martes, 28 de abril de 2015




BIRDMAN 
o
EL PROBLEMA DE LAS APARIENCIAS

Alejandro González Iñárritu




Repasando el panorama del cine contemporáneo, bien es cierto que parece destacar por su originalidad en los tratamientos de ciertos temas. Lejos del sometimiento a los géneros tradicionales que padeció el cine clásico, el cine del siglo XXI (forjado desde los 60') viene experimentando planteamientos de pura metaficción: el cine pensando sobre sí mismo. Creo que no es necesario explicar quién es el rey de este género tan controvertido y tan difícil de llevar a cabo: Jean-Luc Godard. Obsesionado por desmitificar las falsas ideas que habían invadido el reino cinematográfico, el director francosuizo desarrolla una constante reflexión sobre el hecho esencial del cine a lo largo de toda su obra. Aunque poner ejemplos es absurdo, pues cualquier película de Godard es metaficcional de principio a fin, propondré Le mephris (1963), Autorretrato en diciembre (1995) y El rey Lear (1987) como indicativos. 
Poner el ejemplo de Godard es ineludible pero en todo caso, poco clarificador, ya que su estilo es personal e intransferible, tal vez uno de los más peculiares. Si es cierto que la mayoría de los directores que alguna vez se han atrevido a abordar sus demonios en este género tan distinto, lo han hecho -para bien o para mal- utilizando estéticas diversas, por lo cuál no existe un prototipo en las formas: se pueden agrupar títulos tan dispares como La noche americana de Truffaut (1969), Sinecdoque NY de Charlie Kaufman, All about Eve de Minelli, Hollywood ending de Woody Allen, Ranging Bull de Scorsesse, Noises off... de Robert Altman o la magnífica Ocho y medio (1983). Es Fellini uno de los que pone sobre la mesa, de una forma rotunda, esta necesidad del autor por hacer una película que exprese sus dudas ante el oficio y la fragilidad al que está sometido todo un proceso de creación. Al espectador común le envuelve la falsa idea de que una película, desde su concepción, es totalmente rígida y estructural, cuando realmente tras la cámara, todo son miedos e intuiciones. El problema del género metaficcional es que hay que ser muy brillante para que todo el entramado discursivo no acabe siendo una pantomima repleta de estereotipos sobre las crisis artísticas y cuestionamientos de identidad provocados por el mundo del espectáculo. La gran masa de películas que intentan abordar dichos temas son innumerables y los pocos ejemplos que he propuesto son sólo un modelo de algunas de las menos equivocadas (exceptuando la de Truffaut). Las trampas a las que se ven abocados todos los que intentan hacer un film en esa línea son, sin duda, el narcisismo, el espectáculo y la crítica; por eso es tan difícil acertar con el tono y el tratamiento de temas tan peliagudos. Los mejores siempre lo han sabido salvar con ingenio, inteligencia y humor. Aún dicen las viejas enciclopedias que una sátira es algo que censura o ridiculiza un hecho concreto; un discurso agudo, picante y mordaz. Quédense con eso. Como he anticipado antes, para estos casos, la sátira es idónea, ya que siempre ha funcionado bien -desde el viejo Aristófanes- ahora sí, para aplicarla hay que poseer un gran talento y un excelente material, por eso muchos al intentarlo, se quedan en el peligroso rango de la ironía. Lo que popularmente se conoce como tal no es más que una burla construida a partir de un engaño, con el objeto de ridiculizar y, aquí precisamente, empezaremos a hablar de Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia)
González Iñárritu siempre ha destacado por su mirada trágica de la vida. Desde sus primeros films, convirtió la técnica del montaje paralelo en firma de su idea sobre la estética realista. Siempre ha recurrido a temas actuales para argumentar sus trabajos, dándoles una perspectiva de crudeza; podría denominarse realismo trágico. Dicha estética coincide casualmente con el gusto del público contemporáneo (aunque nunca se sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina) y de sensibilidades tan discutibles como la de Cannes o la de los oscar de Hollywood (el público debería darse cuenta que dichos premios no ofrecen ningún criterio real y se basan exclusivamente en intereses ideológicos y económicos). Hablamos de Amores Perros, 21 gramos y Babel; una trilogía conformista y burguesa, disfrazada de realismo social y galardonada con todos los laureles imaginables. El problema que tiene Iñárritu es el mismo que tienen muchos directores del nuevo siglo: están acostumbrados a ver televisión, a leer periódicos, novelas populares y sobretodo, a ver mucho cine contemporáneo (como si en la historia del cine no hubiera películas suficientes como para cubrir al menos tres vidas). Los cineastas de hoy creen tener solo dos opciones: el realismo o la evasión. Parece ser que el público actual demanda un grado de realidad tal que ciertos autores están influidos por esta falsa necesidad. Bien enterados, algunos se aferran a ella como una manera de llegar al éxito, otros como Albert Serra, confiesan no ver película alguna, para no ser contaminado por otro y mantener una visión independiente y original en su cine.
Llegado 2014, González Iñárritu se propuso hacer algo que aún confunde a los espectadores: realizó una película llamada Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia), aparentemente un discurso reflexivo sobre el mundo del espectáculo. El problema es que su ambición y su tendencia al realismo, le llevaron a concebir un monstruo demasiado difícil de domar. Sin lugar a dudas, aquí llegamos al mundo de las hipótesis: ¿qué quiso expresar el director mexicano con Birdman? ¿una crítica a Hollywood? ¿una sátira sobre los actores? ¿una comedia metaficcional? ¿un berrinche emocional? ¿una ironía sobre sí mismo? ¿una broma, un joke o una boutade escénica? o aún más, ¿quiso hacerlo todo a la vez? En principio dicha ambición no tiene por qué ser negativa pero, evidentemente, hace falta tomar ciertas precauciones y medir los límites de cada uno; porque existen y hay que saber asumirlos. He empezado hablando de Godard, aparentemente de forma gratuita, pero saben que no acostumbro a esos caprichos. Nada más empezar Birdman, el mexicano emplea un tipo de créditos que, como muchos ya habrán adivinado, son una copia exacta de los que el director francés inventó para su mítica película Pierrot, le fou (1965), igualmente reutilizados por Javier Rebollo en su desafortunada obra El muerto y ser feliz (2012); siempre que son utilizados, anuncian el terreno experimental que se avecina pero, por supuesto, no su éxito. Así el director mexicano idea la vivencia de un actor de cine de acción antes de estrenar su primera obra en Broadway, enfrentado a sus miedos y a la neurótica maquinaria del espectáculo. Para el planteamiento formal, vuelve a recurrir a una clara influencia cinéfila: el falso plano secuencia hitchcockniano (Rope, 1930), con el que intenta construir una ilusión de continuidad que acaba en monotonía entre bambalinas. Como último recurso ajeno y célebre, recordaremos que elige una obra de teatro de Raymond Carver: el favorito de la burguesía americana. Todo esto hace presentir un abigarrado film de altas expectativas, pero que se diluye en temas psicológicos menores, en efectos caprichosos, en dramas vulgares y en el famoso dilema contemporáneo de la ficción y la realidad. Es lícito que González Iñárritu lo intente, porque en la vida hay que intentar todo lo que nos obsesione, pero la cosa es que al ver Birdman da la impresión de que el González Iñárritu no tiene una necesidad real de ficcionalizar sus problemas, como Fellini o Godard, sino que se queda en las apariencias y en reflexiones sin trascendencia sobre el entertaiment y los gustos del público comercial, utilizando las tan populares películas de superhéroes, como ejemplo del sin sentido del violento cine de la actualidad. El discurso es demasiado sesgado y alarmantemente snob; si esa no fue la intención, al menos lo parece. Lo que se presentaba como una dura sátira ante ciertos temas referentes al cine, cae en una ironía malograda contra todo en general: los críticos, el público, los actores, el teatro... en definitiva a todo el tinglado. El problema es que esa supuesta ironía acaba siendo puro sarcasmo; una burla sangrienta y cruel que ni siquiera acaba trágicamente, como suele ser costumbre. Todo acaba en una broma sobre él mismo o sobre su película (quién sabe), en la que después de que el protagonista intenta suicidarse al final de la obra, el productor le felicita porque han conseguido crear un nuevo género: el hiperrealismo. Bien, no entiendo la broma; González Iñárritu lleva haciendo eso desde sus inicios. Por otro lado, no hablaré del final pues me parece una tontería más dentro esa bola de confusas intenciones llamada Birdman; todo está mezclado y el director se pierde en su discurso. A veces es bueno perderse, pero nunca lo es engañar... se me olvidaba que analizábamos un sarcasmo. 
Ya publicó Dylan en 1993 su World Gone Wrong, explicitando el sino de los nuevos tiempos. Los artistas de hoy viven bajo el azote de un mundo que no marcha bien en general, pero que vive cómodo y pasivo. Si desde los años 20' el movimiento Dadá pretendía despertar las emociones de las almas dormidas por el opio de un arte anquilosado en la tradición y el artificio, hoy parece que no hizo efecto del todo y lo más grave es que parece que ha afectado también a los artistas. Los artistas de hoy son, en su mayoría, descendientes de burgueses que tienen un punto de vista demasiado blando y superficial de la realidad, rodeados de intereses económicos y narcisistas. En este mundo es en el que ha triunfado González Iñárritu y, creo, es algo a tener en cuenta y de lo que hay que sospechar. Birdman es una tentativa de gran película, un objeto cultural con pretensiones exageradas; no es una cuestión de dinero, sino de pretensión. Como a otros muchos ya les ocurrió al habitar en estos lares, González Iñárritu cae sin querer en la autocomplacencia, en el narcisismo, el victimismo atroz, en la gracia ligera y profundiza poco en ese arte sobre el que escribió Baltasar Gracián y que muy pocos han leído. Hacen falta artistas sinceros, alejados de las grandes corporaciones, apartados de la vida cotidiana y la cultura oficial; el arte sólo sirve para atender a cosas mayores e íntimas y eso es algo que el público también debe reaprender. La historia de la creación es enorme y parece que el cine contemporáneo más visible, se empeña en plagiar siempre a los mismos, en recrear las mismas cosas, obviando la infinita riqueza que contiene el mundo de las representaciones. González Iñárritu desarrolla en Birdman un manual de ciertos problemas que no sabe hacer suyos y que acaba estereotipando, pactando con la tétrica normalidad y los tópicos más extenuados. No se trata de arriesgar más, sino de arriesgar lo más íntimo. No hay que inventar más, hay que desnudarse. No hay que volar, hay que dejarse llevar por uno mismo; ya lo dice uno de los personajes principales: me gusta la verdad porque siempre es interesante. Birdman es un film prometedor que acaba en agua de borrajas, una expectativa que no se cumple porque el contenido no equilibra la forma. Sobra hablar de la verdad y falta la verdad en sí misma, esa que no hace falta nombrar para que acontezca, esa que nadie puede rebatir; pregunten a Giulietta Massina. Tal vez, alguien tendría que preguntarle a González Iñárritu qué significa para él la verdad. Estén atentos si lo hace algún día, pues seguro que sin querer, lo disfraza en un simple chiste sin gracia; ya lo dijo Zenón -el padre del estoicismo-: no os fiéis de las apariencias de la realidad.   






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