiento y sonido fundidos en el cuerpo de un pez que a Nanouk se le escapa de las manos. El cine ha olvidado que lo importante es lo humano, el silencio de un hotel donde Céline escribe el final de la noche. Luego le juzgan, pero leen su libro. Lo primero es siempre la vida y por eso el cine tiene un deber por encima de todos los demás: Las Hurdes, Tierra sin Pan. Buñuel, Flaherty ¿dónde empieza y dónde acaba un plano? Ese es el problema. Faltó un cine que hoy ya sólo podría ser simulacro, copia, ¿dónde empieza y acaba una vida? Ruinas, misiles, muertos: ¿cuántas muertes deben suceder para diagnosticar la desaparición de Europa? Bella Fatalidad. Dostoievski escribió obsesionado sobre el martirio de un niño: Hitler, antes de suicidarse, saludó a un ejército de niños que se sacrificó en la última defensa de Berlin. Locuras, perversiones. Tú viste eso, Jean-Luc, tú estuviste allí, en la sala de cine y viste cómo aquel tirano le robó el bigote a Chaplin y cómo Picasso dibujó a Stalin como si nunca hubiese existido, ignorando que Rusia era masacrada por una utopía sin humanidad; los rusos, ese pueblo endemoniado y poético, los últimos que conocieron a un dios. Einsenstein. El sueño y la luz. Cassandra. Los dioses hacen danzar sus manos: Bergman, Sokurov, Kiarostami, Mizoguchi, Epstein. La vida misma combinando todas las fuerzas, enfrentando sus historias a la Historia, pero ¿qué es la Historia? Un campo más oscuro de lo normal. Signos entre nosotros. Lenguaje. Una cámara frente a lo irracional. Una humanidad de animales, de escritores que piensan en sellar el tiempo. El cine: ese buhonero que engañó y fue expulsado. El fin de los tiempos no llega tras la tormenta. Infinito. Flaubert. Viajes a Oriente. El Faraón, el Bosco, la ahorcada, Ophüls, Bresson: acercar el mundo desde lejos, escribir la novela para vivir el drama del fin imposible. La música evita que despertemos, que no salgamos de la pantalla: hay que resucitar el arte de la excepción, destruir la cultura de la regla. Una saturación de signos magníficos para contar esta historia final, el último capítulo de tu poema, Jean-Luc. Barroco. Ciudadano Kane, Susan Alexander y la estafa, la ilusión, la trampa. El arte es una trampa del espíritu, pero Sartre, el hombre más inteligente del siglo, no entendió a Welles, el mayor mago de la historia moderna. La Bella y la Bestia. El gran Braudel, Péguy el religioso y Ciorán el pesimista. A la larga se pagó caro no tener música.
Somos prisioneros de una asociación de ideas lejana. Rossellini, Malraux, Esplendor en la Hierba y Centauros del Desierto yendo y viniendo en forma de mujer, de barbarie. Vermeer, Hegel y las chicas cantando canciones. De Sica bailando a su aire, El Bosco haciendo bailar el aire. El fuego.  Bacon y Cézanne. Todos los grandes artistas se parecen, pasándose el testigo de una sola verdad. El sonido del celuloide parece el de un tren, el de una batidora. Filmar y vivir y luego montar. Ver pasar las imágenes prisioneras. Apresar el mundo para entender a qué suena el tiempo, qué rostro tiene. Se puede hacer todo menos la Historia, se puede acabar con todo menos con la Historia. El Doctor Mabuse ya era el totalitarismo del presente, la palabra de la existencia. Meter la realidad en un libro, meter a la realidad en la realidad, meter a la realidad en una miniatura: una supernova portátil. El cine. Un astro. Un rey puede acabar con su reino pero no con su historia filmada. Antes se creía en los profetas, ahora en los tiranos. La vida está gobernada por incapaces deshonestos que perpetúan el Antiguo Régimen. Por eso Santiago Álvarez, por eso Bazin y por eso Lang son necesarios. Se necesita una vida para hacer una hora de historia, una eternidad para hacer la historia de un día. La historia de la Realidad: Rimbaud. La palabra justa y lejana. Emily Dickinson: la poesía secreta y verdadera. Clio. Péguy. Asociaciones de ideas, Goya, Un perro Andaluz, In a Lonely Place. Jean-Luc, eres el enemigo de nuestro tiempo, la señorita de la grabación que habla con palabras de valor: Guy Debord, Faces, Blanchot, el domador de pulgas de Mr. Arkadin. Otra vez Welles. El más grande en todos los sentidos. Un marginado sublime que luchó contra la corrupción y las fronteras pensando con sus manos el horror del mundo, entendiendo el tiempo para hablar del futuro. Una imagen capaz de negar la nada donde un siglo se diluye en otro. La historia no se termina pero sí el siglo. El cine, un arte del siglo XIX que soñó el siguiente. Picasso: el último artista del arte antiguo. Todas las historias pasaron por sus manos. Saturó las imágenes para dar vida a la pintura. Tú, Jean-Luc, te refugias en la posada de la imagen musical para creer en la felicidad, en las palabras de Ezra Pound, tumbado sobre un ilustre pasado, fumando un habano, recordando a Coleridge, Borges, a Van Gogh, a Bacon, repitiendo para tus adentros -con una rosa blanca entre las manos- “yo fui ese hombre”. 



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