sábado, 26 de septiembre de 2020








LIBERTÉ
(2019)
 
Albert Serra






El marqués de Sade ha vuelto a entrar en el volcán en erupción
De donde había salido
Con sus hermosas manos todavía ornadas de flecos
Sus ojos de doncella
Y ese permanente razonamiento de "sálvese quien pueda"
Tan exclusivamente suyo,
Pero desde el salón fosforescente iluminado por lámparas de entrañas
Nunca ha cesado de lanzar las órdenes misteriosas
Que abren una brecha en la noche moral;
Por esa brecha veo
Las grandes sombras crujientes, la vieja corteza gastada,
desvaneciéndose
Para permitirme amarte
Como el primer hombre amó a la primera mujer,
Con toda libertad,
Esa libertad
Por la cual el fuego mismo ha llegado a ser hombre,
Por la cual el marqués de Sade desafió a los siglos con sus grandes árboles abstractos
Y acróbatas trágicos,
Aferrados al hilo de la Virgen del deseo.

 
André Breton 
 
 
 
 
Creo que el viejo André Breton lo explicó a la perfección y que Serra raptó de él su idea, también a la perfección o al menos de una forma bastante similar. Las ideas fluyen por el aire, por las páginas de los siglos y van asentándose en diferentes formas, objetos y fenómenos. Durante mucho tiempo fue la Biblia, después la pintura, la música y por fín, después de un cierto lapso de fascinación por el pensamiento político-utópico, la humanidad fue dominada por el cinematógrafo. La cultura del ver comenzó con el despertar del deseo dormido en los ojos del inconsciente; el cine perpetuó aquello que el público sediento de pasiones prohibidas vivía en los espectáculos de variedades. Se hace más que interesante notar que una de las películas que mejor encarnan ese espíritu del mal que sobrevoló el séptimo arte antes del código Hays y el establecimiento de las sociedades bienpensantes, fue un film del olvidado André Dupont titulado Varieté (1925). Así, Liberté y Varieté se conjugan mágicamente casi como una rima infantil, dos versos satánicos separados por casi un siglo, generando un hecho impuro, anticultural, antinaturalista. Destruyendo tabúes y clichés, yendo por la senda de la incertidumbre que suele llegar al valor de la verdad de una forma siempre inquietante, Serra toma el relevo de Dupont, de Stroheim, de Passollini, de Godard, de Warhol, del conde de Lautréamont, de Villiers y de los surrealistas para deformar de nuevo el mundo y darnos una perspectica diagonal de la realidad, que no es poca cosa en estos días de pobre sensibilidad y abundante banalidad. Liberté es una obra enorme pues se desborda por el desfiladero de lo simbólico cayendo en catarata dorada hacia las oscuras puertas del abismo, hasta el lugar donde los senderos se bifurcan: un bosque ponzoñoso. En este veneno erístico abonado desde su inicio por una maloliente montaña de estiércol, irán naciendo cuerpos como espíritus enfermos, sádicos, perversos y cazadores de carne, entregados al placer orgiástico como único paraíso ante la tragedia de la existencia. La película es en sí misma una evasión, un número de variedades de enorme sofisticación y pluma, llena de gritos y susurros, de hecho, podría interpretarse en cierto modo, como una superación de todo el cine bergmaniano. El público, más que ver,  escucha conversaciones en alemán, francés e italiano, idiomas de un alto grado de racionalización que intentan aludir al hecho inefable que las reúne, tal y como si se tratase de un aquelarre donde las palabras van alimentando a la imaginación, convirtiéndose en llaves evocadoras de relatos infames e imágenes violentas que contrastan con el paisaje de un oscuro bosque que representa, al fin y al cabo, el único protagonista de toda la cinta. Los seres que copulan entre hojas y troncos no son más que conejillos en celo en medio de la hermosura y el misterio de lo telúrico, por lo que sin duda, Liberté podría definirse como el primer film contemplativo de Serra, su primera conexión sublime con lo sagrado, con lo real. Este psicasténico cuento de hadas lleno de convulsión, liberación, entrega, inconsciencia y hormonas, nos propone un atlas de los supervivientes del Jardín de las Delicias, como si ciertas almas aún respirasen desde el siglo XVI para seguir alimentando la llama lúdica del alma o del reverso de esta, pues el lado tenebroso existe, aunque los curas y los brahmanes intenten deshacerlo con palabras y meditaciones, o al menos eso es lo que parece ofrecer en esta ocasión el controvertido cineasta Albert Serra, dotado de un olfato muy fino para detectar lagunas perversas repletas de polvos dorados y anatomías fantasiosas. "Estos son hombres de verdad, me pueden dar cien veces lo que tú", dice una voz. "Me dais miedo", responde otra. "Los hombres débiles merecen arrodillarse", sentencia una tercera. Como ha hecho a lo largo de todo su cine, Serra no elige -o al menos no es su gran interés el hacerlo-, sino que respeta la sucesión de los hechos, pues el cine, en gran medida, es eso: lo maravilloso acontecido por casualidad en medio de un despiste. Como en muchas otras películas, estos hallazgos se suceden sin querer en Liberté, interrumpidos por conversaciones solapadas, monjas, pelucas blancas, duques, carrozas, engendros, anormales, libertinos, inocentes y sadomasoquistas, tratados como si de una fábula se tratase, pues la insatisfacción del director ante el mundo se convierte aquí en una fatigosa chispa imaginativa que establece una dialéctica del sentido obsesionada por el espacio. Sin lugar a dudas, Liberté es el tratado espacial más riguroso del cineasta catalán, una tragedia ante el espejo llena de miseria vital -en vez de marxista, sadiana- donde el prójimo se transforma en una oportunidad de explotación, en un territorio fértil y fragmentado. Lo que vemos en la pantalla no es lo que creemos ver: aparecen partes, trozos, sugerencias y matices que el espectador une empujado por su deseo de descubrir y vislumbrar, pues las sombras siempre van más allá de los sentidos, transformándose en hechos verosímiles, cuando lo extraordinario habita la ficción y nos deja atónitos. El mundo de lo obvio y el mundo de lo elíptico se mezclan para dar como resultado una estampa terrorífica de la esencia humana, un álbum que recoje las imágenes del lado oscuro de la conciencia, construida en forma de teatro de la crueldad de una mente universal, llena de humorismo (farsa + elementos inquietantes) y deseo. Pero, ¿sólo nos queda el deseo? Deberíamos dejar hablar a Gilles Deleuze. Así, no todo el monte es siempre orégano, pues a pesar de este logro épico, Serra se enfrenta ahora a su momento más difícil: superar su idea de deshumanización, de vacío y tras culminar con Liberté su ciclo de pelucas afrancesadas y personajes vampíricos, debería empezar a llenar el vaso del significante y el significado o acabar como Paul Morrisey, o lo que es lo mismo, haciendo el ridículo; la impostura es bella pero efímera. La potencia de su última obra sella una rica veta en la cuál, si insiste, dejará de brillar. La magnífica instalación Personalien (2018) -expuesta en el Museo Reina Sofía de Madrid- y la adaptación teatral Liberté (2018) -estrenada con gran polémica en el Volksbühne de Berlin- fue la cadena de baldosas amarillas que Serra siguió para acabar filmando una obra que sella un claro mensaje: "voy a seguir haciendo lo que me de la gana." Instalado en las altas esferas de la cultura, embriagado por su naturaleza burguesa y escéptica, si no quiere quedarse encerrado en su malebolgia particular, Serra deberá partir hacia otros mundos o morir en la pesadilla de los ilustrados y los románticos que sólo conduce a la estetización y aurificación. Todo ágil cinéfilo entiende que aquí se detiene un autobús para coger otro, un autobús donde en vez d emirar por el ojo del culo, si quiere brillar, deberá elevarse... Por cierto, un atisbo de ello es mencionado por uno de sus personajes: "Dios es un perverso con el que me gustaría tratar."
















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