domingo, 21 de febrero de 2016




DALLAS BUYER CLUB
(2013)

Jean-Marc Vallée




¿Cómo aguantar sobre un toro salvaje durante ocho segundos? Ron Woodroof llevaba toda su vida montando a ese toro sin ser derribado. Escribe Dante en su obra maestra: En medio del camino de la vida, vine a encontrarme en una selva oscura. El caso de Woodroof es parecido, aunque no idéntico al del poeta, pues Woodroof no es un cantor sino un héroe que debe resucitar en vida para entender que en realidad, estaba muerto. El primer cuarto del film se sitúa en ese lugar al que Dante llamó Inferno, para ir ascendiendo gradualmente a niveles superiores de entendimiento y sensibilidad. Ron vive en el mundo infinito del deseo, donde el placer atenúa la desesperación del tiempo y donde la injusticia es una ley asumida y omnipresente. Según la tradición griega, los héroes deben aceptar su destino y vivirlo en un sentido recto, sin contradecir a los dioses. Ron Woodroof vive en un mundo donde todos los dioses han sido acribillados a balazos y donde el único que manda es el señor Dinero. Ron vive en un pueblo de Dallas donde se hacen rodeos y orgías de esqueletos. Woodroof es un esqueleto andante parecido a la muerte, un saco de huesos que debe convertirse en un héroe, salvándose así mismo. Dice el sabio Ramon Llull, que la caridad no miente y halla la perfección en sí misma. Así, Ron inicia un camino de perfección, acrecentando su fe en la verdad, haciendo de ella la antorcha de todas las virtudes que le harán sacar la cabeza, al menos, hasta el limbo, allí donde todos esperan, asentados en la eternidad.
A la mitad de su camino, se hace pasar por presbítero para engañar a las autoridades, lo cual le confiere el signo de su destino; muy pronto, él será la solución para la desesperanza, en una aventura que le llevará a un grado de existencia redentora, casi de mesías, hacedor de milagros, paladín de la fe y la justicia. Jean-Marc Vallée no quiere contar otra historia que esa, la del pecador que se redime para convertirse en héroe y salvador de los demás. Es una historia muy antigua que sigue funcionando, pues al ver el film, la emoción se hace intensa cuando reconocemos a un hombre luchando consigo mismo, bailando con la muerte hasta el final, transformándose en una cosa muy distinta al caos; Ron Woodroof acaba siendo el sueño de una mariposa. Todo la metamorfósis ocurre a la vez que Ron monta sobre ese toro desbocado e imposible de domar, durante al menos, ocho segundos, los cuáles no son más que la vida pasando a cámara lenta, en medio de la selva negra que a todos nos acecha, la cual, sin duda, algún día deberemos atravesar, si no queremos ser devorados por el cruel leoparpo de la mala senda.






miércoles, 3 de febrero de 2016




EXPERIMENT IN TERROR
(1962)

Blake Edwards





La historia del cine tiene la manía de obviar ciertas películas por el simple hecho de no ser coherentes con la obra de su director. Blake Edwards, el famoso creador de la infatigable saga La pantera rosa, inventó, a principios de los 60', las claves de un género que iría mutando hasta nuestros días, raramente superado. Para entendernos: Experiment in terror es la base de películas tan dispares como la saga Scream (1996) de Wes Craven o de la fascinante Zodiac (2007) de David Fincher, y por otro lado, heredera de films como Killer Kiss (1955) de Stanley Kubrick o A bout de soufflé (1959) de Jean-Luc Godard.
La realización es una mezcla de estilos, como si Raymond Depardon, Hitchcock y King Vidor se hubieran puesto de acuerdo para idearla. La exquisitez y la elegancia de la imagen conjugada con un ritmo casi se diría, ideal, sin caer nunca en la frivolidad o la fácil vulgaridad del tema en cuestión, hace de la obra una impecable rara avis llena de sorpresas y misterio, del más alto nivel. Es moderna y clásica a la vez, ligera y apabullante, comercial y de culto al mismo tiempo; es las dos caras de la luna a la vez. Aprendes y te sorprendes. De alguna manera, el poder del cine se muestra en todo su esplendor de la manera más insólita pues, si esta película no ha pasado a la primera fila del Olimpo fílmico, ha sido por el tema que trata y el manido pretexto del mundo policiaco encarnado en el malpeinado de Glenn Ford. Una obra adquiere importancia cuando consigue convertir algo profano en algo puro y Edwards, ayudado por un equipo de técnicos en estado de gracia, consigue alquimizar las formas hasta un estado sublime, dotándolas de un aura mágica, casi perfecta; parece, al ver el film, que contemplamos un sueño. 
No podría dejar de comentar una curiosidad derivada del visionado del film: analizando la innumerable cantidad de influencias que esta película ha provocado en el cine de la posteridad, se vislumbra una línea misteriosamente directa con la obra de David Lynch. Es extraña, pues tal vez sólo tiene que ver con una alucinación personal o una falta de perspectiva, en todo caso, no sé si es gratuito o casual que en Experiment in Terror aparezca una calle llamada Twin Peaks, que la música de Badalamenti sea muy del estilo de la de Henry Mancinni o que el mismo malo de la película tome un nombre tan poco arbitrario como Red Lynch. Tal vez, el director de Blue Velvet, cuando tenía 16 años, vio inocentemente esta película en un cine de su barrio, sin saber que algún día él haría películas como esta e incluso su obra fuera un tributo a ella. La infancia es un nido de impresiones que, consciente o inconscientemente, nos dejan marcados para toda la vida. Tal vez, Edwards  visitó a una pitonisa en los Los Angeles que le advirtió de que un chico apellidado Lynch, necesitaba que él hiciera esta película en 1962 para que, treinta años después, el chico pudiera hacerse director de cine. Quien sabe. En todo caso, lo innegable es que toda su obra está impregnada de esa magia y ese buen hacer en el que Blake Edwards se empeñó, después de su éxito Breakfast at Tiffany's y antes de dedicarse exclusivamente a la comedia de enredo y fantasías de viñeta poco agraciadas, carentes de importancia. Money is money.
Para terminar, acabaré hablando del excepcional Ross Martin, el actor desconocido que encarna a Red Lynch, el malo de la película. Martin fue un actor de series televisivas y, lamentablemente, en toda su vida sólo fue contratado en un puñado de películas de segunda, donde, en la mayoría de ellas, hizo papeles secundarios sin posibilidad de sustancia. ¿Por qué entonces, Blake Edwards le concedió el privilegio de interpretar el papel más importante de su mejor película? Nadie lo sabe, pero acertó de lleno, o tal vez también fue cosa de la pitonisa; hablar más de él sería estúpido, lo mejor es verlo en acción. Sólo una cosa: su interpretación está al nivel del mejor Victor Mature, del mejor James Cagney, del mejor Colin Farrell. Absoluto. ¿Y por qué a pesar de su talento nadie le volvió a contratar para papeles importantes? Tampoco lo sabe nadie: la historia del cine obvia la verdadera historia del cine, porque se avergüenza de sus acciones y se encubre, porque sabe que está equivocada y es falsa. 

Ross Martin murió en 1983 haciendo una serie sobre Wyatt Earp, tal vez por eso Lynch nunca pudo contratarle para participar en Blue Velvet (1986), donde se hubiera cerrado un círculo, tal vez para él, tal vez para Lynch, tal vez para el cine. 

Esperemos que la pitonisa de Los Angeles aún siga viva.

martes, 2 de febrero de 2016




CAPTURING THE FRIEDMANS
(2003)

Andrew Jarecki




David F. : ¿Quién es Arnold Friedman? 
Arnold F. : Es personal.


La familia es uno de los estamentos más peligrosos para el individuo. Toda agrupación, todo colectivo, deglute por su propia definición la voluntad personal y la digiere en forma de herencias mentales y traumas irreversibles. El hombre por naturaleza es pura libertad, puro ego zumbante y sonante, ansioso de identidad. La institución de la familia suprime dichos instintos y los transforma en reglas y protocolos. No existe una forma más eficaz de control, por ello, estás dentro o estás fuera.
Los Friedmans son una familia que vive muy dentro de ella misma, un grupo de personas que asumen un secreto sin desvelar; una desviación natural provocada por la permanencia de una horrorosa y supuesta mentira llamada Arnold Friedman.
Arnold Friedman es informático, tiene tres hijos y una mujer llamada Elaine; también tiene una cámara super 8 con la que filma a su familia ininterrumpidamente. Entre ellos, sólo saben decir que son felices y que están orgullosos de tener un padre muy inteligente que da clases de informática en el barrio. Los tres pequeños, David, Seth y Jesse, aprenden a tocar el piano y a actuar delante de la cámara desde su infancia, hablando de ellos mismos, derrochando naturalidad y frescura; sin saberlo, se están haciendo actores profesionales. Por su parte, Arnold se va transformando en un filmaker diletante y compulsivo que no cesa de grabar escenas que él mismo planifica; todos los demás le siguen el juego como si se tratase de un espectáculo para el público. Así, la familia se convierte azarosamente, en el argumento más apasionante de la vida de Arnold. Hasta este punto, todo esto es lo que podemos ver con nuestros propios ojos: su intimidad filmada de una manera especial, su mentira más personal sobre el asunto, un producto cómico y extravagante, con un halo de misterio cotidiano y humor infantil, untado de ese viscoso ambiente de la Norteamérica profunda.
Arnold no dice por qué filma a su familia, ni siquiera su mujer lo sabe, pues todos obvian que es algo cotidiano y gracioso; además, piensan que así blindan su memoria ante el paso del tiempo.
Una mañana la policía arresta a Arnold, acusándolo de un delito gravísimo y secreto. Su mujer no se lo puede creer, sus hijos mantienen el silencio. En la película no aparece una sola prueba definitiva que lo culpe, todo son hipótesis; en su despacho se encuentran indicios de un posible delito, pero también sin pruebas concluyentes, aunque en tal cantidad de material que su silencio no sirve más que para acrecentar las dudas. Los secretos de las personas se parecen a búnkers bajo suelo, cegados al mundo real, donde nadie puede ver y todo es posible, pues allí la identidad se libera en todas sus formas. La policía arresta también a Jesse, el hermano menor, acusado de ser cómplice directo de su padre; David y Seth no entienden qué ocurre y su madre se vuelve loca: Elaine, una mujer entregada a su familia, acaba de entender la sensación de la traición, pero en teoría sabe lo mismo que los demás y no puede creerse o asumir lo que ocurre. Vuelve a ver las cintas grabadas para buscar a su verdadero marido y la imagen le responde con otra realidad; ¿dónde ha quedado todo aquello, si aquello fue lo que existió? ¿a quién han arrestado si mi marido es un hombre ejemplar?
El cine es la representación de una voluntad, pero nunca es la verdad; de hecho, no sirve en un juicio para demostrar nada. Los cineastas trucan los hechos para que estos se amolden a la idea personal que cada uno exige de ella; por eso, la realidad funciona como una puta barata. Los cineastas miran desde un punto determinado, a una distancia elegida por ellos, con un color, una luz y un intención personal. La mentira del cine tiene que ver con el truco y con la preparación del mismo, incluso los documentales, siempre encubiertos por un aura de realismo, son mero montaje, mero discurso. Las filmaciones de Arnold Friedman son así una especie de discurso, una mise en scene críptica que sólo él podía entender; un jeroglífico que esconde una verdad oculta que él nunca quiso desvelar. Como un faraón, Arnold se llevó a la tumba la clave de esas imágenes naif que tuvieron como consecuencia que David se transformase en el payaso más famoso de Nueva York, que Jesse pasase toda su juventud entre rejas, que Elaine quedase traumatizada y desconcertada para siempre y lo más importante, tal vez, de la película, que Seth, el hijo mediano de los Friedmans, no quiso aparecer ni testificar en el documental del caso, al contrario que los demás; su causa inconfesable es, seguro, la clave que su padre nunca quiso confesar. 
Esta película muestra una cadena entrecruzada de tres mentiras: la primera es la  de Arnold, la segunda es la de su familia y la tercera mentira es la que inventan las autoridades, dominadas por la moral y la opinión pública; los cargos a los que se enfrentan los Friedmans, son tan políticamente incorrectos que la policía fuerza los testimonios y las palabras de los testigos, con tal de que se cumpla su ley, una ley arbitraria que tiene miedo, y presión de otros muchos cobardes que piden sangre sin llegar a la verdad del caso, sin demostrar qué es lo que realmente ocurrió. En el film, alguien se equivoca y casi todos mienten; sólo los silencios hablan cuando todo está podrido de cabo a rabo. Y no sólo es la familia Friedman. Hay muchos elementos en esta película de una intriga atroz, de un morbo alucinante, de una sencillez abrumadora. Las capas de la cebolla se van abriendo, pero nadie puede llegar a la semilla, pues la semilla, como casi siempre, está demasiado profunda, en ese lugar donde es muy difícil que algún día llegue el cine. 
Más allá del caso en cuestión, la identidad de Arnold Friedman queda en el aire como si fuera un fantasma amable al que nadie hubiera escuchado o un horrible monstruo con cara de profesor de matemáticas, perverso e inhumano. Las imágenes no muestran eso precisamente, pero, ¿serán las imágenes, la cuarta mentira del film? (De hecho, en ocasiones, el film de Jarecki parece un fake en toda regla). Fuera como fuese, la duda recorre y finaliza la película, nada se resuelve y la secuela no es más que un puñado de exhibicionistas yanquis bailando en el salón de su casa, atrapados en cintas super 8, interpretando un papel para siempre, una imagen real y falsa que, al mismo tiempo, esconde el sonido del silencio de Arnold Friedman: se trata de algo personal.




martes, 5 de enero de 2016



WOODY ALLEN

Una historia peluda,
acertadamente fallida



Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción. Allen escribió esta cita en uno de los relatos que publicaba en la revista The New Yorker durante los años 60'. Se equivocase o no, Allen se contradijo y lo demostro a la postre en el desarrollo de su cine. Después de trabajar para la televisión y para los nightclubs, Allen decidió escribir algunos guiones picantes que llamaron la atención de los productores del destape. Luego, debió engañar a alguno de ellos, les contó algunos chistes y del día a la mañana del año 1966, comenzó a hacer películas, empezando con aquella extraña, What´s up Lily? que planteaba cuanto menos, algo nuevo, algo raro. Más que la película en sí, el proyecto plantea la milagrosa consecución de la extravagante idea de falsear y remontar una barata película japonesa, para crear un producto absurdo, gamberro y distinto; de alguna manera, plantear la posibilidad real de otros usos de la imagen y ya de paso, reírse del personal. 
Aunque curiosa, la intención no fue a más, pues en los once años siguientes, se puede decir que no hizo nada por el estilo, al menos, de relevancia, a pesar de que le dio tiempo a hacer cinco películas más que podrían usarse como programación para fines de año, cuando por suerte, nadie ve la tele con atención. Pasaremos por encima de ellas, aunque sólo sea por su pobre talento y escasa brillantez; hay ciertas cosas en la realidad, que no deberían ser mencionadas. Para más detalle, todas sus producciones hasta 1977 son sin excepción, vacilantes, progres, convencionales, tendenciosas y acomplejadas en grado superlativo. Un humorista como Allen, era en esos tiempos, una persona traumatizada y burguesa, cultureta y freudiana, admirador de figuras como Groucho Marx o Jerry Lewis y defensor de la pseudofilosofía, la charlatanería y la fama; Allen quería ser una estrella. El postmodernismo -si alguna vez existió dicha aberración estética- fue su religión absoluta y la frivolidad y el escepticismo, sus vírgenes suicidas. De todas maneras, toda esta inicial confusión es probable que se incubara debido a su participación en Casino Royal (1967), la producción que el irregularísimo John Huston ofreció a la saga 007. Es posible que Allen creyera que el cine tenía algo que ver con dicha película y que allí nacieran sus primeras impresiones sobre la representación d ela realidad y su concepto de cine. Por otro lado, allí también nació el personaje de Austin Powers, una mezcla de Woody Allen, Peter Sellers y James Bond.

A esos niveles, el cacao es importante.

Siguiendo la cita inicial de Allen, no se sabe si por el paso de un meteoro o por un fortuito golpe en la cabeza, el director norteamericano se dio cuenta de la tontería que estaba haciendo y en 1977, sin precedentes ni expectativas, realiza Annie Hall, una pieza objetiva de la vida y de la muerte sin canción alguna. En ella, sigue utilizando sus obsesiones: el cine, el sexo, la muerte, los judíos, Freud, la falsa erudición, el mundo burgués... pero extrañamente, le sale algo eficaz y honesto, una peliculita que se gana el beneplácito de la academia norteamericana y gana cuatro oscars: película, director, actriz y guión. Les pareció demasiado darle el premio al mejor actor, tal vez, el único que hubiera sido, en realidad, coherente. Cuestiones académicas aparte, aquí empieza el mito y en la memoria popular, parece que esta obra de Allen justifica el valor de todas las demás; pero la verdad no es así. Annie Hall se transformó en la tarjeta de presentación de Allen, la cuál, hasta nuestros días ha constituido su identidad y su imagen. A partir de ella, parece que si a alguien no le gustan sus películas, dicha persona es menos inteligente que el que las acepta como si fueran obras maestras.
El relativismo es una enfermedad. 
La burguesía es la peor de las clases; defiende lo que sea en pos del establishment y el confort.
El pensamiento débil sigue de moda.
En todo caso, la estrella le acompañó, no un año después, sino dos, con su impecable y eterna Manhattan (1979), esta sí, cristalización de un nuevo Allen, que vaticinaba a un artista en toda regla. No existe en su filmografía, una película tan equilibrada, clara y sincera, tan cine y tan bella como esta balada de amor urbano y jungla de asfalto que nos brinda aventura, ingenio y humor sin precedentes. Toda ella es una sinfonía de aciertos concatenados, donde ya no hay sketches aislados, ni gags de segunda; sólo hay un hombre contradiciéndose y luchando por vivir una vida que no comprende. 
Fantástico.
A veces, se da en el clavo y casi siempre, sin querer.
Atrás queda Interiores, un trauma bergmaniano de poca o ninguna relevancia o sentido (también lo intentó con Septiembre (1987), con Otra mujer (1988) o Alice (1990), pero Bergman no era lo suyo). ¿Por qué hizo aquella película? 
Luego, en 1980, intentó contar las vicisitudes de un cineasta a lo Fellini en Stardust Memories, utilizando la estética Manhattan, pero fracasa. Manhattan solo fue y será una vez. 
¿Por qué no intenta hablar con su estilo de él mismo y sin embargo lo intenta continuamente con el de los demás?
Llegados los 80', comenzará otra década de decadencia que se alargará hasta 1991, cuando realiza la deficiente Sombras y niebla, intentando realizar un film noir a lo Fritz Lang; sus traumas fílmicos siempre le llevaron al fracaso. Cuando quiere parecerse a alguien, falla, cuando sólo intenta ser él mismo, acierta; siempre es así. Pero Allen no se hace caso ni de él mismo y prefiere asegurar a arriesgar; ese fue su grave error. Allen ha demostrado que siempre quiso ser otros, por eso en 1983 realizó Zelig, su segundo gran experimento. Podríamos agruparlo junto a su primera película, formando un tandem experimental que representaría la ambición artística de Allen, quizás su aportación más interesante a lo que el cine respecta, ya que todo lo demás no pretende otra cosa que espectáculo puro y duro; filosofía del entretenimiento. Hay quien dirá que de eso se trata, pero todos sabemos que el cine tiene otros muchos usos, mucho más gratificantes, mucho más encantadores y que no estamos aquí sólamente para reírnos y pasar el rato, sino también para emocionarnos, conocer la belleza, la sabiduría, el placer de las cosas y dilatarnos en el otro si es posible y comprender un poco más de qué estamos hechos y por qué somos así de imperfectos. En definitiva, los 80' son una caída en picado hacia la condescendencia, salvando ciertos picos, ligeros, como La Rosa púrpura del Cairo (1985) o Hanna y sus hermanas (1986).

Allen escribió: El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Yo, por mi parte, le versiono: El matrimonio no es más que una idea transitoria en la mente de Allen. En 1992 inventa Maridos y mujeres, tomando de nuevo a Bergman como referente o a la preocupación obsesiva de Bergman por las relaciones hombre-mujer (el cineasta de Upsala estuvo casado cinco veces). En todo caso no hay que olvidar que Allen ha estado casado tres veces; su esposa actual es la hija adoptiva de su anterior mujer, Mía Farrow -lo cuál no es ninguna tontería- quien se llama Soon-Yi Previn, la cuál tiene 45 años y dos hijos adoptivos con Allen. Cuando se escriben estas líneas, Allen tiene más de 80. Tal vez, esto refleje el resultado de sus investigaciones sobre el asunto.

En los años 90', Allen profundiza en los problemas de las relaciones convencionales, y así películas como Poderosa Afrodita (1995), Desmontando a Harry (1997) -tal vez uno de sus últimos logros, utilizando una estética Annie Hall-, Celebrity (1998) y Granujas de medio pelo (2000) son las más potables. En todas ellas se vincula el amor con un hecho pasajero, con un hecho casual que no entiende de formas y que no sabe muy bien dónde va. La conclusión es que el matrimonio burgués es un error y una confusión sin una solución clara: aburrimiento, celos, traiciones, mentiras; en 1997, cuando termina de rodar Desmontando a Harry, se casa con Soon-Yi Previn.

Y llegamos al siglo XXI, donde la obra de Allen se vuelve a dividir en varias etapas. Allen es un director compulsivo y eyaculador precoz de películas. No se quiere rendir y hace película a año como lleva haciendo desde los años 80'. La terapia le va bien. La cuestión es que una producción tan profusa tiene sus consecuencias: hasta el 2010, Allen sorprende haciendo versiones de tragedias clásicas e historias de misterio. Destacan La maldición del escorpión de Jade (2001) o Scoop (2006), pues son muestras de historias detectivescas a lo Sherlock Holmes; Match Point (2005) y El sueño de Casandra (2007) son muestras inequívocas de relatos trágicos ingleses y rusos. Es cierto que todas ellas no pasan de un somero notable, pero sí representan una última etapa de brillantez, aunque cada vez más comercial, más bluff.
Para entender el fracaso de siete de las ocho últimas películas de Allen, tendríamos que volver a citar uno de sus textos: la nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión. Nadie sabe si el octogenario de Allen se ha instalado definitivamente en el vacío, pero lo que sí muestra con sus pobres y miserables últimas producciones, es un consentimiento y un alargamiento de una imaginación seca y podrida, de un talento que quedó muy atrás o al que se le dejó de hacer caso y que ya no tiene nada que decir, digan lo que digan. Allen va vestido para la ocasión, pues sus películas no dan problemas y abordan temas de las maneras más banales y facilongas, utilizando a superestrellas como sustitutos de su propio y único personaje; él. Allen parece no saber reinventarse e incluso le parece bochornoso aparecer en escena, pues debe ser que ya nadie se cree que pueda ligarse a una rubia de veinte años, ¿fue creíble alguna vez?. 
Ya no hay nada en Allen. Ni siquiera una sonrisa. De alguna manera, su cine insulta, ya no la intelegencia del espectador que ni siquiera la roza, sino la dignidad del cine, que empieza por un mínimo respeto al público, aunque tu oficio sea el puro entretenimiento. Desde el 2008, todo ha sido un desastre. Es cierto que en 2015 algo ha vuelto a resurgir, no se sabe si por culpa Joaquín Phoenix, pero sea como sea, Irrational Man parece querer defender que aún existe una brizna de ingenio dentro de este cómico populista y progre que se está muriendo poco a poco, pero que no sabe decirnos cómo y por qué no está sabiendo ser joven, siendo viejo, y que fue viejo siendo joven y que no se atreve a asesinar a Emma Stone en el ascensor, porque le da miedo el vacío o la muerte pues, aunque no ha parado de mencionarla en todas sus películas (la muerte, la muerte, la muerte), no ha llegado a realizar un pacto con ella y no ha podido empujarla definitivamente para destruir la idea de la nada que le obsesiona, la falsa idea del absurdo que se niega a soltar, a ver si al final va a ser verdad aquello que dijo el otro: de lo que no se puede hablar, hay que callar.
Por cierto, Emma Stone representa la falta acierto de Allen en la elección de sus musas.
Deplorable y artificial.
Allen no se calla, pero se permite destrozar una buena película, imponiendo un final ridículo, tal vez un final made in hollywood; una triste manera de ver el mundo y de ser en el mundo. Hablaba Schopenhauer sobre aquello de la representación y la voluntad; en cuanto a la representación, Allen ha demostrado resistencia, pero no suficiente. En cuanto a la voluntad de su cine, aún es un misterio, pues ignoramos si una nueva década de Woody Allen estará en juego o si la muerte se habrá cansado ya de darle más chances; en todo caso, si se los da, es por el puñado de aciertos que ha conseguido en su carrera, que a pesar de ser regular, es decadente. Muchos alaban su obra y la definen como impecable pues no les hace daño ni a ellos ni a sus hijos. El problema de muchos críticos es que tienen hijos y aplican su doble moral, destacando la amabilidad de Allen -incluso su picaresca- y omiten su lado perverso, quizás el más interesante, el que ha dado como resultado sus mejores películas. No desearía que este texto se tomase como un ataque contra Allen, sino como una puesta a punto, una justa mirada de las cosas, una aclaración sobre un enorme cambalache; la destrucción de un mito injustificado. Pero sé que seguirán diciendo que sus películas son magníficas.
Otra cosa es, si en el futuro, alguien podrá verlas sin estupor.
El tiempo dirá.
Por mi parte, sólo puedo advertir que después de ver su filmografía completa, nace una especie de desencanto en el estómago, un sentimiento vago, una indiferencia que repite una idea en la conciencia: para qué ha servido todo esto, nada más y nada menos que medio centenar de películas sin parar de hablar y no decir casi nada y no arriesgar al máximo una forma, un estilo. 
Tal vez, haya algo irracional en todo esto finalmente, algo que Allen aún se resiste a soltar.
Hay una mentira que sigue manteniendo y que visto lo visto, se llevará a la tumba.
Peor para él.
Su cine ganaría.

¡Salud y Manhattan!