miércoles, 3 de mayo de 2017




LOS SOPRANO
(1999 - 2007)

David Chase


Una teleserie es un producto defectuoso, inesencial y en cierta manera, engañoso de por sí. La idea de que las series actuales son películas alargadas, no es más que una pura bagatela y no responde a otra cosa que a una moda pasajera y a un acomodamiento mental. Tengo la sensación de que cada vez se ven menos películas y que en cambio, el público generalista se entrega a las series a dolor, sin importar la duración de las mismas, conservando la falsa idea de que en realidad están viendo algo que tiene que ver con el cine o con una película. ¿Quién no ha escuchado alguna vez orgullosas y soberbias opiniones del tipo: hoy las películas son las series o hoy las series son muy superiores a las películas? Aún no sé qué tienen que ver una cosa con la otra; es como comparar una novela de Dumas con una de Beckett. 
En el público común, además de la falsa concepción anterior, también posee una vieja contradicción con respecto a la duración de los films. Es cierto que hay películas larguísimas y que cuando una cinta pasa de la tercera hora, el personal empieza a tambalearse (Shoa de Claude Lanzmann, La rueda de Abel Gance o Chelsea Girls de Warholl). Bien, puede ser comprensible. Pero lo que no es aceptable bajo ninguna circunstancia, es que esas mismas personas pasen esas mismas tres horas o más, delante de unos cuantos capítulos de la serie de temporada a diario. La forma de ver series hoy, ha adoptado la dinámica televisiva del infinito. Los jóvenes -y no tan jóvenes- que se mofan de sus madres por estar enganchadas al tonto culebrón de sobremesa, se han mimetizado con ellas o mejor dicho, con ese tipo de público adicto y pasivo. Porque no lo neguemos: hoy las ficciones se ven de seguido y los capítulos en serie se hacen como rosquillas en las productoras yankis. Hoy más que nunca, la fabricación en cadena ha llegado a la ficción audiovisual y el público se las come dobladas, sin digestión alguna: es lo que podríamos llamar efecto pelícano. A veces me pregunto qué carajo tan especial tienen las series para provocar dicha adicción o mejor dicho, para contagiar esa fácil costumbre. Tras un análisis de diversas series, lamentablemente llego a conclusiones bastante negativas: simplicidad, efectismo, poca o inexistente originalidad y una falta abrumadora de talento. Alguien ha descubierto que el público consume más cuanto peor sea la calidad del producto. El truco está en la factura de la apariencia visual, en el mimetismo con modelos consagrados y en la necesaria envoltura de las representaciones con música hipnótica, aliñado junto a fuertes cargas de violencia y sexo. Hoy, el 90% de las series producidas en Norteamérica -que es de donde vienen casi todas- siguen los patrones anteriores a raja tabla, consiguiendo audiencias asombrosas, llenando los bolsillos de la industria yanki, cada vez más pueril y miserable. Si Henry Miller levantara la cabeza.
Pero bueno, no hay que ponerse demasiado enfáticos, pues no sé si por casualidad o por milagro, de vez en cuando aparecen teleseries que marcan un punto de inflexión; series tan auténticas que se hacen irrepetibles y a las que hay que hacer más que merecida mención.

Una de ellas, quizá la más famosa, es The Sopranos, una teleserie centrada en la vida común de un puñado de gánsters de Nueva Jersey. Inicialmente se plantea como una serie medio paródica, llena de referencias al cine de la mafia y en concreto, a la legendaria película de Coppola. Al principio, todo se basa en un teatrillo cotidiano, en el que los gánsters son representados como un puñado de frikis que parecen dedicarse al oficio de la extorsión y el bandidaje, por puro homenaje al mito creado en las películas. Referencias a James Cagney, a Al Pacino y a todo ese mundo nacido del mito de Al Capone que Hollywood supo explotar desde sus primeros tiempos, son el alimento de este grupo de delincuentes caricaturescos. O sea, que inicialmente, David Chase -el creador del asunto- presenta a un grupo de gente autoconscientes y autocomplacientes del trabajo sucio al que se dedican, infantilizándolo a través de sus chistes y sus posturas. Visten como gánsters italianos, todos tienen raíces italianas, apellidos napolitanos o sicilianos y todos parecen añorar su patria europea, aunque en realidad, la mayoría de ellos nunca la han visitado y tal vez nunca lo hagan. De hecho, una de las curiosas ironías de la serie, es que ninguno de ellos sabe hablar italiano. En realidad, no se dan cuenta de que ellos son mucho más auténticos que las películas de Scorsesse: Casino, Sacraface o Goodfellas. Son víctimas de su propio mito. Por eso, al principio, la serie parece ser un producto derivado de la popular Analyze This (1999) de Harold Ramis, en la que el personaje de Robert De Niro se transforma en una frivolización -o humanización- del oculto mundo del hampa.
Pero The Sopranos, no se llama así por la banda de mafiosos que dirige Tony Soprano, el padrino de Jersey, sino por la situación familiar y personal que él debe conjugar con su secreta forma de vivir.
¿Quién es Tony Soprano? Tal vez, sea esta la gran cuestión del asunto, la clave y la razón del poderoso atractivo de esta concreta ficción. David Chase tenía claro que su historia debía ser una inmersión a través de los infiernos de este grandullón de apariencia amable, quien desde niño sufre ataques de pánico. Así, él inicia una terapia durante siete años con una psiquiatra que intentará descubrir qué ocurre dentro de esa incógnita llamada Tony Soprano.
Si la serie hubiese durado dos o a lo sumo tres temporadas, podría decir sin tapujos que es verdaderamente una obra maestra de la narración, el problema viene después, pues la serie comienza a cometer los pecados que cometen las series actuales: alargan tramas sin interés, incluyen personajes irrelevantes, capítulos reiterativos y caprichosos y multiplicación de temporadas sin motivo aparente.
A parte de este tema, en el cuál el dinero es el único culpable y dios redentor, The Sopranos aporta a la narrativa serial una calidad inusitada y en cierta manera, una autenticidad sorprendente. Junto al guión, las interpretaciones son de una naturalidad y una precisión tal, que en ocasiones se olvida que se está viendo una ficción. La clave providencial de la maquinaria es James Gandolfini, el actor que interpreta a Tony Soprano, no sólo por su talento o su gracia, sino porque su presencia se hace tan real, que por momentos creemos conocerle personalmente. Este personaje tiene una importancia especial, ya que esconde el secreto de la serie. Sólo él sabe la verdad y la distribuye a cuenta gotas, organizando sus silencios y sus asesinatos de manera imprevisible. Miente a su mujer y a su psiquiatra, a sus amantes, a sus hijos, a sus amigos, pero luego les reúne en una amigable barbacoa donde todos le rinden pleitesía. Carece de la ampulosidad de Marlon Brando y de la impulsividad de Al Pacino; es más un De Niro grandote con el gancho de Mike Tyson y el instinto de Maquiavelo. Tony Soprano posee un extraño poder para leer en la mirada de la sinceridad o el engaño. Sabe medir el tiempo, compensar sus errores y sobretodo, llegar vivo a Navidades para celebrar las fiestas en familia. Cuando vemos The Sopranos, vemos varios Tonys: uno que cuida a su familia y otro que cuida su cruel e ilegítimo negocio. La vida de Tony se basa en una mentira colosal que él debe enterrar a base de joyas, billetes, putas, alcohol y sobre todo comida. Lo que más se hace en la serie es comer. Él y sus secuaces comen constantemente como si su única religión fueran esos pequeños macarrones que ellos llaman orgullosamente ziti.
Toda la serie es una mentira que todos comparten, una mentira que el espectador cree que finalmente se resolverá, hasta que en cierto punto, la ficción ofrece una catarsis demoledora y el público se da cuenta de que Tony también les ha engañado a ellos: aman a un asesino que les cortaría el cuello por un solo dollar. El pública sueña por momentos ser Tony Soprano, sueña ser su amigo, sueña poseer su infinito poder. Poco a poco, el espectador se mimetiza hasta tal punto con el personaje que un sentimiento de culpa invade al público, hasta dejarle seco y hacerle sentir que en realidad, todos, de alguna manera, hemos sido Tony Soprano en la vida real: hemos extorsionado, hemos mentido, hemos traicionado y también hemos querido hacer las cosas bien, pero hemos acabado castigando, engañando y torturando a nuestra propia alma con aquello inconfesable que nunca diremos sobre nosotros mismos, eso que Tony nunca acaba de revelar en la serie y que a todos nos gustaría oír.
El secreto sigue oculto y la serie se termina.
Demasiado larga, la mitad es aburrida.
Lo siento por los innumerables fans que la creen intocable.
The Sopranos no es perfecta, pero nos da algo auténtico y personal.
Eso no suele suceder todos los días.
Tampoco se conoce a un Tony cada día, ¿o sí?
El público deberá mirarse al espejo algún día y saldar sus cuentas.
Mientras tanto Hollywood, hace caja.
Es una pena.

¡Viva Tony Soprano!



domingo, 12 de marzo de 2017




OPENING NIGHT
(1977)

John Cassavetes o la praxis del cine





Con todo esto de la modernidad y la práctica del cine íntimo o doméstico, uno se da cuenta que va cada vez menos al cine. Con el tiempo, los criterios se establecen y cada cuál elige -o debería elegir- lo que más le emociona, sobretodo cuando cae la breva y uno se decide a salir de casa porque ponen una peli que merece la pena, pero, ¿qué merece la pena ser visto? 
Hoy día y más que nunca, el cine de ficción parece lo único que consume el espectador de turno, acostumbrado a las grandes o medianas producciones, entrenado (hipnotizado) involuntariamente, a asumir una estética tan determinada, tan repetitiva y tan local como la industrial, suministrada por las infinitas series norteamericanas que sólo emiten un solo mensaje: "esto es el cine". Para despistados o novatos, advierto que esta afirmación no es sólo una falacia, sino una auténtica memez. 
Para sintetizar, a grandes rasgos, podemos decir que desde sus inicios, el cine se ha dividido, -tal y como ilustra clarísimamente el muy recomendable artículo de Antonio Weinrichter, publicado en la revista digital Campo de relámpagos-, en tres grandes campos: la ficción, el documental y lo experimental. Estos tres puntos de vista o concepciones del arte cinematográfico, no son sólo opciones de desarrollo o movimientos estéticos, sino formas de ver y por tanto, actitudes que conectan con un público o con otro. Es un hecho indiscutible que los responsables de las carteleras, han marginado, ya hace tiempo, toda producción que no sea ficción y no han sabido valorar los otros dos vértices de ese triángulo donde se mueve el espíritu cinematográfico. Todo este rollo, lo cuento porque cuando tienes la suerte de ir al cine y ver una gran película, todas las disquisiciones y polémicas se disipan y el arte del cine, por sí mismo, configura su propio discurso, produciendo un fenómeno inevitable, de una contundencia catártica indiscutible. 
Hace poco, suertes del azar, me llevaron a asistir a una reposición de Opening Night (1977) en el cine Doré de Madrid. De todo el programa mensual, fue la única película que me interesaba realmente, ya que por cuestiones de mala fortuna, nunca había tenido la oportunidad de ver en la gran pantalla, una película de John Cassavetes. Conocía de antemano la película y aunque tengo que decir que no es ni mucho menos mi favorita dentro de la obra del insigne niuyorquino, en todo caso, antes de entrar, ya tenía un muy buen recuerdo de la obra. En este afán inevitable de revisionar, siempre pueden pasar dos cosas: que la nostalgia o la melancolía -o eso que se llama memoria transfiguradora- nos traicione y salgamos totalmente defraudados o que en cambio, el film supere incluso las expectativas anteriores, regalándonos nuevos y pequeños secretos. Dicho lo cuál, la película fue genial, de esas experiencias que cada cierto tiempo son necesarias para reconciliarse con eso que solemos llamar cine, los que entendemos este negocio como un asunto de emoción y pasión por la realidad. Para hacer cine, -como lo hace Cassavetes y todos los grandes- hay que vivir las cosas intensamente. Lo artificial, lo puramente estético y lo aburrido, nace de personas muertas, de experiencias muertas, de cines muertos. Lo vivo, siempre se genera de la intensidad, de la tensión de lo interior y lo externo y sobretodo, de la asunción de la sublime incomprensión de lo que ocurre delante de la cámara que activamos para que empiece a sellarse aquello que se manifiesta.
Según el fascinante libro de Ray Carney, Cassavetes fue un artista total. Escribía los guiones un millón de veces, los volvía a reescribir, encarnaba personalmente todos y cada uno de los papeles para vivirlos y al final, desbarataba todo el trabajo de años, para improvisar delante de la cámara y conseguir lo que, en su legendario libro La praxis de cine, Noel Burch llamó el factor ALEA. Este término, inicialmente críptico, sugiere algo tan sencillo como el hecho del azar en el cine: el mundo de lo aleatorio y lo contingente. El cine, al revés que en otras disciplinas, trabaja directamente con la realidad -ya sea ficción, documental o vanguardia- y según Burch, cualquier película que no incluya o siga los dictados de este factor, nacerá coja o mejor dicho, su objetivo quedará mermado al no aprovechar esta oportunidad de atrapar lo espontáneo que tiene el cineasta en las manos; cazar la magia de la existencia e incorporarla a su representación, a su simulacro: ese es el secreto del cine.

Todo reflejo contenido en un espejo es un simulacro de la materia, es una especie de alma duplicada que se mira así misma. El objetivo del cine, entre otras cosas, es ser un mediador, una especie de espejo (¿no será más como un cristal?) que intenta capturar el azar de esa mirada, de ese rostro, de esa figura, para hacerla formar parte de una estructura mayor, ya sea de naturaleza ficcional, documental o experimental. El discurso de las imágenes debe ser siempre prioritario al textual, al informativo o al argumentativo. Como dirían los griegos, el cine es un arte de phantasiaí, o sea, de imágenes, un diálogo de fragmentos de espacio y tiempo extraídos de la infinita realidad y reordenados de forma original en el film; por eso el cine se constituye como una nueva naturaleza, un nuevo ritmo que intenta devolver a lo bello, un montón de piedras sueltas, pero reconfiguradas. Burch les llama bloques, bloques de realidad, "comprimidos de azar y voluntad del autor". Ese es el equilibrio. Lo problemático viene con la idea industrial del cine que, evidentemente exige rentabilidad y mínimo riesgo, o sea, dos elementos enemigos del arte cinematográfico por antonomasia. La mentalidad industrial sólo concibe una producción fiable si existe un grado de control elevado o absoluto. Las cosas tienen que ser como tienen que ser y se debe filmar sólo el control, lo previsto, lo artificioso; por eso tal vez, hoy día la animación y los efectos especiales están tan en boga, pues en ellos, el control es absoluto. 
El arte industrial no filma lo real, sino que intenta elaborar lo verosímil, apartándose de la esencia del cine mismo, por una razón supuestamente económica. Consecuencia: una panorama cinematográfico muerto y aburrido, cíclico, repetitivo, redundante y opresivo. La industria ha creado una enorme jaula donde sólo nace la ficción controlada. Lo documental y experimental son dos mundos huérfanos, abandonados a su suerte; la ficción reina, pues es esclava de la industria, el mundo del control. Por eso, tanto Burch como Cassavetes, nos animan a dirigir la cámara hacia el mundo incontrolado para intentar encontrar lo vivo, la esencia, finalmente, lo único importante de este oficio. Y nunca hay que confundir la búsqueda de la realidad con el realismo, pues la primera es una actitud y la segunda, simplemente un concepto estético, lo cuál es una cuestión distinta. 
Volviendo a Opening Night -la cuál es una película nacida de otras como A star is born (1937) y All about Eve (1950)- se pueden demostrar todas estas cuestiones y cómo Cassavetes las solucionaba. Una película es como una ecuación que hay que ir resolviendo hasta desenmascarar la incógnita. Bien. Cuenta Ray Carney que Cassavetes quiso hacer esta película para comprender a las mujeres en toda su complejidad y para ello, por ejemplo, durante años, llamaba a su suegra todas las noches para charlar de lo que fuera o se juntaba con grupos de mujeres a jugar a las cartas o leía revistas de peluquería para entender qué es lo que pululaba por sus mentes y qué es lo que la sociedad potenciaba en ellas. A lo largo de su investigación, Cassavetes descubrió una cosa fascinante: todas estaban preocupadas con el paso del tiempo. La mayor parte de sus conversaciones, sus intereses, sus motivaciones de comprar esto o aquello, de hacer esto o lo otro, lo configuraba el hecho de su reloj interno, el cuál les decía que el arroz se iba a pasar de un momento a otro. Cuando se compraban una crema o un vestido, cuando hacían ejercicio o leían un libro, cuando se preocupaban en demasía por determinados temas que nadie comprendía, todo era por lo mismo: su preocupación de conservar la chispa de la juventud.
Cassavetes impulsa la película desde esa idea y lo grande de su cine es que ese pilar que parece, va a dominar la película, al final, da lo mismo. Sólo es un leit-motiv para realizar la película, sólo es una estructura, un eje donde apoyarse y donde ir colgando todas las aventuras que se le antojan o que ocurran sin querer. Digo que en Cassavetes, la idea fracasa porque triunfa el cine por encima de la idea y eso es un éxito y un verdadero método a seguir si es que los métodos existen. Las imágenes tienen que decirnos más que las palabras, si no es así, la película flojeará, se caerá, se derrumbará ante nuestros ojos como un castillo de naipes. El tema debe ser un motor, un descanso intelectual sobre el que viajar cómodamente, dejándose guiar por el nuevo lenguaje que hace crecer verdaderamente el film. Lo grande de Cassavetes es que intuye que ese y no otro, es el camino a seguir y por eso no intenta hacer más psicológica su película, ni más argumental, ni más nada. Las secuencias hablan por sí mismas, los personajes viven dentro, una realidad ha sido fundada. Eso es lo grande de un cineasta: saber reconocer el cine cuando lo tiene delante y no dejarse llevar por la idea. Fluir es el objetivo del cine; encauzar ese fluido es el talento del cineasta.
Existen dos películas en su filmografía, en las que se encorseta o le domina la idea general y margina el factor ALEA: la primera es A child is waiting (1963) y la otra es Gloria (1980), el film que estrenó, curiosamente, tras Opening Night, lo que demuestra que incluso los más grandes cineastas pueden dejarse llevar por ideas erráticas que les apartan del cine, consiguiendo que sus películas pasen directamente de la taquilla al cementerio. Por eso, el futuro del cine, que está siempre siendo, -pues la evolución no existe y la idea darwiniana del arte es un sofisma- ha sido invocado y encarnado por los grandes cineastas, demostrando que el futuro del cine es siempre la búsqueda de su esencia, la captura de la realidad. En Opening Night Cassavetes hace confluir cuatro niveles: el mundo del cine, el mundo del teatro, el mundo del público y por descontado, el mundo real. Genna Rowlands, la heroína de esta aventura, se resiste a interpretar a un papel que no quiere encarnar y mira a los espectadores de un público que no sabe si lo que ve es cierto o es verdad. Ella les mira como nos mira a su vez a nosotros, inmersos en la oscuridad de la sala, como si la sala fuera su alma y poco a poco nos sometida en la oscuridad a sus alucinaciones, prendidos de esa fuerza que sale de la película, esa voluntad de salir al escenario sea como sea, pues the show must go on, siempre que el público se emocione, siempre que palpite. Eso es lo importante. Cassavetes hace películas para que el corazón del mundo no pare nunca, para que su corazón se alimente y con él, sus películas rueden sobre nosotros como bolas de nieve llenas de sorpresas. Eso no nos lo puede dar la industria, pues la industria no confía en la realidad. Por eso no hay que confiar en las carteleras. Sólo los grandes filmakers llevan a cabo una verdadera praxis del cine y funden la ficción, lo documental y lo experimental en una sola cosa: el cine.
















lunes, 23 de enero de 2017




THE LEFTOVERS
(2015 - 2016)

Damon Lindelof y Tom Perrotta





Lindelof ha vuelto liarla. Hace algunos años, ya lo consiguió junto a la grandilocuencia de J.J. Abrams, escribiendo el guión de Lost. Ahora sin él y con una mayor libertad o tal vez, a partir de un refinamiento de su oficio, ha conseguido crear un nuevo mundo y un nuevo y eficiente juego formal y en gran medida, original. Digo sólo en parte pues, The leftovers es una peculiar pócima, conseguida a partir de referencias de cierta cultura hollywoodiense. En todo caso, su virtud radica en no quedarse en eso, en partir de esas bases y derivarlas hacia zonas inexploradas; lo contrario hubiera sido un absoluto fracaso nada recomendable. Es inevitable sentir que The leftovers o su ambiente o el tono donde se narran sus historias, es idéntico o muy similar al recreado en Twin Peaks (1990-1991). En general, el esotérico mundo lynchiano, está presente de manera bastante palpable en las ficciones de Lindelof, de hecho y como curiosidad, el protagonista Kevin (Justin Theroux) fue uno de los personajes principales de  la paradigmática y definitiva Inland Empire (2006). En todo caso, se trata de un influencia benigna, una apropiación feliz que hace brillar a la serie en muchas ocasiones, con una luz muy personal. Otra cosa es que Lindeloff haya vuelto a dejar de lado un elemento importantísimo y que él no practica con maestría: el humor, que es sin duda, el desengrasante y sosiego necesario para rocambolescas tramas  como esta.
Por otro lado, en ciertos momentos, The leftovers evoca  irremediablemente a Lost (2004-2010), lo cuál es un mal menor pues, imagino, forma parte de su firma personal y por tanto, está totalmente justificado. La cosa es que mientras uno ve la serie, también parece sentir nítidamente el aroma de ciertas obras como The Fight Club (1999) o Magnolia (1999). No hay duda de que los referentes más claros vienen de un nuevo cine comercial norteamericano, realizado en los años 90', al que se ha añadido el ingrediente de la ciencia ficción, lo cuál ha abierto, de nuevo, la senda de una especie de regenerado realismo mágico. 
Lindelof o Perrota (que es el verdadero creador de la idea original, pues es él quien escribió la primigenia novela homónima) transmutan la violencia física de otras producciones en un falso y sereno pacifismo, de una violencia psíquica que abate la vida cotidiana, mientras el humo de los cigarros asciende hacia el cielo. The Leftovers es una serie mental, donde lo interior es más importante que lo exterior. Kevin, su protagonista, es una coraza de músculos por fuera, recubriendo el vacío interior, la debilidad absoluta. Si estamos aquí es para vivir y quien se queje de que la vida no tiene sentido, no es más que un mentiroso o un idiota. La vida es una tautología en sí misma, o sea, que trata de la realización de ella misma, de la aventura que cada uno funda en ella; ningún hombre puede destruir la vida, ningún hombre puede entenderla. Por eso, cuando ocurre algo extraordinario, algo inexplicable, regresan al hombre ideas contradictorias y viejos arquetipos mentales que le hacen convertirse en un objeto de pura fragilidad. Como en Lost, la trama de The Leftovers parte de una desaparición masiva y de un enigma que no es posible resolver a través de la razón -auténtica debilidad humana-. Así, se arma un curioso puzzle al que el espectador se entrega sin condición (pues le perturba) y donde permite perderse con gusto (pues lo desea), pues The Leftovers juega con una idea más minimal que en Lost y por tanto, más clara, más directa. Se profundiza en menos personajes, hay menos tramas y todo parece tener una homogeneidad y un ingenio más agudo o, como decía antes, más depurado. La claridad lo es todo. La serie, en esencia, trata de nuestra propia conciencia y en concreto de ese daimon (alma) que nos sale por encima de la cabeza y que nos conecta con otro mundo, que también es el nuestro y nos hace enfrentarnos con la verdad, aviso para escépticos de a bordo que, aquella cosa tan denigrada en este siglo, existe. Por esta y otras motivaciones, The leftovers atraviesa la simple curiosidad y mantiene la atención del público: nos pone a prueba y nos hace decidir qué es real y qué no, qué es la verdad y qué es la mentira. En medio de las dos está el lenguaje de la serie, que funciona como un océano que nos hace ir hacia uno y otro extremo, haciéndonos dudar, sembrado el miedo. La serie nos sugestiona a sentir que tenemos, al igual que los personajes, mucho miedo de nosotros mismos y del mundo, así mediante el influjo de la emoción, la serie consigue reflejar como un espejo, nuestras propias mentiras, pues nos hace aceptar que el mundo natural también es sobrenatural y que el mundo cotidiano es una corrupción que nace del propio individuo.

Es verdad que The Leftovers, en el día en que se escriben estas líneas, sólo ha desarrollado sus dos primeras temporadas, pero puedo vaticinar que lo mejor de la serie, ya ha acontecido. Por lo visto, se ha anunciado la tercera, que en teoría es la conclusión. Veremos. Ojalá vaya bien. Si por medio estuviera J. J. Abrams, el público podría sospechar que la serie se alargaría al menos, hasta el doble de entregas, lo cuál, estoy más que seguro, mermaría el interés de la concreta ficción. Ya pasó con Lost y fue un auténtico desbarajuste; nunca he visto destrozar una serie de tal manera. Fuera de absurdas polémicas, me gustaría profundizar en el motivo por el cuál el público de The Leftovers, empatiza tanto con los personajes. Aparentemente, los recursos que Lindelof usa son los mismos que en Lost: juegos temporales, misticismos, sectas, mundos paralelos, psicología cotidiana (culebrón) y religiones varias, confluyendo en una especie de existencia de pequeños apocalipsis. Todo parece igual, pero no es lo mismo o al menos, está hilado mucho más fino. Me explico: la literatura occidental nació allá por los nortes escandinavos, donde las auroras boreales se aparecían a los hombres como revelaciones reales de los dioses. Así fue cómo los primeros mitos occidentales -primeros esoterismos- se fundaron: dando nombre y leyenda a lo sobrenatural. Esas primeras culturas occidentales daban una importancia especial a los sueños y en gran medida, creían que tanto el mundo de los vivos como el de los muertos eran, de alguna manera, el mismo. Mucho tiempo después, en el siglo XVIII, vivió un extraño intelectual, que pocos conocen, llamado Emmanuel Swedenborg, autor de múltiples y misteriosas obras que anuncian una nueva interpretación de lo espiritual y de la configuración del mundo (tres cielos, tres infiernos). De entre la complejísima doctrina del escritor sueco, sonsacaré al menos un par de ideas, a modo de ejemplos: la correspondencia directa entre hombres y espíritus, la aparición de animales como símbolos de pensamientos o inteligencias de ángeles y la significativa idea de que el amor es la única llave que nos abre la puerta a la belleza, o sea, a la verdad, o sea, a la salvación. Dicho lo cuál, quienes conozcan las dos primeras entregas, podrán sacar ya sus propias conclusiones de lo comentado y entender cuáles son las fuentes reales de las que beben los creadores de esta apasionante ficción, además del cine milenarista de los 90'; la otra posibilidad, hipotética en todo caso, es que el señor Perrotta tenga una enciclopedia muy buena de esoterismo, de donde saque sus ideas, lo cuál, tampoco es lamentable a estas alturas del juego. Así y todo, uno se da cuenta de que no hay nada nuevo en el firmamento y de que nuestra sensibilidad original sigue palpitando ante los mismos enigmas; la suerte actual es que hay alguien que los transforma en historias. Tal vez, la aventura más difícil y a la que no nos acabamos de acostumbrar nunca, es la doctrina del amor; sé que suena cursi, pero es así. Si no amamos, si no vivimos tendiendo hacia el amor (pues como dice Swedenborg: el amor dirige el pensamiento) todo serán tinieblas y lo que es peor, mentiras (las mentiras no generan conocimiento, sino rencor y odio). No se puede llegar al amor mediante la mentira. Es imposible. Por eso, hace poco pensé que la serie debería haberse llamado algo así como The liers, una forma, creo, más directa y menos eufemística de decir lo que se quiere decir; por otra parte, no creo que sea, ni mucho menos, un título anticomercial. Lanzo ideas, que las coja quien entienda. Bueno, a lo mío: tal vez y muy concretamente, creo que el problema de la mentira es el verdadero quid de la cuestión que entraña The Leftovers, el leitmotiv que empuja su estructura. Si uno analiza a cada uno de los personajes y a la peculiar situación que les envuelve, la conclusión no puede ser otra que la siguiente: cuando alguien genera una mentira, dicha mentira produce una pequeña tragedia en el otro o en uno mismo, un drama sin resolver que se une a los demás dramas inconclusos que ya ruedan, confluyendo en enormes e imparables bolas de nieve que giran sin término y que acaban aplastando a sus dueños sin pizca de compasión. Las mentiras acaban con la gente; eso lo sabe todo el mundo. Otra cosa es lo que se suele hacer: fingir que no existen. The leftovers empatiza brutalmente con el público, pues les pone en conexión con una realidad muy cercana y muy particular: las máscaras cotidianas. En general, las personas ocultan la verdad y fingen ser quienes no son o dormir con quien no aman. La represión es una de las psicosis más extendidas a lo largo y ancho de la humanidad. Las mentiras generan, no sólo problemas con el prójimo, sino con la propia mente y esto, en la mayoría de los casos, desemboca en el cinismo, el nihilismo o el relativismo: tres de las grandes enfermedades que han producido la decadencia de la humanidad o al menos, de la cultura y sociedad occidentales. La gente, en general, actúa como si no sucediese nada, como si cada día fuese una repetición del anterior, por eso, muchos creen no tener un propósito importante o suficiente para valorar su existencia. Entonces y como siempre, hay alguien dispuesto a aprovecharse de esa grave situación, de esa falta de amor, de esa falta de confianza en el mundo, y a convertirlos en sentimientos autodestructivos; todo lo que emana de ellos es sin duda, lo que solemos definir como miedo. De repente, tenemos miedo de nosotros y de los demás y por descontado, del universo. Casi nada. Entonces, la incertidumbre y la paranoia social genera las sectas, como forma de respuesta y salvación. Todas las sectas prodigan el escepticismo, la negatividad y el apocalipsis. The Leftovers desarrolla en su seno, el nacimiento y desarrollo de una excéntrica secta que cree que la humanidad ya ha terminado y que por tanto, toda ella debe desaparecer. Así, los supervivientes somos las sobras, los restos: The Leftovers. Ha llegado nuestra hora. Intentan convencer a los demás de que cada uno en su interior, entiende lo que ellos entienden, o sea, que no hay esperanza posible. Ellos intentan que asciendas a su verdad y que más tarde, asumas la inevitable consecuencia de la muerte de la especie humana.
Ese es el desafío y el juego que plantea The Leftovers, el planteamiento fundamental de la trama o como diría Baudelaire: un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Entender o no entender, creer o no creer, sentir que vale la pena vivir o no, sacrificarse o desaparecer. El hombre enfrentado con él mismo y con el enigma de la naturaleza que le envuelve es, sin lugar a dudas, la historia más vieja del mundo. Swedenborg lo aprendió de las sagas nórdicas y lo desarrolló en su aventura intelectual. Durante sus últimos treinta años, el escritor sueco vivió acompañado de sus visiones; de hecho, se cuenta, que la primera alucinación se le apareció una noche: un hombre le persiguió por las calles de Londres hasta su casa, donde le confesó que era Dios y que venía a darle un mensaje. Nadie supo nunca qué le dijo, pero a partir de ese momento, pudo hablar con los ángeles. Cada uno debe encontrase a sí mismo y entender que es lo que es; esa es la aventura.









lunes, 31 de octubre de 2016




À BOUT DE SOUFFLE
(1959)

Jean-Luc Godard
 




INVENTAR EL CINE



Hasta 1959, el cine francés se reconocía en nombres como René Clair, Louis Deluc, Marcel L'herbier, Jean Epstein, Jean Renoir, Robert Bresson o Jaques Tatti, auténticos mitos vivientes del oficio del cinematógrafo y del acto de ver. Dichos artistas, fueron grandes innovadores y adalides de un estilo visual único que les llevó a transformarse en clásicos del séptimo arte. En 1959 Bresson estrena Pickpocket, la historia de un curioso ladrón que vaticinará el destino del propio cine: alguien le iba robar el corazón para siempre a la realidad. Tras el último estreno bressoniano, en las salas francesas se comienzan a estrenar una serie de operas primas dirigidas por jóvenes y desconocidos directores: Les quatre cents coups de Francois Truffaut, Hiroshima mon amour de Alain Resnais, Le signe du lion de Erich Rohmer o Les liaisons dangereuses de Roger Vadim. La mayoría de ellos pertenecía a la icónica revista de crítica cinematográfica Cahiers du Cinema, dirigida por el intelectual católico, André Bazin. Bajo la tutela de dicho gurú, que murió un año antes de ver a sus discípulos triunfar, estos jóvenes aprendieron que el cine primero había que pensarlo para después liberarlo de la mente. La nueva oleada de películas, abrió las puertas a un curioso estilo: un nuevo concepto de praxis, influenciado por el austero neorrelismo italiano de Rossellini y ciertos mitos hollywodienses.
Precisamente fue Jean-Luc Godard uno de esos jóvenes cineastas que quisieron desarrollar su propio concepto de cine, un estilo fresco, lleno de picardía y originalidad. A pesar de que Godard había rodado ya un puñado de cortometrajes y un pequeño documental, su verdadero manifiesto fue sin lugar a dudas, la realización de À bout de souffle. Más de cincuenta años después, Godard es hoy considerado como uno de los mayores innovadores del arte cinematográfico y su ópera prima sigue representando hoy, aquella corriente personal e intimista que estaba naciendo en Europa y que transformaría el cine para siempre: la Nouvelle Vague.
Cuando a principios de 1959, Godard comenzó a preparar el film, los productores Georges de Beauregard y Pierre Braunberger, le presentaron a Raoul Coutard. Este cameraman de 35 años venía de trabajar para el Servicio de Infomación del ejército francés en Vietnam, además de como fotógrafo para diversas revistas internacionales. Su única experiencia  de cine era la de joven documentalista de guerra. Debido a su oficio, estaba acostumbrado a trabajar con la luz natural y era especialista en filmar tomas en movimiento a gran velocidad. Así, ya sea por pura casualidad o feliz oportunismo, Coutard se convirtió en el director de fotografía que consolidó la nueva y versátil estética de la Nouvelle Vague. Además de trabajar en otras dieciséis películas con Godard, trabajó con Truffaut, Jacques Demy, Claude de Givray, Jacques Rivette, Bertrand Tavernier, Raoul Levy, Eduardo Molinaro, Nagisa Oshima y Costa Gavras. 
El resto del equipo del film lo formaron Claude Chabrol en ayuda técnica, Martial Solal en la  música, Cecil Decugis en la edición y Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg como protagonistas. El argumento se inspiró en una historia de Francois Truffaut basada en un hecho real.
Al final de los 50, las cámaras de cine empezaron a ser más pequeñas y livianas, y con ellas los trípodes, los focos, los carros, etc… y aparecieron las primeras lámparas de cuarzo. También se inventaron nuevas emulsiones fotográficas más rápidas y sensibles, que podían ser forzadas en laboratorio. Gracias a estas innovaciones técnicas, Godard y Coutard pudieron realizar la película con un bajo coste y la concibieron técnicamente como si se tratara de una especie de documental: Hay que hacer la película como un reportaje: cámara en mano y sin iluminación, tratando de conseguir una fotografía lo más realista posible […] No se podía hacer otra cosa. No teníamos nada. No disponíamos de tiempo ni de dinero, y quizá ésta fuera la razón fundamental que nos hizo abandonar los estudios, rodar con la cámara sobre el hombro y apenas iluminar, afirma Coutard al hablar de la película. Para fijar la estética definitiva, tomaron como referencias el documental, el cinéma-vérité, el neorrealismo e incluso, el cine negro americano, según la secuencia y el contexto de la misma. Ajustaban los elementos y la luz a los entornos en los que transcurría la acción. Así como ocurre siempre, de la necesidad nacen las grandes ideas y los grandes descubrimientos. Por ello, si la situación para Godard en aquel momento no hubiera sido la que fue, A bout de soufflé nunca hubiera sido lo que es hoy. Era necesario rodar al extremo salvando las dificultades y obstáculos de forma ingeniosa, para poder superar el sistema de rodaje clásico, demasiado costoso y rígido a la vez. Así, de la dificultad nació un estilo que luego ha sido imitado por todos. Godard quería que los actores y la cámara se pudieran mover libremente en todos los sentidos, quería liberar el decorado de todo ese denso sistema de iluminación. Esto fue lo que Godard explicó a Coutard, y éste tuvo que inventarse algo que en aquel momento era la única solución: la luz rebotada. La iluminación rebotada fue el producto de la necesidad de adaptarnos a estas circunstancias y a los reducidos presupuestos de las películas. Si lo único que tienes es dinero para comprarte un Citröen 2CV, no le pidas el rendimiento de un Jaguar. Así que tuve que inventar un sistema de iluminación que fuera rápido, flexible y que nos ayudara a ahorrar tiempo y dinero. 

 Acerca de esto afirma Coutard: […] con el blanco y negro tienes que encontrar un buen contraste entre luz y sombra, porque es así como le das fuerza y definición a una toma […] Si ves los documentales en blanco y negro de la guerra 1939-1945, descubrirás que son maravillosos. Incluso cuando las granadas caían a su alrededor, los cámaras se colocaban donde la luz era más interesante, y las imágenes son realmente vívidas.

 Manifiesta Coutard:

En A bout de souffle pudimos rodar de noche empleando una película Illford de alta velocidad como las que se usaban en las cámaras fotográficas; sólo teníamos 15 segundos para cada toma porque eso era lo que duraba un rollo. Luego, forzábamos el revelado de la película. El laboratorio también nos proporcionaba un plan que nos permitía controlar el tiempo de revelado y nos ayudaba a nivelar las fluctuaciones de contraste.La película a la que se refiere Coutard era la más sensible del momento: la Ilford HPS de 400 ASA. Estaba ideada para la toma de fotos, pero pronto se convirtió en el material estrella de los operadores de la Nouvelle vague. A pesar de que este negativo no era para ser usado en cámaras cinematográficas, y a pesar de los consejos del fabricante y el laboratorio, Raoul Coutard utilizó este negativo y apuró su sensibilidad muy por encima de los límites normales. 
Otro problema -como se ha dicho antes- era la longitud de la película, que venía en bobinas de 17,5 metros. Así que, satisfechos con los primeros resultados con la película, Godard y Coutard se pusieron a empalmar bobinas hasta llegar a tener las longitudes requeridas de metraje.

De esta genial faceta de espontaneidad de Jean-Luc, comentaba Coutard que concretaba sus ideas en segundos. En A bout de souffle le preguntó a la responsable de continuidad del guión qué tipo de toma era necesario realizar para satisfacer los requisitos a la manera tradicional. Ella se lo explicó y luego él hizo exactamente lo contrario. Casi siempre evitaba emplear iluminación, y tenía que haber una razón de peso para convencerlo de que era necesaria

François encuadraba con los personajes en mente; Jean-Luc lo hacía según el movimiento de cámara que quería. En última instancia, las películas de Godard no son películas en un sentido convencional, no cuentan historias. Era un auténtico revolucionario, confiesa Coutard. Y es que al hablar de la composición de los planos, está claro que en la mayoría de ellos simplemente se podía elegir el lugar como atrezzo, y que la composición como tal era casi imposible. Donde realmente puede apreciar el ojo maestro es en las tomas sin movimientos bruscos.

Coutard y Godard trabajaron con planos de todo tipo, usando todos los recursos del lenguaje cinematográfico e incluso intentando revolucionarlo.

Los encuadres nunca son estáticos (menos en los primeros planos) y se mueven con los personajes, se van creando en el camino, a lo largo del viaje de los dos protagonistas. Lo importante son los escenarios donde se mueven, los lugares donde se crean esos encuadres. Un bar, un garaje, un baño, una habitación, un taller mecánico, el campo, la redacción de un periódico, un cine, las calles de Paris… Todo nos da información, y todo forma parte de la estética que inventaron un lúcido y genial director de cine llamado Jean-Luc Godard y un fantástico e ingenioso director de fotografía llamado Raoul Coutard. Sólo de dicha combinación pudo nacer una película que iba más allá, una película que era puro arte cinematográfico, algo llamado A bout de soufflé.

Al respecto, Coutard contó una vez algo que Godard le dijo:
"Yo hago cine, no películas. François hace películas."



martes, 27 de septiembre de 2016




THE OFFICE
(2005 - 2013)

Residencia en la Tierra



El humor es ese lugar donde va nuestra mente
 para hacerse cosquillas a sí misma

(Ricky Gervais en el capítulo Search Comitee, temporada 7)




Nadie duda hoy que las series televisivas copan la demanda masiva de un público que ha encontrado en estas ficciones una especie de soma perfecto para aliviar la cotidianidad; nadie puede negar que no ha habido época anterior en la que se consumiera tal cantidad de imágenes, capítulos y tramas, asumiendo personajes, hilando correspondencias, sospechas, traiciones y digiriendo emociones a dispararse o a encogerse en lo artificioso o lo verosímil. Lo fantástico y lo realista se asumen-consumen por igual, ya se trate de historias de dragones y guerreros o de sofisticadas corruptelas políticas. Las series actúan más que nunca sobre la voluntad de un público que ha perdido el criterio o que ignora la ontología más básica. El espectador doméstico se traga series de la misma manera que hace décadas tragaba televisión: lo que echen se ve y si no gusta de primeras, zapping al canto, que hay series y temporadas para rato. Las posibilidades ficcionales son múltiples y el público es incapaz de elegir claramente, tendiendo en general a lo novedoso y a lo fácil; sobre todo lo fácil, eso nunca cambia. Entre lo correcto y lo fácil se suele elegir la segunda opción; misterios humanos. Además, en este mundo, la paradoja es la ley: aquellos que criticaban los contenidos televisivos por vacuos, estúpidos y repetitivos, consumen ahora series de lo más insignificantes y carentes de originalidad, ficciones clonadas unas de otras y palimpsestos torpísimos, pobres e insustanciales. Así, aquellos que demonizaban el visionado de películas de larga duración como Shoa (8h), Al oeste de los raíles (9h) o Sàtàntangó (7h)... ahora se tragan series que duran de media unas 150 horas, tan ricamente, sin ningún tipo de queja. Curioso. Entonces me imagino que la cuestión no era la falta de profundidad o la abusiva duración, sino la distribución de ese contenido y ese tiempo que, al ser partido, se consume como pequeñas píldoras que palian el aburrimiento. Ya lo dijo Hitchcock: la vida es un trozo de pastel.

Me he permitido este pequeño prólogo para llegar a ese concepto tan confuso: aburrimiento, tan diferente de ese otro, olvidado y temido, llamado conocimiento. El cine, desde sus orígenes, ha bailado entre esas dos funciones antagónicas y por desgracia, la primera siempre ha sido mucho más popular y aplaudida, hasta tal punto que ha sido la gallina de los huevos oro desde su descubrimiento en el siglo pasado. En Hollywood saben perfectamente que la mayoría de las personas viven en una inercia incombustible y agotadora que se repite hasta el tedio y que la única fórmula que funciona a hechos prácticos es sacarles de su realidad para poder aliviarlos un ratito. Hoy vivimos en el paroxismo de esa idea. Después de más de un siglo de cine, el arte sigue sin desarrollarse en la pantalla. Al cine se le ha reservado ese fatídico destino llamado  espectáculo, término heredero del latinismo spectare, definido filológicamente como mirar o contemplar. Así, podríamos decir que el gran público pasa hoy la mayor parte de los ratos libres contemplando sin pensar, como aquel que mira el mar y confiesa tener la mente en blanco. En definitiva, el aburrimiento es un negocio y los temas impuestos por EEUU, son el único y omnipotente contenido. La ausencia de pensamiento crítico se demuestra en que el público se traga de igual manera una trama sobre la Casa Blanca, que una historia sobre un espía corrupto del FBI o el biopic de Abraham Lincon, cuando no es otro cuento sobre la guerra de Vietnam, sobre bandas de narcos afroamericanos o sobre los entresijos de los bomberos de Nueva York. Pero eso es otro tema. La cuestión es que Hollywood gobierna las ficciones y la gente se las traga dobladas, y cuando no se les ocurren a ellos, las compran y las versionan.
Ese fue exactamente el caso de The Office, una humilde serie británica creada por el cómico Ricky Gervais en 2001 y desarrollada en dos únicas temporadas de seis capítulos. El tono, muy inglés, dejaba traslucir brillos de perversidad cómica que fueron aprovechados por la mente norteamericana de Greg Daniels (Los Simpson, King of the Hill) para darle una vuelta de tuerca. 
En el 2005 se comenzó a rodar una versión idéntica pero ahora con actores norteamericanos, con los mismos guiones y tramas. La nueva miniserie conservaba las mismas características que la original: una empresa que vende papel, una oficina, unos vendedores y un travieso jefe que intenta divertirse con sus empleados para pasar el día. Ese, en realidad fue el planteamiento original de Gervais y el que aplicó a su serie, pues para Gervais, The Office UK no fue nada más que un chiste estirado en doce capítulos; una broma encarnada por un irreverente cómico travestido en oficinista. Sea como fuere, la versión norteamericana se deja en manos del talento de Steve Carell, otro cómico del que se pensó, podía reproducir la burlonería de Gervais a la americana: pero Carell no se quedó ahí. Algo se fue de madre en medio del proceso y la austera temporada piloto de Carell pasó la prueba con creces. Había algo nuevo en el personaje de Carell; ahí comienza la magia. 
Los creadores de The Office US ponen en marcha una serie que está basada, en realidad, en la trama más común de la vida occidental: una oficina de ventas y a su vez ponen en movimiento una máquina de imitación de la cruda realidad de millones de personas que viven situaciones similares a las de la serie. Todo es idéntico a la realidad y el pacto ficcional se rompe; la cuarta pared es demolida. El público sin darse cuenta, vive la serie como una ventana y no como una imagen. El espectador deja de mirar simplemente y empieza a empatizar con los personajes, que van formando el engranaje perfecto de una ilusión sublime. Julián Marías, como hace Platón en el Crátilo, explica en uno de sus ensayos que el término ilusión procede del latín illusio y a su vez del verbo illudere, cuya forma sencilla es ludere, derivado de la raíz ludus, que significa juego. Otras acepciones son divertimento, broma, burla, humillación y en algún caso particular, destrucción. La cosa es que a partir de la segunda temporada, Carell empieza a conseguir el beneplácito de la audiencia gracias a que el juego que establece es totalmente original e imprevisto.
Steve Carell encarna a un tipo llamado Michael Scott, jefe de una sucursal de Dunder Mifflin, una empresa nacional de fabricación de papel. Instalados en una nave industrial, él y su equipo trabajan de lunes a viernes vendiendo papel por teléfono. Hasta ahí todo normal. La cuestión es que Scott es un miserable o más bien un desencantado de la vida: es soltero (en contra de su voluntad), no tiene amigos y lleva metido en la empresa toda su vida. Nunca ha viajado, nunca ha tenido novia, nunca ha hecho nada más que estar allí metido, en ese lugar llamado Dunder Mifflin.
Su residencia en la Tierra es trágica, pero se niega a asumir que la causa es él mismo. El planteamiento de la serie es original por el hecho de que además de todo lo anterior -o tal vez producido por todo ello-, Scott es un hombre de una excentricidad apabullante, cuando no prodigiosa. Aparentemente es un jefe que hace bromas pesadas a sus empleados para divertirse continuamente. Nunca hay fin, nunca es bastante. Es un caprichoso, y Dunder Mifflin es su reino, el único lugar del mundo que conoce y que está dispuesto a conquistar. Scott impone sus propias reglas sobre la vida y sus empleados no tienen otra que soportarlas, pues su locura es un delirio que se lleva por fuera, una locura exuberante y carnavelesca que debe exhibirse para que sea eficaz. Para Michael Scott el negocio es secundario, lo importante es matar el aburrimiento de la vida que esclaviza las mentes y no deja imaginar: ésta, y no otra, es la idea que atraviesa y crece durante las nueve temporadas que acabaron componiendo The Office US. Scott no quiere morir triste y decide transformar la realidad para poder vivir. Y lo hace cada día de su vida, sin excepción, cada vez con más intensidad. Necesita contagiar su delirio a la normalidad que reina en el mundo, debe transformarlo todo para que cada hecho sea más absurdo que el anterior. No sabe hacer las cosas bien, no sabe relacionarse con la raza humana: es una especie de E.T., pero mucho más divertido y más raro si cabe.
En un principio, sus empleados le odian y le ridiculizan, pues creen que no es más que un cretino y un tipo demasiado tonto para ser su jefe, pero el espectador se va dando cuenta de que la serie no sólo es una comedia perversa basada en las relaciones laborales de una oficina, sino que es una fábula moderna sobre la imaginación y la expiación de un alma. Se diga lo que se diga, no existe una trama principal que no sea Michael Scott, pues él es la causa y la consecuencia de la serie, el norte y el sur de su éxito, aunque aparentemente sólo veamos a un bobo o a un egoísta confundido con casi todo y sobretodo con él mismo. Michael Scott mezcla la realidad y la ficción y juega con ella, con la conciencia de que alguien más (el espectador) sigue sus hazañas de cerca, hecho potenciado extraordinariamente, debido al tipo de filmación de la serie. Existe una cláusula nada gratuita que hace a The Office una experiencia distinta a otras comedias: durante las nueve temporadas, un equipo de técnicos graba la cotidianidad de la oficina con el pretexto de realizar un futuro documental sobre la vida laboral de Dunder Mifflin. Dicha pesquisa es aparentemente vacua y tangencial, pero estructura la realidad que crea Michael Scott como un metarelato en sí mismo, donde los personajes están atrapados por un ojo que sella sus vidas en imágenes, lo cuál concierne a sus emociones y a sus intimidades; ellos saben que les vemos y aceptan contarnos sus vidas. Este hecho d eautoconsciencia, hace que Scott saque todo su arsenal de showman, pues él se va imponiendo al espectador como una máquina de la sorna descontrolada y el chiste continuo que ralle el agotamiento. Su humor hiperquevediano, por no decir escatológico, sus comentarios racistas, su infantilismo desbordado, su absurdo ionesquiano, su irresponsabilidad, su ignorancia, su falta de tacto, su irreverencia, sus demoledores gags, sus obscenos comentarios sobre cualquier cosa y sobre todo, su poderosa voluntad de destruir el tiempo, hacen de Michael Scott un monstruo con un dulce secreto que nos conmueve; el monstruo nos conmueve y eso es lo más difícil. 
Con el progreso de la serie descubrimos al verdadero Scott, un hombre que confiesa no tener nada más en este mundo que esa vulgar oficina y esos pocos empleados a los que considera su familia. Scott ha inventado un mundo y está dispuesto a ir hasta el final del mismo, aunque sea fantástico, aunque exista solo en su mente… y lo va a secundar con el ingenio. Dijo Schopenhauer que sólo hay un error innato en el hombre: pensar que existimos para ser felices. Dice que es innato porque coincide con nuestra existencia, y todo nuestro ser es sólo su paráfrasis y nuestro cuerpo su monograma: no somos más que voluntad de vivir; la sucesiva satisfacción de todo nuestro querer es lo que entendemos por felicidad. Así, esa satisfacción nace en Scott del hecho de estar juntos, viviendo la tragedia de la vida, ofreciendo una sonrisa a la vulgaridad y el tedio que todo lo envuelve. Toda la voluntad de Michael Scott va dirigida a destruir mediante un juego personal, el velo de la tristeza y la maldición del  aburrimiento. La vida para él sólo es un show que debe celebrar la confusión hasta el infinito para sacarnos del letargo en el que nos vemos atrapados todos los días, en trabajos vulgares y automáticos, lejanos a las emociones de la vida y al espíritu del universo. Es cierto, sin alma estamos muertos y los edificios de oficinas son cementerios de gente que debe resucitar cada día. Así, Scott pretende salvarse y de paso llevarse de la mano a su empleados, para él los únicos seres por los que, aunque le odien, daría su vida. 

Hasta la séptima temporada, The Office narra la larga expiación del espíritu de Michael Scott. Luego, su personaje desaparece y con él la fantasía. Nadie pudo imaginar que sin él, la serie cambiaría radicalmente, y no sólo por un hecho superficial, sino por uno más profundo: la magia desaparece de la serie, el mago supremo se esfuma y todo su poder se desvanece. Sus sustitutos no son más que brujas malvadas y mentalistas indiferentes. La realidad vuelve a Dunder Mifflin y todos se dan cuenta, sobre todo el público. El factor fantástico se esfuma y el realismo se instala como nueva condición; el realismo vence ante la ausencia del ingenio. Durante dos tediosas temporadas, The Office se transforma en lo que quizás una vez se quiso que fuera: una serie cómica sobre relaciones laborales.
Pienso que The Office US es muy grande, tal vez la mejor serie entre los millones de series que hoy persisten en convencer al corazón del público. Habrá muchas más, no lo duden, pero será difícil superarla, pues The Office va más allá de la risa y más allá de la representación: es el gran circo de la propia vida, nosotros mismos frente a la verdad, sin poder comprenderla. Así,  la naturaleza, dice Lao Tse, se expresa raramente. 
The Office encarna ese lenguaje de signos indescifrables que encienden la emoción y la sensación de asombro que produce compartir una experiencia real, con seres reales, contradictorios, inocentes y prodigiosos. Sé que  finalmente me dirán que sólo se trata de una ilusión, un juego, una quimera, un desvarío, un sueño, un delirio, una ficción más… tal vez sea así, no les digo que no, pero permítanme que tenga mis dudas, mientras siga sintiendo que Michael Scott vive entre nosotros.


sábado, 2 de julio de 2016



ADIÓS, TIERRA FIRME
(1999)

Otar Iosseliani





No hay nada imaginario en esta película, simplemente, las piezas están repartidas de otra manera. Las situaciones no son idealistas ni fantásticas y todo lo que sucede está sometido a una lógica rigurosamente realista. Pero el ingenioso Iosseliani sabe que el orden de los factores sí altera el resultado, y así se aplica a ello con un gusto formal y escénico que nos hace sentir en medio de un sueño. El director georgiano tomó como elemento base de su fábula, el estamento familiar, donde se producen de forma común la mayoría de los traumas y las inclemencias psicológicas, para transformarla desde dentro, dando una severa individualidad y un afán de valentía a todos los miembros de su peculiar familia. Quizá es la familia que a Iosseliani le hubiera gustado tener o quizás la que hubiera deseado cualquiera, y no por el caos y el desorden, siquiera por su aparente excentricidad, sino por la falta de tabúes y la libertad moral, intrínseca al alma de los personajes. Iosseliani inventa una película que refleja un paraíso que no se ve, que la opulencia y la alta cultura confunden, haciéndonos creer que la libertad consiste simplemente en la extravagancia. Pero lo extravagante es una bagatela, una mentira más llena de ansias de poder y perversiones mal digeridas.
El paraíso de Iosseliani está rodeado de un bosque del cual sólo puedes salir si te montas tu propia historia, tu propia aventura a espaldas del personal. Nadie debe saber qué es lo que haces en realidad mientras estés en casa a la hora de cenar y le des un beso a tu madre. Fuera del paraíso, la vida de los personajes se transforma y se hunden en el fango de la realidad, donde todo es envidia y egoísmo. En la realidad, hay un chico que duerme en un cuchitril diminuto por las noches y que por las mañanas se pone un traje y engaña a las camareras que no saben qué hacer con su vida. En la realidad hay un hombre calvo que es el jefe de su oficina y que diariamente, se acuesta con prostitutas en un barco amarrado al muelle. En la realidad, hay un mendigo que finge tener dos hijas pequeñas para pedir limosna y un lavaplatos que siempre deja sucia la cubertería. Hay dos corredores que no paran de dar vueltas a la ciudad, llueva o no llueva. Todo esto puede parecer familiar, pero sólo aparentemente. Porque esta realidad también la ha inventado Iosseliani y de alguna manera es otro paraíso, muy distinto al que nosotros vemos al salir a la calle. Los personajes no andan por el suelo sino que viajan en barcas, motocicletas, helicópteros, coches, deslizándose en patines de un lado a otro, fluyendo por el aire, contemplando cómo otros se equivocan desastrosamente y se vengan de sus propios males castigando a los demás. Pero lo hermoso es que, contradiciendo a Jarmush, nadie es extraño en el paraíso y los vagabundos que se adentran en él pueden succionar todas sus libaciones y beber hasta dormir plácidamente o cantar las más lindas canciones, como si para vencer al mundo, en realidad, sólo sirviera cantar. Iosseliana canta con sus imágenes porque es un poeta del cine, esa extraña raza casi extinta que nos hace soñar de la manera más eficiente, dándonos una esperanza de escape o al menos de un último viaje a la felicidad.
Adiós, tierra firme, está filmada como si se tratase de una película muda, donde los gestos y las acciones lo dicen todo y estructuran el film de la manera más sencilla y exitosa. Ver la obra de Iosseliani es ver cómo el cine puede vencer al mundo, cómo se puede controlar la realidad y jugar con ella, modelándola con ligereza, sin virtualismos ni efectismos, sólo con materia y movimiento, pues no tiene el cine otra naturaleza que esta, ninguna otra fisicidad, ninguna otra molécula. Entender el cine pasa por practicar lo que Iosseliani demuestra, lo que el ojo de Iosseliani es capaz de hacer con lo más frágil, con lo más cotidiano. Vemos pasar un tren y de repente nos damos cuenta por el simple movimiento del plano, que no es más que un juguete que da vueltas en una habitación. El cine es eso: algo que da vueltas en el interior de una caja, aparentando realidad, descubriendo paraísos. Todos los objetos que aparecen en el film son altamente hipnóticos y en concreto uno, que ha quedado como fetiche de la obra: un marabó. Este animal resume la esencia del cine de Iosseliani, pues es un animal absurdo, jorobado, que estira el cuello en ocasiones, que abre sus longitudinales alas y que anda sobre dos largos zancos que sujetan un cuerpo encogido, casi irreal. El marabó expresa la paradoja de la vida pues tiene algo que nos recuerda a nosotros, tiene algo de mirada de simio, un gesto humano que nos hace gracia por lo ridículo, pero también por lo semejante. En realidad, cuando se abre, es hermoso y grandilocuente, luego, al cerrarse, vuelve a ser un vagabundo rodeado de un mundo extraño que nada tiene que ver con él. El marabó es como un dios olvidado al que sólo se le admira cuando muestra su esplendor, su singularidad.




domingo, 5 de junio de 2016



FASCISMO 
ORDINARIO
(1965)

Mijail Romm
 
 


A la vez que Godard estrenaba su concluyente Pierrot le fou y Fellini terminaba Giulietta degli spiriti, y también el mismo año en que Polanski dio la nota con su controverida Repulsión y así mismo, Orson Welles brilló con su Chimes at Midnight, se estrenó una peliculita rusa a la que nadie prestó demasiada atención; se trataba, aparentemente, de un simple documental político. Tal vez es comprensible que pasase desapercibida no sólo por su temática, sino por que en este año de 1965, también aparecieron joyitas como Vinyl de Warhol, Doctor Zhivago de David Lean, Olimpíada de Tokio de Kon Ichikawa y por supuesto, La batalla dei Algeri de Gillo Pontecorbo. Casualmente y a su vez, Robert Wise estrenó The Sound of Music (más conocida como Sonrisas y lágrimas) y sin saberlo, coincidió con la temática que Mijail Romm satirizó en su extraño documental.
Inicialmente aparecen escenas de niños representando la inocencia de la existencia. Romm nos lleva de viaje por las imágenes y nos introduce en un dulce trayecto de ternura y profundidad, sin poder advertir que poco después de este prólogo, la cadencia cambiará radicalmente. Viendo este film, uno entiende qué cosas aprendió el joven Tarkovski cuando asistía a las clases de este cineasta revolucionario allá por los 50'. El adjetivo no lo utilizo por su caracter comunista que, sin embargo es ineludible. Dejando a un lado el hecho político o propagandístico (que al fin y al cabo es lo mismo), el film emana una serie de virtudes que dan lecciones maestras por sí mismas de lo que es realmente hacer una película. Si recordamos varios de los ilustres prólogos de Tarkovski (El espejo o Solaris)  no podremos hacer otra cosa que remitirnos a Romm para encontrar su influencia.
Al inicio de la película se advierte que las imágenes que se verán a continuación son, en su mayoría, documentos del archivo nazi, algo así como un NODO del Tercer Reich. Lo que trata de hacer Romm parece sumamente sencillo: ha elegido imágenes que le han cautivado por su realidad y las ha unido para construir una improvisación. Aparentemente, Romm sólo es un comentarista ligero de todo lo que se ve, como si Romm fuera la voz de un ángel que quisiera reirse de ciertos hombres. Dicho formato, para unos años 60' donde los nuevos cines lo ponían muy difícil en eso de la originalidad, Fascino ordinario se nos hace, sorprendentemente, distinta y prodigiosa. Hoy el público está más que acostumbrado a los extras de los DVD, donde algunos cineastas son capaces de comentar cada segundo de sus films sin ningún pudor, revelando los supuestos secretos de sus creaciones, reinterpretando sus propias obras, actuando como retransmisores de fútbol. Lícito o no, acertado o no, el género de "film comentado" parece más que establecido y por lo tanto, Fascismo ordinario puede pasar desapercibida inicialmente, para los ojos actuales. 
La película es un auténtico alegato en favor de la experimentación y el ensayo fílmico. El pensamiento va creciendo y se hace visible a cada fotograma con el simple hecho de la sugerencia y la ironía. En ocasiones, Romm se pasa de la raya y se venga de sus enemigos siendo burlón e incluso gravemente parcial. Pero la película no adolece de ello, de hecho le aporta incluso más inocencia al curioso fenómeno. En sí misma, se tratra de una película fuera de contexto, estrenada en un mundo, veinte años después del derrocamiento fascista, donde aún está vigente la URSS pero perdida en la Guerra fría contra los norteamericanos. A este propósito, también hay un aviso para los yankis en la parte final del film, donde Romm advierte de las terribles similitudes entre las SS y los US Marines.
Dejando a un lado el reproche o el chiste, Fascismo ordinario puede leerse como una auténtica obra de vanguardia, de ritmo intenso y discurso mordaz que nos hace seguirlo durante dos horas como si fuera un sólo segundo, aquel tiempo de eterna pesadilla donde, a sus anchas, camparon por Europa los hombres más crueles de nuestra era: los chicos del furher. Durante el Tercer Reich, los hombres se embrutecieron y el orgullo y la ira reinó en los corazones de todo un pueblo; Romm no se corta a la hora de apuntar al pueblo alemán como verdadera herramienta del mal. El miedo, el hambre y la mentira hicieron el resto. Romm practica una especie de género histórico que no es documental sino sumamente subjetivo, pero que tampoco es ficcional, ya que reelabora la realidad utilizando materiales verídicos. Hitler, Goebels, Goering y Hess son los payasos de su circo. Romm juega con las cartas enemigas para ganar la partida de la dialéctica y ridiculizar así los mitos del fascismo y descubrir, ya de paso, intimidades inconfesables de la guerra, siempre crueles y siempre fascinantes, sobretodo cuando uno piensa que todos aquellos soldados sanguinarios son la réplica de los antiguos matones de Gengis Khan o de los míticos mercenarios de Cartago, y que la única diferencia es que ellos no tuvieron cámaras para grabar a las personas que ahorcaban o violaban para sentir que su vida tenía un sentido o que, simplemente, no tenía ninguno.








lunes, 9 de mayo de 2016




ZARDOZ
(1974)

John Boorman



Escribí Zardoz en 1972, en mi hogar, un valle perdido entre las colinas de ensueño de Wicklow. Resultó una pieza mucho más parecida a una novela que a un guión de cine. Poco a poco le di la forma apropiada para filmar, pero resultó muy radical para el criterio de los estudios. Finalmente obtuve algún respaldo y se rodó la película en nuestros estudios locales de Ardmore y en escenarios cercanos a mi casa, entre mayo y julio de 1973.En las semanas previas a la filmación, Bill Stair ―que trabajó conmigo en Point Blank y en Leo the Last— me visitó para ayudarme a racionalizar las ideas que amenazaban confundirme.

J.B., 1973



Philip K. Dick, Stanislav Lem o Arthur C. Clarke fueron escritores que demostraron que el género futurista podía llegar a tener un condumio más que interesante y de hecho lo demostraron, pues de algunas de sus obras fueron el origen de las tres películas de ciencia ficción más importantes: Blade Runner (1982), Solaris (1972) y 2001: Odisea en el espacio (1968). Ahora bien, entre estos tres hitos alegóricos del género existen una barbaridad de películas que simplemente intentaron viajar al futuro, para conquistar su imagen, con resultados lamentables. Desde que Dennis Hooper impuso el porro como herramienta común de la industria cinematográfica y abaratase los presupuestos al mínimo para ganar lo mismo invirtiendo una décima parte o sea, con un ridículo riesgo para los grandes productores, una cantidad de chalados consiguieron hacer una serie de films aburridos y sosos donde aparecían naves espaciales y telépatas cósmicos muy poco trabajados. La temática fílmica experimentó por primera vez en la industria norteamericana, aquello de la recreación de nuevos mundos, lo que le llevó en general a la creación de inmensos pufos. La exploración de nuevas realidades a través de las drogas, derivó a una intención de hacerlo también a través del cine, lo cual no dio buen resultado. La cuestión del futuro y el espacio exterior ha estado presente desde el ingenioso Meliés o lo que es lo mismo, desde el principio del negocio de la ilusión. Hasta los años 70', la cuestión de generar una imagen del futuro o si se quiere, de lo inalcanzable o lo incomprensible, siempre se había topado con problemas estéticos o técnicos y, en general, reducidos a producciones de serie B o experimentalismos poco conocidos y austeramente artesanales. Las obras de este género llamado de ciencia ficción, se centraban de forma obsesiva en las cuestiones meramente ornamentales del asunto, vaciando a los films de todo interés o entretenimiento; se dejaban seducir únicamente por el continente y no en el contenido. En los años 70', con la supuesta llegada a la Luna y demás artificios de luminotecnia barata, se llevaron a cabo un gran número de películas futuristas con la clara intención de conseguir la imagen real de lo desconocido. Películas como Barbarella (1968), Dark Star (1974), Silent Running (1972), Logan's run (1976), The Andromeda strain (1971) o Future World (1976) son herederas de las calamidades de Richard Fleischer o de las macarradas de personajes como Ed Wood. Sorprendentemente, en esa década del Paz y Amor, la serie B de ciencia ficción saltó a la gran pantalla de los grandes cines y los grandes actores, transformada en leguminosas producciones. Lamentablemente, en su mayor parte, estas películas sólo fueron panfletos esmirriados mal utilizados y llenos de tedio y poco talento; las ricas posibilidades del género fueron empobrecidas por su mal uso. A pesar de ello, rebuscando en este cajón desastre del fenómeno de la ciencia ficción de los 70', se encuentra la maravillosa Zardoz, una rara joya de lo que podríamos denominar comedia-filosófica.
Desligándose de las películas ecologistas, idealistas, futuristas, hippistas y demás engendros de los 70', Zardoz reluce como una de las genialidades del llamado Hollywood LSD. Escrita y dirigida por un lúcido Jonh Boorman, Zardoz representa una profética y acertada alegoría de nuestra realidad. Filmada con un estilo similar al mejor Kurosawa de Ran (1985) y con unos efectos especiales tan orgánicos como el mejor Kubrick, Boorman consigue una especie de película a lo Arrabal, mezclada con puntos a lo Blade RunnerZardoz trata sobre un futuro en el que la Tierra permanece asolada por unos guerreros salvajes (los Exterminadores) que destruyen todo vestigio humano y mortal. Son los adoradores del dios Zarzoz, una cabeza de piedra gigantesca que vuela por los aires y que les provee de armas a cambio de cereales. Los guerreros saben que en algún lugar de la Tierra existe una enorme burbuja a la que llaman el Vórtex, la cuál contiene los secretos de la vida inmortal. Zeta, uno de los guerreros acaba encontrándola y conociendo a las personas que allí habitan. Sin querer desvelar el argumento, sólo diré que allí se hablará de la inmortalidad y de la acumulación del conocimiento y de todos los problemas que puede acarrear la destrucción del espíritu vital de los hombres. La ciencia es una religión y la inteligencia artificial domina la vida de la burbuja. Zeta tendrá que enfrentarse a aquello e intentar destruir todo aquel error, para poder purificar y cambiar el destino de la raza humana.
John Boorman utiliza este relato para contarnos cómo y de qué manera nos precipitamos a una existencia aburrida e impotente donde nada ocurre en realidad, a pesar de poseer todas las posibilidades o de creer en ellas. En el Vortex, lo real ha quedado desplazado de las personas y lo virtual ha conquistado la vida misma; ya nadie tiene una relación real con las cosas, con la materia y todo parece inútil y dominado por una fantasmagoría, mientras todos viven en un soporífero y cómodo mundo infinito donde todo parece estar hecho y ninguna sorpresa acontece. Con enorme maestría, Boorman nos introduce en esa burbuja, en los misterios del Tabernáculo, en los reveladores recuerdos de Zeta y en la maravillosa ilusión de Arthur Frayn, el personaje clave que hace y deshace la película, el gran titiritero de la trama y mago por excelencia que mantiene la ilusión de los bárbaros y los inmortales. Él también es el que conduce el humor del film o su propio absurdo y pone de relieve la contradictoria realidad a la que se dirigen los hombres que creen en la ciencia como la religión que les guiará hacia la salvación; él es un mago que conoce el truco y que espera a que aparezca el elegido que pinche la burbuja del aburriemiento y desencadene de nuevo, la verdadera vida, condicionada por el deseo y por la muerte.
Su gran originalidad y su pura excentricidad, combinada con el sentido del humor y la aventura, hacen de Zardoz una propuesta más que interesante que además conlleva una profunda reflexión sobre el poder de la ficción y a la vez, sobre el incierto futuro de una existencia insoportable. Es cierto que Boorman, en ciertos pasajes, instaura un ritmo algo lento y entrecortado debido a las numerosas explicaciones que se suceden en la historia, lo que la ensombrece por instantess, pero su brillantez global y sus momentos estelares la hacen mucho más que recomendable, poseedora de una energía y una potencia sin igual. Su goce visual está al nivel de su profundidad de pensamiento, que intenta extenderse sobre el film lo más posible, lo cuál puede llegar a hacerlo algo confuso, aunque cuando el director intenta decribirla con sus propias palabras, la idea se hace clara: Zed es uno de esos mercenarios, transformado en servidor del dios Zardoz. Pero se torna una amenaza para el orden establecido al ingresar al Vórtice y él es, en efecto, el contraataque de la Naturaleza a todo lo que el Vórtice sostiene. En nuestro mundo material parecemos olvidar que no viviremos para siempre; pero tal como mis habitantes del Vórtice descubren, la vida pierde su significado cuando la muerte no existe. Es algo que hay que afrontar, incluso recibir de buena gana; tal como mi filme trata de decir, es nuestra esperanza de renacimiento. ¡El problema de la Eternidad es que dura demasiado! Todos acabaríamos deseando una buena muerte… Lo que postulo en Zardoz es que la máquina se paró, pero en el momento en que se detuvo, otra tecnología no-mecánica fue posible, permitiendo a una élite, la Comunidad Vórtice, la supervivencia. El Vórtice es en realidad como una nave espacial: autosuficiente; autoregenerable, independiente de las imperfectas máquinas de las que actualmente dependemos; pero por supuesto es por definición, estéril. Zardoz es mi canto a la paradoja, una rodilla hincada ante la cruel majestad de la Naturaleza.
Muchos de los primeros que vieron la película, no la entendieron, así que Boorman decidió incluir a posteriori, una secuencia del misterioso personaje de de Arthur Frayn a modo de prólogo hipnótico, donde se resume el argumento de una manera más sencilla y prepara las mentes para disfrutar mejor el torbellino cinematográfico que se avecina; en todo caso, hay que decir que, necesario o caprichoso, realmente es uno de los mejores momentos de Zardoz.