miércoles, 3 de mayo de 2017




LOS SOPRANO
(1999 - 2007)

David Chase


Una teleserie es un producto defectuoso, inesencial y en cierta manera, engañoso de por sí. La idea de que las series actuales son películas alargadas, no es más que una pura bagatela y no responde a otra cosa que a una moda pasajera y a un acomodamiento mental. Tengo la sensación de que cada vez se ven menos películas y que en cambio, el público generalista se entrega a las series a dolor, sin importar la duración de las mismas, conservando la falsa idea de que en realidad están viendo algo que tiene que ver con el cine o con una película. ¿Quién no ha escuchado alguna vez orgullosas y soberbias opiniones del tipo: hoy las películas son las series o hoy las series son muy superiores a las películas? Aún no sé qué tienen que ver una cosa con la otra; es como comparar una novela de Dumas con una de Beckett. 
En el público común, además de la falsa concepción anterior, también posee una vieja contradicción con respecto a la duración de los films. Es cierto que hay películas larguísimas y que cuando una cinta pasa de la tercera hora, el personal empieza a tambalearse (Shoa de Claude Lanzmann, La rueda de Abel Gance o Chelsea Girls de Warholl). Bien, puede ser comprensible. Pero lo que no es aceptable bajo ninguna circunstancia, es que esas mismas personas pasen esas mismas tres horas o más, delante de unos cuantos capítulos de la serie de temporada a diario. La forma de ver series hoy, ha adoptado la dinámica televisiva del infinito. Los jóvenes -y no tan jóvenes- que se mofan de sus madres por estar enganchadas al tonto culebrón de sobremesa, se han mimetizado con ellas o mejor dicho, con ese tipo de público adicto y pasivo. Porque no lo neguemos: hoy las ficciones se ven de seguido y los capítulos en serie se hacen como rosquillas en las productoras yankis. Hoy más que nunca, la fabricación en cadena ha llegado a la ficción audiovisual y el público se las come dobladas, sin digestión alguna: es lo que podríamos llamar efecto pelícano. A veces me pregunto qué carajo tan especial tienen las series para provocar dicha adicción o mejor dicho, para contagiar esa fácil costumbre. Tras un análisis de diversas series, lamentablemente llego a conclusiones bastante negativas: simplicidad, efectismo, poca o inexistente originalidad y una falta abrumadora de talento. Alguien ha descubierto que el público consume más cuanto peor sea la calidad del producto. El truco está en la factura de la apariencia visual, en el mimetismo con modelos consagrados y en la necesaria envoltura de las representaciones con música hipnótica, aliñado junto a fuertes cargas de violencia y sexo. Hoy, el 90% de las series producidas en Norteamérica -que es de donde vienen casi todas- siguen los patrones anteriores a raja tabla, consiguiendo audiencias asombrosas, llenando los bolsillos de la industria yanki, cada vez más pueril y miserable. Si Henry Miller levantara la cabeza.
Pero bueno, no hay que ponerse demasiado enfáticos, pues no sé si por casualidad o por milagro, de vez en cuando aparecen teleseries que marcan un punto de inflexión; series tan auténticas que se hacen irrepetibles y a las que hay que hacer más que merecida mención.

Una de ellas, quizá la más famosa, es The Sopranos, una teleserie centrada en la vida común de un puñado de gánsters de Nueva Jersey. Inicialmente se plantea como una serie medio paródica, llena de referencias al cine de la mafia y en concreto, a la legendaria película de Coppola. Al principio, todo se basa en un teatrillo cotidiano, en el que los gánsters son representados como un puñado de frikis que parecen dedicarse al oficio de la extorsión y el bandidaje, por puro homenaje al mito creado en las películas. Referencias a James Cagney, a Al Pacino y a todo ese mundo nacido del mito de Al Capone que Hollywood supo explotar desde sus primeros tiempos, son el alimento de este grupo de delincuentes caricaturescos. O sea, que inicialmente, David Chase -el creador del asunto- presenta a un grupo de gente autoconscientes y autocomplacientes del trabajo sucio al que se dedican, infantilizándolo a través de sus chistes y sus posturas. Visten como gánsters italianos, todos tienen raíces italianas, apellidos napolitanos o sicilianos y todos parecen añorar su patria europea, aunque en realidad, la mayoría de ellos nunca la han visitado y tal vez nunca lo hagan. De hecho, una de las curiosas ironías de la serie, es que ninguno de ellos sabe hablar italiano. En realidad, no se dan cuenta de que ellos son mucho más auténticos que las películas de Scorsesse: Casino, Sacraface o Goodfellas. Son víctimas de su propio mito. Por eso, al principio, la serie parece ser un producto derivado de la popular Analyze This (1999) de Harold Ramis, en la que el personaje de Robert De Niro se transforma en una frivolización -o humanización- del oculto mundo del hampa.
Pero The Sopranos, no se llama así por la banda de mafiosos que dirige Tony Soprano, el padrino de Jersey, sino por la situación familiar y personal que él debe conjugar con su secreta forma de vivir.
¿Quién es Tony Soprano? Tal vez, sea esta la gran cuestión del asunto, la clave y la razón del poderoso atractivo de esta concreta ficción. David Chase tenía claro que su historia debía ser una inmersión a través de los infiernos de este grandullón de apariencia amable, quien desde niño sufre ataques de pánico. Así, él inicia una terapia durante siete años con una psiquiatra que intentará descubrir qué ocurre dentro de esa incógnita llamada Tony Soprano.
Si la serie hubiese durado dos o a lo sumo tres temporadas, podría decir sin tapujos que es verdaderamente una obra maestra de la narración, el problema viene después, pues la serie comienza a cometer los pecados que cometen las series actuales: alargan tramas sin interés, incluyen personajes irrelevantes, capítulos reiterativos y caprichosos y multiplicación de temporadas sin motivo aparente.
A parte de este tema, en el cuál el dinero es el único culpable y dios redentor, The Sopranos aporta a la narrativa serial una calidad inusitada y en cierta manera, una autenticidad sorprendente. Junto al guión, las interpretaciones son de una naturalidad y una precisión tal, que en ocasiones se olvida que se está viendo una ficción. La clave providencial de la maquinaria es James Gandolfini, el actor que interpreta a Tony Soprano, no sólo por su talento o su gracia, sino porque su presencia se hace tan real, que por momentos creemos conocerle personalmente. Este personaje tiene una importancia especial, ya que esconde el secreto de la serie. Sólo él sabe la verdad y la distribuye a cuenta gotas, organizando sus silencios y sus asesinatos de manera imprevisible. Miente a su mujer y a su psiquiatra, a sus amantes, a sus hijos, a sus amigos, pero luego les reúne en una amigable barbacoa donde todos le rinden pleitesía. Carece de la ampulosidad de Marlon Brando y de la impulsividad de Al Pacino; es más un De Niro grandote con el gancho de Mike Tyson y el instinto de Maquiavelo. Tony Soprano posee un extraño poder para leer en la mirada de la sinceridad o el engaño. Sabe medir el tiempo, compensar sus errores y sobretodo, llegar vivo a Navidades para celebrar las fiestas en familia. Cuando vemos The Sopranos, vemos varios Tonys: uno que cuida a su familia y otro que cuida su cruel e ilegítimo negocio. La vida de Tony se basa en una mentira colosal que él debe enterrar a base de joyas, billetes, putas, alcohol y sobre todo comida. Lo que más se hace en la serie es comer. Él y sus secuaces comen constantemente como si su única religión fueran esos pequeños macarrones que ellos llaman orgullosamente ziti.
Toda la serie es una mentira que todos comparten, una mentira que el espectador cree que finalmente se resolverá, hasta que en cierto punto, la ficción ofrece una catarsis demoledora y el público se da cuenta de que Tony también les ha engañado a ellos: aman a un asesino que les cortaría el cuello por un solo dollar. El pública sueña por momentos ser Tony Soprano, sueña ser su amigo, sueña poseer su infinito poder. Poco a poco, el espectador se mimetiza hasta tal punto con el personaje que un sentimiento de culpa invade al público, hasta dejarle seco y hacerle sentir que en realidad, todos, de alguna manera, hemos sido Tony Soprano en la vida real: hemos extorsionado, hemos mentido, hemos traicionado y también hemos querido hacer las cosas bien, pero hemos acabado castigando, engañando y torturando a nuestra propia alma con aquello inconfesable que nunca diremos sobre nosotros mismos, eso que Tony nunca acaba de revelar en la serie y que a todos nos gustaría oír.
El secreto sigue oculto y la serie se termina.
Demasiado larga, la mitad es aburrida.
Lo siento por los innumerables fans que la creen intocable.
The Sopranos no es perfecta, pero nos da algo auténtico y personal.
Eso no suele suceder todos los días.
Tampoco se conoce a un Tony cada día, ¿o sí?
El público deberá mirarse al espejo algún día y saldar sus cuentas.
Mientras tanto Hollywood, hace caja.
Es una pena.

¡Viva Tony Soprano!



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