viernes, 24 de abril de 2015




REMITIFICACIÓN 
DE LA OBRA DE BILLY WILDER
 
(1934 - 1981)
 




No es esta una insubordinación gratuita o una deconstrucción à la mode, sino una revisión pausada del mito de un artista. Hoy se considera a Billy Wilder como un autor de alta costura cinematográfica, impecable y presumiblemente perfecto. Es destacable que su biografía más famosa, escrita a partir de las conversaciones con Charlotte Chandler, lleve el título de Nobody´s perfect y la curiosa dedicatoria de A Billy Wilder: alguien perfecto. Tal vez, en este tipo de declaraciones ajenas e irresponsables, comienza el mito de un director aparentemente humilde y discreto, que utilizó la comedia para hacer digerible la sin par tragedia humana; el texto presente lanza la sencilla hipótesis de que dicha idea es falsa en su totalidad, o al menos casi, y que la verdadera historia de este cineasta, sólo puede entenderse a través de una mirada certera de sus películas.
Una de las ideas dominantes sobre la obra de Wilder es que siempre fue regular y constante en su calidad y brillantez. La realidad es que de los veintiséis films que realizó, apenas un par son brillantes y media docena, tal vez, notables. Sus películas pueden dividirse en tres grandes épocas: una inicial y fructífera, trabajando junto a Charles Brackett, una segunda muy irregular en la que escribió sin colaboradores fijos (Walter Newman, Lesser Samuels, Edward Blum, Ernest Lehman, George Axelrod, Wendell Mayes y Charles Lederer) y una última, igual de desequilibrada, pero más larga e inteligente, en la que trabajó con el sesudo guionista I.A.L. Diamond.
La primera época abarca siete películas (sin contar Mauvaise Graine, 1934, su ópera prima), de las que se salvan de la quema más de la mitad, lo cuál es todo un logro: la políticamente incorrecta, El mayor y la menor (1942), la apasionante Cinco tumbas en el Cairo (1943), la etílica The Lost Weekend (1945) y como colofón, su primera obra maestra, Sunset Boulevard (1950). A pesar del gran resultado de esta última, la continua atmósfera oscura y trágica que Brackett viene imponiendo una y otra vez en los guiones, parece que choca definitivamente con la fuerte ambición, la subversión y la geometría de composición hacia la que insaciable, tiende Wilder; fue su última película juntos.
Sin su compañero, Billy Wilder reinicia una carrera que caerá en picado en su primer intento de vuelo en solitario: Ace in a hole (1951) es un fracaso insalvable en todos sus niveles. Para recobrar la confianza de los estudios, Wilder echará mano, por vez primera, a su recurso más utilizado: apostar seguro. Aprovechando la época de posguerra, realiza Stalag 17 (1953), una película en la tónica de La gran ilusión (1937) o La regla del juego (1939) de Jean Renoir; bien es cierto, que su gusto por el cine francés perdurará como una de sus grandes influencias y de alguna manera, la homenajeará años más tarde, dirigiendo Irma la dulce (1963), una comedia a la francesa, cuando ésta ya había muerto en Francia. Wilder siempre irá de retro.
A parte de Stalag 17, de la segunda época sólo puede rescatarse el título Sabrina (1954), prometedora, aunque finalmente demasiado sobria; carece de gracia y mucho menos de humor, como si el estilo de Wilder no funcionase sin ese elemento de amalgama; ni la interpretación de Audrey Hepburn, ni la de Humphrey "Boggie" Bogart, consigue completar un film a medias. Tras dos enormes fracasos (la deficiente The Seven year Itch, 1955 y la tosca The Spirit of St. Louis, 1957), volverá a recurrir a la magnífica serenidad interpretativa de Hepburn para maquillar su crisis y comenzar con nuevas fuerzas su última y madura tercera etapa: el año 1957, es el momento en el que Wilder se asocia con Diamond y escribe Ariane (1957), desternillante en ocasiones, está basada en un argumento sólido, sencillo y brillante, donde sin duda, el papel más destacado no lo realizan los protagonistas, sino una comparsa de músicos que salvan al film de una duración desadecuada y de una acción algo repetitiva de más; en todo caso, el film es una reescritura mejorada del guión que escribió para Lubitsch en el año 1938, La octava mujer de barba azul, y por tanto, un remake de él mismo, reutilizando a Gary Cooper (por la imposibilidad de contratar a Cary Grant), el protagonista de la versión original. Por segunda vez, utiliza su recurso favorito y apuesta seguro, para allanar el terreno para el aterrizaje de los tres grandes ases que guarda en la manga: Testigo de Cargo (1957), Con faldas y a lo loco (1959) y El apartamento (1960). 
Con la primera, refuerza su éxito en taquilla, desarrollando un género de comedia-jurídica con el abrumador y omnipresente Charles Laughton. Some like it hot y El apartamento, configuran sus dos tramas más equilibradas y asientan definitivamente tres de los grandes temas que Wilder desarrollará hasta el final de su obra: la perversión cómica, el travestismo y la mentira como motor de las acciones humanas. 
Wilder mantiene la buena racha hasta que, inexplicablemente en 1960, vuelve a caer en picado con One, two, three (1961). Este nuevo fracaso lo soluciona de la misma manera que en sus anteriores crisis: decide apostar seguro. Así, idea un autoremake a la francesa de El apartamento (1960) con Lemmon y Maclaine: de esta manera nace Irma la dulce (1963), un film repleto de virtudes pero encorsetado en sus formas y temas recurrentes, aunque sí es cierto que logra una reelaboración de sus elementos favoritos, armonizados en gran parte gracias al papel más completo de la carrera de su inseparable amigo Jack Lemmon, en total estado de gracia. A pesar de ello, el éxito de Irma la dulce sólo será un espejismo mayor, una diminuta isla perdida en el océano, casi un canto de cisne de una manera nostálgica de concebir el cine. Algo murió en Wilder con esta película y tal vez por eso tuvieron que pasar nada más y nada menos que once años, para que el director austrohúngaro regresara al éxito y a la dignidad cinematográfica: será con su film The Front Page (1974), su última y sin par obra maestra, junto a la mítica y eterna Sunset Boulevar (1950). En el camino se quedan, por orden de producción y declive inevitable: Kiss Me Stupid, 1964 (muy mermada por el abandono imprevisto de Peter Sellers en su papel protagonista y de una trama hermosa, pero deficientemente estructurada y concluida), En bandeja de plata, 1966 (nuevo intento de apuesta segura que sale mal, a pesar de confiar ciegamente en el efecto Lemmon, por primera vez acompañado por Mattau, lo cuál sólo provoca una buena retribución en taquilla), La vida privada de Sherlock Holmes, 1970 (amputada a más de la mitad por exigencias de la distribución), Avanti!, 1972 (inferior, desordenada y estéticamente vulgar) y por último Fedora, 1978 (filmada en Grecia a toda prisa casi sin presupuesto ni ensayos) y El vals del emperador, 1948 (quizá su peor película).
Decía Wilder que lo que más le molestaba, además de que no le tomaran en serio, era que le tomaran demasiado en serio. Por supuesto, no será este el defecto del texto presente. Nadie puede decir que Wilder fue perfecto, pero tampoco nadie puede defender que fuera un mentecato. La cuestión principal de desmitificación sobre la obra wilderniana, apunta más a una revisión histórica de la idea preconcebida sobre el director y su quehacer, sobre su supuesta impecabilidad, que a una refutación de su carrera y su talento. La importancia de su obra está más que demostrada, la cosa es que siempre aparece algo confusa en las alusiones a su labor; desde su inicio, el objetivo de esta glosa es ajustar la realidad del hecho concreto. 
Releyendo su biografía, se entiende que la experiencia de la inmigración incubó en su carácter aquello que se ha venido llamando el ingenio, lo cuál le facilitó mucho las cosas (ya desde Homero fue una condición sine qua non para resolver agudos problemas). El devenir de su vida le obligó a comportarse como un buscavidas obsesionado por la seguridad y el orden, lo cuál trasladó a sus guiones en forma de comportamientos y formas. Su propensión a la escritura, le hizo trabajar la palabra como elemento subversivo, mucho más que sus imágenes. Sus preocupaciones principales siempre estuvieron centradas en las tramas más que en la plástica, a pesar de ser un gran coleccionista de arte (en 1999 vendió su colección privada por 32 millones de dólares en la famosa Christie's) y su buenas relaciones con los estudios y el público, casi siempre primaron en detrimento de sus obras. Es la obra de Wilder una carrera irregularísima llena de baches y errores, muchas veces sin más explicación que la del dinero. Fue Wilder un hombre que entendió perfectamente y desde el principio, cómo funcionaba el viejo Hollywood y se aprovechó de él, de hecho, se acostumbró tanto a él, que cuando éste le abandonó, fue evidente que parte de los dones de su cine no se debieron exclusivamente a su talento. Wilder entendió el mundo del cine, pero no el cine en sí. Wilder nunca fue un Jean Vigo, sino alguien ambicioso y tenaz rodeado de un infraestructura inmensa y efectista. Wilder entendió mejor que nadie la vieja idea del show business y quiso sublimarla, pero pronto murió ese mundo en que su mentor y admirado Ernst Lubitsch era el rey de la comedia. Fue Wilder uno de esos que creyó en serio en la mentira de sí mismo y en la de los demás, aferrándose a la ilusión del cine como evasión y a las calles de los estudios como su propio hogar. Tal vez por eso, cuando Hollywood le abandonó, no supo hacer brillar nada en sus obras, tal vez por eso, cuando simplemente redujo sus recursos y se dispuso a enfrentarse a la esencia del cine (un hombre, una cámara y algo que filmar) no supo hacerlo como cuando todo un estudio trabajaba para sus imaginaciones.
Tal vez toda su vida fue una mentira que contaron otros sobre él y por eso, basó en ese controvertido elemento, toda su obra. Si se revisan las entrevistas de aficionado que le realizó Cameron Crowe en 1998, se comprobará que él mismo admite que la mayoría de sus películas son imperfectas, en contraste con la opinión oficial de la crítica; su caso no es de falsa modestia como puede ser el de artistas como Duchamp o Borges. Wilder es inteligente y sabe que ha recorrido un largo camino y por eso admite ante las alabanzas de uno y otros que Ni soy un genio, ni sé cómo definirlo... no existen hombres que sólo hagan buenos productos o productos geniales. Bernard Shaw era un genio que escribió cincuenta obras de las cuales hoy sólo siete u ocho son hoy importantes. A pesar de que esto último es muy exagerado, se puede decir que sintetiza una de las grandes verdades de la creación y por supuesto, de la vida: casi todo lo que hacemos es un error y casi siempre nos equivocamos. El acierto en la vida es un fenómeno de privilegio; en el arte, es cosa de un milagro. En todo caso, como reinventor y corruptor de géneros, Wilder tuvo dos grandes aciertos, ambos incontestables: Sunset Boulevar y The front page. Soy consciente de omitir sus dos grandes vacas sagradas: Con faldas y a lo loco y El apartamento. No es esto una boutade o una imprudencia, simplemente es una toma de postura ante los hechos. Tal vez, estas dos películas hubieran sido el inicio de otro Wilder que no fue, porque no quiso o porque no pudo; preferimos pensar que no se atrevió. Apostó demasiadas veces a caballo ganador y eso se paga, sobre todo en el arte, ese gran mundo de las apuestas. Su estilo, si alguna vez tuvo uno propio (pues siempre bebió de Lubitsch, Renoir, Capra, Wyler y Hitchcock) nunca pudo crecer y desarrollarse de una manera natural, y así, el cine de Wilder se quedó en brillantes bosquejos de estilos únicos que acabaron en nada por miedo al fracaso eterno. Los dos ejemplos que proponemos como sus dos obras maestras, vienen definidas y limitadas por la misma idea: la perfección de un conservador.
(No son tantas como las del sobrevalorado Bernard Shaw, pero visto lo visto, más que suficientes)






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