lunes, 29 de abril de 2013




A L I E N
(1979)
Ridley Scott




Hay algo que nos supera, escondido muy dentro, dormido en algún lugar del universo, al otro lado del umbral. Hay algo que persigue sin tregua a los ojos, al entendimiento, estrechando el cerco, la carne y la supervivencia, transformándola en una pérdida, en una deriva de terror. La heroína, como icono impuesto de la modernidad reinante, intenta finalmente, lo mismo que el héroe ha hecho desde Homero: bailar con la muerte sin descanso, con la hermosa pasión que hace tan emocionante la existencia en sí misma. El cine norteamericano ha intentado una y otra vez desde hace más de medio siglo, mostrarnos eso, el espectáculo en todas sus formas, poner cara a la sombra y a la luz, poner nombre a las emociones para seguir repitiendo los arquetipos que teóricamente fundan nuestro inconsciente, convirtiendo la pantalla en un género. El inconsciente es incontrolable y muy peligroso si se usa como capricho, como motivo práctico y sólo un verdadero guía, un verdadero cineasta, puede hacer comprender lo invisible tras las formas del horror, del pánico. Ya lo anunció Blake Edwards con su inmejorable Experiment in Terror (1962), cadencia que llegó a resonar hasta obras posteriores como Alien (1979) o Blood Simple (1984); estos engendros son eso, dos caras de la misma moneda de la inquietud atmosférica, de la misma psicología norteamericana del no puedes fiarte de nadie, sólo dependes de ti mismo. La individualidad moderna se encarna en ellas a través de lo femenino, único bastión ante la bestia ignota. No hay que ser muy listo para darse cuenta de lo que deben estas películas a clásicos eternos como La Bella y la Bestia (1946) de Cocteau y Clement o a La noche del cazador (1955) de Laughton. Lo masculino se transfiere a femenino y lo femenino se confunde hasta la sospecha; recordemos la hitchconiana Dial M for Murder (1954) o por alusiones tipográficas, la maravillosa M, una ciudad busca al asesino (1931) de Lang. Esta desconfianza generalizada en el prójimo, en el otro, en la sommbra, en la réplica, es la que hace que gran parte del cine se transforme en un juego monstruoso lleno de criaturas frankesterianas y vampiros más o menos explícitos que ofrecen la sensación paranoica de que cualquiera puede ser el enemigo. Esta eterna amenaza viene secundada por el pecado original que las heroínas sufren como mártires en un mundo extraño que no entienden, en un pasado en el que siempre han tenido que luchar a la contra. Norteamérica, con su estratégico método de la proyección psicológica, después de atemorizar al público duante al menos un sigo, ha querido restituir su imagen a la manera de un stalker, pero el reino del tío Sam aún no ha entendido cosas básicas de la Naturaleza y del arte, de lo humano y del lirismo, de la realidad y el sueño; por eso, incluso sus mejores películas acaban diluyéndose en anécdotas y equívocos sin trascendencia: la pistola, la carne, el relato, la ciencia-ficción... fracasa al transitar las zonas sagradas de la existencia, d ela imaginación. En Alien, Cameron pretendió hacer un especie de Stalker de la señorita Ripley, pero Ripley no sabe nada de los secretos, Ripley sólo es una guerrera, una amazona empezando a creer que será destruída por los atenienses. El mundo se hace más que incomprensible en las representaciones comerciales y hay que plantarle cara, intentando comprender qué hay delante d elos ojos cuando se muta un arquetipo, cuando se cifra la esencia. Delante, un engendro de la naturaleza acecha sin aliento por abrirse camino, desarrollando su instinto animal en su grado más radical, persigiendo a cada paso a la pupila del espectador, un iris atemorizado por una amenaza invisible. Siempre se olvida que finalmente la supervivencia trata d euna pirámide animal, un esquema donde unos se comen a otros en diferentes niveles de entendimiento y de fracaso y que el ignorado deseo de ver la luz al día siguiente, es suficiente para enfrentarse a algo incluso sobrehumano, aun dios terrible e insaciable. Tanto en Alien como en Blood Simple, las heroínas se enfrentan a seres casi del más allá: alienígenas indestructibles, muertos vivientes, detectives zombis y todo un mundo inverosímil nacido en el tan manido cine negro. Las heroínas están entregadas al misterio de morir y de matar, en unas películas llenas de silencio e imágenes vagabundas y sombrías, llenas de laberintos de pasión y peligros donde habrá que hacer un último sacrificio para comprender el precio de la vida. Hay algo más grande, más fuerte, que arrastra a mirar, a evadirse, a pagar una entrada. Hay algo que crece dentro cuando el alma vive y que pertenece al universo y sólo al universo; aunque también a la industria. El mal no existe, decía Spinoza, sólo existe la ley natural y el mal entendimiento del Bien. Por otro lado, como descubrió el racionalista Pierre Bayle a mediados del XVII, existe un principio del mal que se opone a la existencia y que nos devora.








jueves, 25 de abril de 2013





S T A L K E R
(1979)

Andrei Tarkovski






Sólo os interesa comer.
Sólo os interesa dormir.
Parece que ya no hay nada que hacer, pues hacer algo se os transforma en algo imposible.
Hacer algo, hacer algo, para encontrarnos con lo que buscamos. Pero el mundo es difícil
y oscuro, ¡qué oscuro es el mundo si no hay nada que nos guíe, que nos haga imaginar el camino o el agua por el que cruzar los deseos, o incluso la felicidad! ¡Oh, la felicidad!
Pero la Felicidad tiene sus reglas y sus caprichos y siempre cambia de forma para mantenernos despiertos hasta el fin; la felicidad no es fácil aunque la veamos con nuestros propios ojos y
nos parezca algo tan sencillo y tan cotidiano como lo que vemos en cualquier lugar, cualquier día. Por eso la búsqueda de la felicidad es una aventura un tanto tortuosa o si se quiere, espiritual y requiere de un sacrificio y de una acción casi sobrehumana para conseguir algo de lo que siempre hemos oído hablar, pero que muy pocos han visto. Así, esta búsqueda nos acerca a lo sagrado, al mundo de los dones y los milagros, al misterio de la naturaleza y de las fuerzas ocultas que poco tienen que ver con los hombres; cruzar el umbral de lo desconocido, es cruzar el umbral del Conocimiento, una vía muy lejana de la ciencia o de la cultura, donde ya no quedan ilusiones de certeza.

Sólo hay niebla y un par de cosas rotas que la hierba va cubriendo poco a poco.
La felicidad no llega, hay que ir a su encuentro.
Nos huele, nos olfatea, nos busca, pero hay que saber reconocerla.

Como dice Godard: la ciudad es la Ficción y el bosque la Novela. Por tanto, ¿dónde queremos vivir si la irrealidad ha absorbido lo Real y lo Real anda suelto por ahí, vaganbundo y solitario?