martes, 2 de febrero de 2016




CAPTURING THE FRIEDMANS
(2003)

Andrew Jarecki




David F. : ¿Quién es Arnold Friedman? 
Arnold F. : Es personal.


La familia es uno de los estamentos más peligrosos para el individuo. Toda agrupación, todo colectivo, deglute por su propia definición la voluntad personal y la digiere en forma de herencias mentales y traumas irreversibles. El hombre por naturaleza es pura libertad, puro ego zumbante y sonante, ansioso de identidad. La institución de la familia suprime dichos instintos y los transforma en reglas y protocolos. No existe una forma más eficaz de control, por ello, estás dentro o estás fuera.
Los Friedmans son una familia que vive muy dentro de ella misma, un grupo de personas que asumen un secreto sin desvelar; una desviación natural provocada por la permanencia de una horrorosa y supuesta mentira llamada Arnold Friedman.
Arnold Friedman es informático, tiene tres hijos y una mujer llamada Elaine; también tiene una cámara super 8 con la que filma a su familia ininterrumpidamente. Entre ellos, sólo saben decir que son felices y que están orgullosos de tener un padre muy inteligente que da clases de informática en el barrio. Los tres pequeños, David, Seth y Jesse, aprenden a tocar el piano y a actuar delante de la cámara desde su infancia, hablando de ellos mismos, derrochando naturalidad y frescura; sin saberlo, se están haciendo actores profesionales. Por su parte, Arnold se va transformando en un filmaker diletante y compulsivo que no cesa de grabar escenas que él mismo planifica; todos los demás le siguen el juego como si se tratase de un espectáculo para el público. Así, la familia se convierte azarosamente, en el argumento más apasionante de la vida de Arnold. Hasta este punto, todo esto es lo que podemos ver con nuestros propios ojos: su intimidad filmada de una manera especial, su mentira más personal sobre el asunto, un producto cómico y extravagante, con un halo de misterio cotidiano y humor infantil, untado de ese viscoso ambiente de la Norteamérica profunda.
Arnold no dice por qué filma a su familia, ni siquiera su mujer lo sabe, pues todos obvian que es algo cotidiano y gracioso; además, piensan que así blindan su memoria ante el paso del tiempo.
Una mañana la policía arresta a Arnold, acusándolo de un delito gravísimo y secreto. Su mujer no se lo puede creer, sus hijos mantienen el silencio. En la película no aparece una sola prueba definitiva que lo culpe, todo son hipótesis; en su despacho se encuentran indicios de un posible delito, pero también sin pruebas concluyentes, aunque en tal cantidad de material que su silencio no sirve más que para acrecentar las dudas. Los secretos de las personas se parecen a búnkers bajo suelo, cegados al mundo real, donde nadie puede ver y todo es posible, pues allí la identidad se libera en todas sus formas. La policía arresta también a Jesse, el hermano menor, acusado de ser cómplice directo de su padre; David y Seth no entienden qué ocurre y su madre se vuelve loca: Elaine, una mujer entregada a su familia, acaba de entender la sensación de la traición, pero en teoría sabe lo mismo que los demás y no puede creerse o asumir lo que ocurre. Vuelve a ver las cintas grabadas para buscar a su verdadero marido y la imagen le responde con otra realidad; ¿dónde ha quedado todo aquello, si aquello fue lo que existió? ¿a quién han arrestado si mi marido es un hombre ejemplar?
El cine es la representación de una voluntad, pero nunca es la verdad; de hecho, no sirve en un juicio para demostrar nada. Los cineastas trucan los hechos para que estos se amolden a la idea personal que cada uno exige de ella; por eso, la realidad funciona como una puta barata. Los cineastas miran desde un punto determinado, a una distancia elegida por ellos, con un color, una luz y un intención personal. La mentira del cine tiene que ver con el truco y con la preparación del mismo, incluso los documentales, siempre encubiertos por un aura de realismo, son mero montaje, mero discurso. Las filmaciones de Arnold Friedman son así una especie de discurso, una mise en scene críptica que sólo él podía entender; un jeroglífico que esconde una verdad oculta que él nunca quiso desvelar. Como un faraón, Arnold se llevó a la tumba la clave de esas imágenes naif que tuvieron como consecuencia que David se transformase en el payaso más famoso de Nueva York, que Jesse pasase toda su juventud entre rejas, que Elaine quedase traumatizada y desconcertada para siempre y lo más importante, tal vez, de la película, que Seth, el hijo mediano de los Friedmans, no quiso aparecer ni testificar en el documental del caso, al contrario que los demás; su causa inconfesable es, seguro, la clave que su padre nunca quiso confesar. 
Esta película muestra una cadena entrecruzada de tres mentiras: la primera es la  de Arnold, la segunda es la de su familia y la tercera mentira es la que inventan las autoridades, dominadas por la moral y la opinión pública; los cargos a los que se enfrentan los Friedmans, son tan políticamente incorrectos que la policía fuerza los testimonios y las palabras de los testigos, con tal de que se cumpla su ley, una ley arbitraria que tiene miedo, y presión de otros muchos cobardes que piden sangre sin llegar a la verdad del caso, sin demostrar qué es lo que realmente ocurrió. En el film, alguien se equivoca y casi todos mienten; sólo los silencios hablan cuando todo está podrido de cabo a rabo. Y no sólo es la familia Friedman. Hay muchos elementos en esta película de una intriga atroz, de un morbo alucinante, de una sencillez abrumadora. Las capas de la cebolla se van abriendo, pero nadie puede llegar a la semilla, pues la semilla, como casi siempre, está demasiado profunda, en ese lugar donde es muy difícil que algún día llegue el cine. 
Más allá del caso en cuestión, la identidad de Arnold Friedman queda en el aire como si fuera un fantasma amable al que nadie hubiera escuchado o un horrible monstruo con cara de profesor de matemáticas, perverso e inhumano. Las imágenes no muestran eso precisamente, pero, ¿serán las imágenes, la cuarta mentira del film? (De hecho, en ocasiones, el film de Jarecki parece un fake en toda regla). Fuera como fuese, la duda recorre y finaliza la película, nada se resuelve y la secuela no es más que un puñado de exhibicionistas yanquis bailando en el salón de su casa, atrapados en cintas super 8, interpretando un papel para siempre, una imagen real y falsa que, al mismo tiempo, esconde el sonido del silencio de Arnold Friedman: se trata de algo personal.




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