martes, 15 de diciembre de 2015




URGENCIAS
(1988)

Raymond Depardon






La inteligencia de un artista se mide por su sencillez. Hay que ser muy talentoso para darse cuenta de  que la realidad por sí misma, es una estructura compleja y estúpidamente simple al mismo tiempo; por suerte existen artistas con esa capacidad. Es sabido que toda la existencia funciona a partir de una mecánica absurda que nadie puede comprender en su totalidad, excepto cuando la partimos en trozos y alguien intenta ordenarla para aclarar algo sobre la cuestión. No es casual que Raymond Depardon sea uno de los cineastas más interesantes de todos los tiempos. A lo largo de los años, ha aprendido a la perfección a trocear sucesos y a ensamblarlos de una manera tan simple que llega a imitar a la misma naturaleza.
Uno de sus trucos más efectivos ha sido el de encerrarse en una ciudad y desde allí dentro, rascar la materia hasta hallar ciertas vetas que se prolongan profundamente en la existencia de las personas. No es un cineasta abstracto, va a lo concreto, como si fuera un fotógrafo del movimiento, empleando una mirada clásica ante hechos modernos; graba esto y aquello, concentrándose en un punto concreto. Sin saber muy bien de qué manera, Depardon se va infiltrando como una culebra ciega en todas y cada una de las instituciones, aquellas que Michel Foucoult denominó instituciones de control: las escuelas, las iglesias, los juzgados, los manicomios... en esta ocasión, se cuela en un centro de urgencias médicas donde todo tipo de casos llegan hasta sus consultas. Apartándose del puro morbo de los casos extremos o sensacionalistas, Depardon se coloca en un rincón y guarda silencio mientras su cámara va recogiendo desviaciones insólitas -pero reales- de personas de carne y hueso. Su cámara observa a gente que no puede dormir, a gente enferma de infelicidad, gente perdida y confusa que pasea por la nada y el abismo de lo cotidiano. Lo real es un laberinto sin salida, una jugada de ajedrez en la que nunca se sabe cuál será el siguiente movimiento. Empujados por la deriva de los acontecimientos, en las imágenes de Depardon van apareciendo personas atrapadas en su propio interior, psicópatas alucinados, alcohólicos, esquizos, hipocondríacos, neuróticos, paranoides... el maravilloso mundo de la mente en versión desquiciada y atormentada. Una mujer imbuída en un ataque de nervios le replica: ¿Qué es esto del cine? Esto es una mierda, quiero una botella de anís. 
El cineasta francés sabe que la materia habla por sí misma y que le provoca tanto más, cuanto más se acerca uno a aquello que representa la sustancia del meollo, la verdad de las causalidades. Todos escondemos los secretos hasta que algo nos hace abrir la caja mágica y empiezan a fluir todo tipo de pensamientos claros y contundentes, los cuáles van repitiendo principios básicos de nuestro misterio, proclamados por marginales y estúpidos a los que nadie escucha. Una de las mejores habilidades de este cineasta es la de escuchar atentamente a las perturbadas psiques de la calle, aquellas que cada día lamentan ser una piedra o un árbol; son individuos en la brecha de la vida, gente sin memoria que se ha extraviado sin retorno en ella misma, son flagrantes mentirosos compulsivos, jugadores de la extraña mente catódica del mundo, telépatas incongruentes, yonquis, traumatizados indelebles... son la fauna que quiere ser encerrada sin motivo, la solución que quiere suicidarse para no tener que volver a mirarse frente a frente en un espejo; son el paradigma de todos las ideas. Hay una señora que se pregunta constantemente por qué hay que seguir comiendo todos los días, si ella lo detesta con todas sus fuerzas, ¿qué significa comer? Sin saberlo, atacan a la semántica, a los ritos zulús, a la tradición de las culturas y al pacto social de la ley y el orden. En la mente no existen los reyes ni las leyes y cuando una de ellas se desata, el lenguaje se hace incontrolable y las personas se transforman en autómatas que repiten sus obsesiones sin darse cuenta, que se rascan, que se ponen a llorar, que se inventan su vida, que gritan por el pasillo, que se pelean, que bailan, que escapan, que duermen, que responden y preguntan sin ganas de respirar, buscando un refugio porque todos les han olvidado. Son delincuentes, rateros, chalados, tarumbas, pirados y obsesivos llenos de esa locura que es la soledad y la falta de memoria. Entre ansiolíticos y electroshocks se dice la verdad. Entre lavados de estómago y tests de personalidad, se fragua la certeza. Depardon es un experto en cazar todos esos detalles que nadie puede ni siquiera presenciar y nos los acerca para que los vivamos y saquemos de todo ello una enseñanza, una idea, una emoción que nos lleve a preguntarnos por qué estamos encerrados. Aunque nadie les quiere cerca, Depardon les escucha atentamente y ordena sus delirios, lo cuál también nos permite entenderles y estar cerca de ellos tal y como si fueran pesadillas o sueños andantes, sangrando por la nariz y esposados por la policía para que no sigan revelando todo aquello que cada uno lleva dentro, pero que sólo algunos desesperados se atreven a predicar.











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