sábado, 11 de julio de 2020





THE EXPANSE
(2015 - 2019)

Mark Fergus y Hawk Ostby






¿Qué es este extraño artilugio serial? ¿qué aporta a un mundo donde la ficción se devora a sí misma? Han tenido que ocurrir muchas cosas para que esta serie de ciencia ficción se haya manifestado: si viajamos en el tiempo, a vista gorda nos encontramos con un puñado de producciones como la pionera Fantastic Voyage (1966), la desmesurada 2001: A Space Odyssey (1968), la legendaria y austera Star Trek (1966 - 69), la inolvidable Solaris (1972), la extraña aventura "neoeco" Silent Running (1972), la épica de Star Wars (1977), el misterio de Contact (1997), el bizarrismo de Esfera (1998), el engendro kitsch de Mission to Mars (2000), el remake fallido de Solaris (Soderberg, 2002), la magnífica Interstellar (2014), la comedia cósmica de Guardianes de la Galaxia (2014), la contemplativa The Martian (2015) o en último término, el fallido intento minimal de Ad Astra (2019). Evidentemente hay muchas otras, las cuáles transcienden el género o simplemente lo denigran. El tópico del espacio siempre ha sido un campo fértil para la gran industria, un lugar donde poder desarrollar la virtualidad y vomitar la impotencia. Digo esto pues si uno se fija detenidamente, detrás de las grandes aventuras y naves colosales, detrás de la gravedad cero y los cazas de combate hipersónicos, tras la recreación de planetas, nebulosas y meteoritos no hay más que una idea amasada por la humanidad desde sus inicios: la expansión. Todos los imperios, desde el sumerio hasta el chino actual, han soñado con extender sus fronteras lo más posible, estirarse para dominar, destruir para crecer. En el mudo globalizado parece que la Tierra se ha vuelto un tanto más pequeña de lo que creyó Marco Polo y a través de la propaganda norteamericana, sobre todo a partir de los años 60', el decadente imperio del tío Sam ha conseguido generar la esperanza de poder conquistar otros mundos distintos de este. El mundo anglosajón lleva en sus venas la tendencia colonizadora, la práctica de aprovechar terrenos vírgenes para explotar en la distancia las riquezas de los ignorantes. Hoy, lejos de los imperios marítimos, la propaganda fílmica parece incidir de una manera inquietante en el imaginario cósmico como un paso cercano de nuestro único futuro. Sólo hay que documentarse en publicaciones serias sobre el tema para advertir que todo lo anunciado o imaginado no son más que bagatelas, caprichos ilusorios de una ideología -la norteamericana- muy poco probables, por no decir, falsos. La industria de lo estelar juega la baza de lo apocalíptico, del desastre natural, para obligar al pensamiento a admitir que debemos partir a Marte, Venus, Júpiter o Ganímedes; la cosa es establecer un punto de fuga, un objetivo milenario para que todo quisqui se concentre en ello y deje de confiar en lo telúrico, lo terrenal: nuestro único paraíso.
Desde finales de los 70', uno de los genios de la corrupción ficcional, James Cameron, estableció con Alien (1979) el mito de la amenaza desconocida, ya anunciada en el género clásico de terror con personajes como Drácula, King Kong, la momia, el hombre lobo, las brujas, el diablo o Jack el destripador; seres imaginarios letales para los hombres que, de alguna manera, amenazan la existencia de la humanidad al representar entes incomprensibles e irracionales. La idea de que el universo está lleno de monstruos temibles e incontrolables viene quizá del temor innato a la oscuridad, a la profundidad de los mares y a las miles de supersticiones que han jalonado por una parte y enriquecido por otra, a nuestra civiliación desde sus inicios, de lo cuál también se deduce el terror a los muertos que pasó de la simple aparición de fantasmas -con más o menos susto y gusto- a la multiplicación de todos los ciclos de zombis imaginables -en la línea de The Plague of the Zombies o The Reptile, ambas de 1966- y que me temo, quedan por imaginar; en qué momento se le ocurrió al señor George A. Romero abrir la caja de Pandora con Night of the Living Dead (1968), por cierto, versionada hace muy poco en la nueva basura del somnoliento, soso y acabado Jarmusch (The Dead Don't Die, 2019). Diez años después de esto, aparece Invasion of the Body Snatchers (1978), para rematar la faena y dejar a los años 80' invadido de seres particulares a nivel masivo: Gremmlis (1984) o la terrorífica Critters (1986) -basada en un grupo de alienígenas hambrientos de carne humana-, dan fe de ello. Los arquetipos se van deformando y multiplicando de tal manera que podríamos estar citando títulos de películas hasta morir, pero no vamos a morir -al menos de momento, esperemos- y por eso, si seguimos el hilo, nos daremos cuenta que la invención de criaturas horrorosas también tiene un límite, tal es así que llegado a un punto, todo acaba pareciéndose y el terror acaba siendo menor o nulo, sobretodo para un público que ya ha visto mucho desde los años 80'. La cuestión de cómo estremecer a un público saturado de horrores parece pasar por la idea de lo invisible: si recordamos la sugerente The Happening (2008), del siempre irregular Night Shyamalan, nos daremos cuenta del concepto. Los guionistas perciben la vieja regla cinematográfica que aconseja sugerir en vez de mostrar, omitir en vez de enseñar. En un mundo banal como el de hoy donde las apariencias parecen ser la única religión, la gran amenaza sólo puede transmitirse a través de lo inmaterial, de lo transparente. Así, llegamos a la serie The expanse.
Creada por dos guionistas (Mark Fergus y Hawk Ostby), autores de dispares trabajos como Iron Man (2008) o Cowboys & Aliens (2011), la superproducción serial circula en base a la existencia de un virus -nada raro en estos días- que acaba brutalmente con las personas. Todo esto se contextualiza en medio del universo, en una supuesta fase de la humanidad donde se han colonizado varios planetas del sistema solar. La vieja historia de la sociedad de clases se traslada ahora a una sociedad planetaria con idénticos problemas. Existe en la ambición ficcional de la industria una tendencia explícita a crear metáforas de la realidad en formas sofisticadas -tal y como lo hizo en su día Dante, Tomas Moro o Campanella-, disfrazadas de luces y fuegos de artificio, dando la impresión de intentar anunciar profecías basándose en la vulgaridad cotidiana y el plagio histórico. Una cosa es la influencia y otra la copia descarada: ustedes mismos podrán comprobar mis palabras en las imágenes, por lo cuál, no entraré en el tema. A pesar de ello, The expanse tiene algo nuevo, que va más allá de Juego de Tronos o Battlestar Galactica, algo que se va generando a medida que pasan los episodios, orientando la trama aparente hacia un elemento algo más espiritual de lo usual en este tipo de producciones. La historia no se detiene meramente en la política, las batallas, las naves o los viajes estelares y de hecho, algo muy destacable es la ausencia de escenas gratuitas de sexo o historias empalagosas rollo Melrose Place o Beverly Hills, 90210, conocida en nuestro país como Sensación de vivir, lo cuál se agradece debido a la saturación pornográfica actual. Se hace muy interesante pensar en el verdadero significado de este último título mencionado: en The expanse existe una enorme virtualidad fuera y dentro de los personajes, como si verdaderamente, los entes ficcionales se sintieran atrapados por un entorno antinatural y contradictorio, en el fondo del cuál se angustian y se sienten tristes y afligidos sin saber muy bien por qué. No están en su lugar y sufren, separados de la natuaraleza. Este fenómeno, más allá de las lecturas aparentes y explícitas, es mucho más interesante que incluso la barroca y abigarrada trama, pues refleja no ya un mundo exterior, sino la intimidad de muchos millones de personas de hoy, con vivencias encajonadas y confinadas por costumbre: el público empatiza con los personajes pues estos se convierten en un espejo exacto de la circunstancia del puro aislamiento -más allá del covid- e infelicidad, al haber claudicado bajo el yugo de la tecnología y haber olvidado la esencia de lo humano. Tal vez sea lo único rescatable de esta enorme epopeya plagada de trayectorias, velocidades imposibles, asteroides y seres confundidos que siguen sintiéndose amenazados por lo desconocido, en este caso, representado no ya por Freddy Krueger o los demonios de Tourneur, sino por unas lucecitas azules a las que denominan protomolécula y que tal vez sean una muestra más de la existencia de lo divino. Este supuesto enemigo sin rostro es el leitmotiv de una historia y unos personajes perdidos en medio de la soberbia humana, de la mentira de la ciencia, de la avaricia, el egoísmo, de la sed de poder y de la obsesión por la supervivencia por encima de cualquier otra existencia posible (o lo que es lo mismo: miedo a la diferencia). Estéticamente, The expanse tiene la particularidad de mostrar una imagen algo tosca, como de videojuego cutre que por momentos, le hace perder verosimilitud y la emparenta con fenómenos similares a los antiguos y mundialmente conocidos Resident Evil o Doom. Imagino que gran parte del público habrá sido antes que cinéfilo (o consumidor convulsivo de lo ficcional), amante de los videojuegos de los años 90'; esto explica muchas cosas y justifica ciertas anomalías estéticas que no tienen nada que ver con el cine y si con nuevas percepciones en deriva. No se engañen, a pesar de sus curiosas virtudes, The expanse ya no pertenece al mundo del cine sino a ese otro lugar denominado ciberespacio, red, audiovisual, new television, lleno de zonas frías e inhumanas hacia las que la industria quiere lanzar para siempre a las almas humanas, para que se olviden de su esencia y su conexión con el universo y en cambio, lo experimenten todo como una amenaza, un enemigo.










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