jueves, 17 de diciembre de 2015

BUKOWSKI TAPES



THE BUKOWSKI TAPES
(1987)

Barbet Schroeder






En un pequeño jardín de Santa Rosa, se esconde un hombre que decide hablar por la noches delante de una cámara. Es un tipo sencillo. Nunca ha tenido nada: un hogar, un descanso o una oportunidad. De niño temía a su padre porque le pegaba; de él aprendió una de las cosas más importantes de la vida: el aguante. Su padre le azotaba con el cinturón diariamente, con el único objetivo de humillarle. La mayor parte de su adolescencia no fue más que una tentativa de demostrarse a sí mismo que podía contener el dolor. Todo está en la mente aunque se quede en el cuerpo. La cara de este hombre se ha curtido en la pura serenidad, combatiendo la salvaje naturaleza de la existencia. El mundo es temible y violento y es imposible oponerse a este hecho. Tal vez por eso, se aficionó a las sencillas historias que se publicaban en las páginas de los periódicos, relatos anónimos que describían la vida palpitante y latente del día a día de gente de carne y hueso. A pesar de ir convirtiéndose en una especie de Buda, este niño-hombre sabía que era más que nada carne y huesos. Decía Marx que la historia la construyen los hombres, así, cada relato que leía, iba construyendo en su mente un mundo y una idea que en el futuro se convertiría en un revolucionario y original mecanismo caleidoscópico de ficciones. A este feo adolescente le gustaban las cosas sencillas: escaparse por la ventana, vomitar, pegarse en la escuela y mirar a las chicas. Él decía que de joven era un chico peligroso que se vengaba de su mala suerte. Le gustaba leer a Dostoievski, a James Thurber, a Jack Kerouac, incluso al viejo Heminway. Su madre le advirtió que ni se le ocurriera intentar ser como ellos y que si lo hacía, sin duda se moriría de hambre y acabaría siendo un marginal o un loco solitario. Él le respondió diciendo que no quería ser como ellos sino uno de ellos y que si llegase el momento de morirse de hambre, volvería a leerlos para comprobar que la literatura no es ninguna quimera, sino un hecho contante y sonante. 
La vida es difícil, sobre todo para gente que se aparta del flujo de las norias y las hipnóticas inercias. El hombre de Santa Rosa nunca quiso saber nada de eso: nunca quiso vivir con una mujer, nunca quiso tener una familia, sólo se propuso asentarse en una ciudad barata, tener un pequeño trabajo y tiempo necesario para beber. En su madurez siguió siendo una persona sencilla con gustos sencillos. Beber fue su utopía, su país, su forma de decirle al mundo que no quería saber nada del mundo. Soplar eran sus matemáticas, la lógica idónea para resistir lo absurdo. Beber fue su excusa para no exponerse nunca del todo, para recogerse como un caracol y gruñir en la oscuridad mientras otros sacaban pecho. Beber mantuvo tranquila a la bestia que llevaba en su interior, una bestia que a lo largo de los años se transformó en palabras.
Nunca se podrá saber cuánto hay de leyenda épica y cuánto de hechos reales en su biografía. Decía que vendía sus máquinas de escribir para tomar unos tragos y que luego iba a casa cogía un lápiz y escribía una pequeña historia en el margen de un periódico y que luego se dormía y la olvidaba, buscando el siguiente paso, el siguiente paraíso, alquilado en una pútrida pensión, soñando poder cepillarse a la propietaria. Este tipo de rostro místico y ojos como ranuras de tragaperras, confiesa ser como una vulgar araña deambulando por su propia tela sin saber ni tener más que hacer. Su mente de insecto acepta la ley universal de los acontecimientos de una manera directa; asume las causas y sus efectos y nunca se queja, pues dice que el que se queja, no es más que un miserable. También cuenta que vivió en un yate con tres putas y que trabajó en mataderos infernales colgando piezas de buey en un garfio espeluznante. Allí comprendió: elegir ser un escritor es querer con todas tus fuerzas arrastrar un fiambre de buey congelado sobre tus hombros mientras te mueres de hambre. Antes, otros muchos también habían sentido lo mismo: Rembrandt, Bacon, Goya o Salinger. Después de hacer su trabajo se fue sin cobrar porque el aguante le había hecho comprender que tenía que saltar al siguiente hecho. La conclusión es que lo que sea alejarse de las fábricas ayuda, a todo en general, no solo a escribir. Cuando lleva un rato largo hablando de su mente, de repente la niega, pues se da cuenta que es demasiado abstracto hablar de algo que nunca podremos entender, algo tan complejo que funciona por sí mismo; no le gusta hablar de filosofía y estrellas. Él quiere funcionar por sí mismo y por eso confiesa no poseer mente de ninguna clase para no ser más que un esqueleto paciente como Celine o Dos Passos. No considera ser nada, aunque ahora todos le llamen escritor. Nota ser famoso como Henry Miller, pero no cree en Henry Miller; dice que se va demasiado por los cerros de Úbeda. Además, todo el mundo sabe que todo lo que escribe Miller es pura mentira, puro vómito edulcorado. Realmente se parece mucho a lo que él escribe, pero al menos a él le suena a mentirijilla. Dice que la literatura consiste en la simple acción de saber escribir una sencilla línea después de otra; todo el meollo está en la línea. Las teorías sobre este oficio no valen nada ante sus ebrias certezas, predicadas desde un patio hortera de la ciudad de Santa Rosa, mientras alguien le filma en silencio en medio de la noche. A veces los coches pasan y la luz le da en la cara; parece un dios cansado, uno de esos hindúes que devoran carne de vírgenes. Reflexiona sobre la creación y concluye que no es un acto tan serio como se cree, de hecho sin humor no funciona, pues la vida es fea y hermosa, triste y feliz. La salsa es la risa. Hay que mezclarlo todo como si fuera una sopa rica a las diez de la noche, un sopa que te haga recuperarte un poco después de haber estado trabajando un siglo recolectando piedras inútiles e infinitas. Ya lo dijo Bergson: el secreto está en la risa.
Después de un trago, dice que él nunca perdona, que es como un perro que ladra cuando huele el miedo y la injusticia, cuando huele el hedor de su padre en los demás y saca los colmillos y no se calla hasta que el extraño se retire y la luna se diluya en el alcohol. Proclama ser un perro que conduce su coche sobre cadáveres y que vuelve a beber cuando aparca en medio de una calle cualquiera. Luego se justifica diciendo que los escritores son personas que hacen cosas distintas de manera distinta y tiene razón. El arte, dice Hauser, está muy alejado de la repetición. Si un artista es algo, es él mismo, algo único e irrepetible, una singularidad dentro de la ecuación.
Dice que ama el dinero pues el dinero es mágico.
Dice que el amor es un perro del infierno.
Escribe relatos que son poemas y poemas que son relatos. También escribe novelas en dos semanas.
Dice que lo que siempre quiso fue encerrase y que alguien publicase sus historias.
Dice que la gente se asusta pero que la naturaleza es algo anormal: una bestia sin sentimientos.
Dice que casi todas las personas son o se hacen estúpidas.
Dice que, aparte de escribir, casi todo le da asco.
Termina diciendo que el mundo hoy está tan seco, que apenas puede filmarse nada.













martes, 15 de diciembre de 2015




URGENCIAS
(1988)

Raymond Depardon






La inteligencia de un artista se mide por su sencillez. Hay que ser muy talentoso para darse cuenta de  que la realidad por sí misma, es una estructura compleja y estúpidamente simple al mismo tiempo; por suerte existen artistas con esa capacidad. Es sabido que toda la existencia funciona a partir de una mecánica absurda que nadie puede comprender en su totalidad, excepto cuando la partimos en trozos y alguien intenta ordenarla para aclarar algo sobre la cuestión. No es casual que Raymond Depardon sea uno de los cineastas más interesantes de todos los tiempos. A lo largo de los años, ha aprendido a la perfección a trocear sucesos y a ensamblarlos de una manera tan simple que llega a imitar a la misma naturaleza.
Uno de sus trucos más efectivos ha sido el de encerrarse en una ciudad y desde allí dentro, rascar la materia hasta hallar ciertas vetas que se prolongan profundamente en la existencia de las personas. No es un cineasta abstracto, va a lo concreto, como si fuera un fotógrafo del movimiento, empleando una mirada clásica ante hechos modernos; graba esto y aquello, concentrándose en un punto concreto. Sin saber muy bien de qué manera, Depardon se va infiltrando como una culebra ciega en todas y cada una de las instituciones, aquellas que Michel Foucoult denominó instituciones de control: las escuelas, las iglesias, los juzgados, los manicomios... en esta ocasión, se cuela en un centro de urgencias médicas donde todo tipo de casos llegan hasta sus consultas. Apartándose del puro morbo de los casos extremos o sensacionalistas, Depardon se coloca en un rincón y guarda silencio mientras su cámara va recogiendo desviaciones insólitas -pero reales- de personas de carne y hueso. Su cámara observa a gente que no puede dormir, a gente enferma de infelicidad, gente perdida y confusa que pasea por la nada y el abismo de lo cotidiano. Lo real es un laberinto sin salida, una jugada de ajedrez en la que nunca se sabe cuál será el siguiente movimiento. Empujados por la deriva de los acontecimientos, en las imágenes de Depardon van apareciendo personas atrapadas en su propio interior, psicópatas alucinados, alcohólicos, esquizos, hipocondríacos, neuróticos, paranoides... el maravilloso mundo de la mente en versión desquiciada y atormentada. Una mujer imbuída en un ataque de nervios le replica: ¿Qué es esto del cine? Esto es una mierda, quiero una botella de anís. 
El cineasta francés sabe que la materia habla por sí misma y que le provoca tanto más, cuanto más se acerca uno a aquello que representa la sustancia del meollo, la verdad de las causalidades. Todos escondemos los secretos hasta que algo nos hace abrir la caja mágica y empiezan a fluir todo tipo de pensamientos claros y contundentes, los cuáles van repitiendo principios básicos de nuestro misterio, proclamados por marginales y estúpidos a los que nadie escucha. Una de las mejores habilidades de este cineasta es la de escuchar atentamente a las perturbadas psiques de la calle, aquellas que cada día lamentan ser una piedra o un árbol; son individuos en la brecha de la vida, gente sin memoria que se ha extraviado sin retorno en ella misma, son flagrantes mentirosos compulsivos, jugadores de la extraña mente catódica del mundo, telépatas incongruentes, yonquis, traumatizados indelebles... son la fauna que quiere ser encerrada sin motivo, la solución que quiere suicidarse para no tener que volver a mirarse frente a frente en un espejo; son el paradigma de todos las ideas. Hay una señora que se pregunta constantemente por qué hay que seguir comiendo todos los días, si ella lo detesta con todas sus fuerzas, ¿qué significa comer? Sin saberlo, atacan a la semántica, a los ritos zulús, a la tradición de las culturas y al pacto social de la ley y el orden. En la mente no existen los reyes ni las leyes y cuando una de ellas se desata, el lenguaje se hace incontrolable y las personas se transforman en autómatas que repiten sus obsesiones sin darse cuenta, que se rascan, que se ponen a llorar, que se inventan su vida, que gritan por el pasillo, que se pelean, que bailan, que escapan, que duermen, que responden y preguntan sin ganas de respirar, buscando un refugio porque todos les han olvidado. Son delincuentes, rateros, chalados, tarumbas, pirados y obsesivos llenos de esa locura que es la soledad y la falta de memoria. Entre ansiolíticos y electroshocks se dice la verdad. Entre lavados de estómago y tests de personalidad, se fragua la certeza. Depardon es un experto en cazar todos esos detalles que nadie puede ni siquiera presenciar y nos los acerca para que los vivamos y saquemos de todo ello una enseñanza, una idea, una emoción que nos lleve a preguntarnos por qué estamos encerrados. Aunque nadie les quiere cerca, Depardon les escucha atentamente y ordena sus delirios, lo cuál también nos permite entenderles y estar cerca de ellos tal y como si fueran pesadillas o sueños andantes, sangrando por la nariz y esposados por la policía para que no sigan revelando todo aquello que cada uno lleva dentro, pero que sólo algunos desesperados se atreven a predicar.











sábado, 12 de diciembre de 2015




EYES WIDE SHUT
(1999)

Stanley Kubrick



Hay una chica que se desnuda para ti mientras tú puedes verla a través de la máscara que te oculta. La chica te seduce sin mirarte y ni siquiera puedes saber certeramente si tiene ojos. El deseo es uno de los motores más confusos de la psique, una política mental llena de peligros. Nuestro cerebro procesa colores y formas, luces y partículas que despiertan o apagan estímulos; en su última película, Stanley Kubrick quiso descontrolar nuestro cerebro y redirigirlo en una dirección ciertamente controvertida, pasmosa. La intimidad es uno de nuestros secretos mejor guardados, nuestra piel es nuestro tesoro más preciado, nuestro mensaje al otro. Antes de morir, Kubrick quiso que mirásemos la realidad desde el ojo de la cerradura, desde el trono del voyeaur insomne; permitió que fuésemos una curiosa Cabiria felliniana en modo perverso, un James Stewart desde una silla de ruedas motorizada. Apenas es necesario moverse cuando uno vigila desde un lugar privilegiado, un lugar milagroso, casi conceptual. Kubrick, con Eyes Wide Shut propuso sin duda, una subversión de la mirada, inventando un escondite perfecto para que el público contemplase la última historia de sus sueños.
No es ningún hallazgo afirmar que este film está construido a partir de materiales oníricos y sustancias alucinógenas, y no es extraño descubrir que dichos elementos no son gratuitos sino fundamentales en el transcurso del relato. Los personajes están obligados a salir de sí mismos y a olvidar su voluntad si quieren acceder a la verdad de las apariencias, a la destrucción de la convención. Aparentemente, la puesta en escena es simple y armónica y las relaciones entre los personajes son puramente rutinarias, pero la inyección de fuerzas inconscientes hace que los deseos cobren una potencia y un significado fuera de control. Nadie sabe quién es hasta que se atreve a descubrirlo, hasta cruzar el umbral de las mentiras y las identidades. Lean a Pirandello, lean a Jung. La banalidad y el aburrimiento pueden ser los motivos de que las conciencias exploten hacia direcciones poco conocidas y peligrosas para almas poco entrenadas en el azar y los abismos; el ser aburguesado y displicente está atontado, acurrucado en su caja de cerillas, creyendo que el mundo se resume a pagar un alquiler, tener una familia y morir con los gastos pagados del funeral, pero la existencia trata de otra cosa mucho más profunda y compleja. La cara oculta de las personas esconde mundos inimaginables e infinitos donde la moral o la justicia cobran nuevos significados o simplemente desaparecen. El territorio desconocido de los sueños nos lleva a lugares de nosotros mismos que nadie podría imaginar, lugares que ocultan sorpresas y miedos irresistibles, terrores y curiosidades ante los que sólo podemos abrir los ojos de par en par. Ojos como platos ante el asombro. La realidad está construida de apariencias falsas, de escaparates inofensivos, de mentiras gordas, piadosas o estúpidas, mezcladas con obviedades, redundancias y omisiones. El mundo capitalista hipervirtualizado nos ha hecho desconfiar de todo y de todos: el yo se repliega en sí mismo, acojonado por el exterior, perturbado por sus adentros. En Eyes Wide Shut el espectador es, más que nunca, el ser omnipotente que todo lo mira sin ser visto, el testigo mudo que todo lo conoce, que todo lo experimenta en silencio... nuestra curiosidad y nuestros deseos se deleitan en el misterio hasta que descubrimos que la película no es más que un espejo de nosotros mismos, un teatro de marionetas que representa símbolos de nuestra propia mente, arquetipos y lugares comunes; en ese preciso momento, el público empieza a entender que en realidad no somos más que una mente con patas llena de incertidumbre e ignorancia; sin duda, inocentes víctimas en manos de un demente que quiso hipnotizarnos en su último suspiro. Kubrick era un perfeccionista nato, un loco obsesionado con ordenar el mundo y mostrar sus vísceras en una feria de luces que, en la mayoría de las ocasiones se le iba de las manos pues él quería hacer trascender nuestra mirada hacia ese otro lugar más allá de las nubes donde la verdad flota de manera fantástica y eso no es fácil. No son muchos los críticos que se han atrevido a clasificar a Kubrick como un artista fantástico, pero se debería adoptar la costumbre de subrayarlo. Todo lo que ocurre en Eyes Wide Shut, ocurre sin que nos demos cuenta, sin percibir las diferentes dimensiones de realidad que el cineasta de Nueva York entremezcla ante nuetros ojos naifs, tranquilos ante un supuesto realismo que nunca es tal, ¿qué sucede en realidad en el film, en sus laberintos, en su noche, en su micénico argumento? Kubrick realiza en esta película su mejor trabajo, al conseguir una síntesis de muchos de sus proyectos frustrados. Para poner un ejemplo, la famosa secuencia de la orgía multitudinaria que tanto dio que hablar a finales del último siglo y que aún hoy, en medio de una sociedad pornografizada y conspiranoica mantiene cierta provocación original, no es un capricho lujoso de último momento y ni siquiera un intento de crítica de cualquier naturaleza, sino un inserto adaptado de su versión -nunca filmada- de lo que hubiera sido su gran película: Napoleón. Por extrañas circunstancias y después de más de un lustro trabajando en el proyecto, el film nunca se comenzó, como si una maldición controlase los grandes temas de la humanidad y una fuerza oculta del cosmos no permitiese materializar en obras maestras del cine, esencias de la naturaleza humana. Siguiendo la estela megalómana y ambiciosa de Abel Gance, Kubrick quiso ser el más épico de los épicos, una especie de Homero cantando la vida del más moderno de los hombres, del más desconocido símbolo del poder construido a partir de frustraciones, desengaños, complejos y miseria humana. Napoleón fue uno de los hombres más solitarios de su tiempo, el más extraño ser, el más alejado de lo humano. Pero esto es una historia mucho más larga que no se puede contar aquí.
Eyes Wide Shu esconde muchas más sorpresar como esta, motivos traidos de otras épocas, de rincones abandonados del director que en su último aliento quiso ofrecer unificados, en forma de gran misterio freudiano. Maquiavélico, susurrante, agudo, Stanley Kubrick caminó por la sombra de las tinieblas de la conciencia y acabó finiquitando su voluntad con una de las mejores películas de la segunda mitad del siglo XX que prologaba un nuevo siglo lleno de incógnitas que aún hoy no sabemos cómo resolver ni expresar, aún más, debido a la ausencia de ingeniosos mirones como él, de sensibilidades capaces de cruzar el umbral de la certeza y sonreir.











STRAIGHT TIME
(1978)

Ulu Grosbard







WOODSTOCK
(1970)

Michael Wadleigh






YOU CAN'T TAKE IT WITH YOU
(1938)

Frank Capra